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Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (20 page)

Siendo muy niña, luego de cometer alguna imperdonable fechoría, que en su caso solía tratarse de golpear a las criadas, a los palafreneros y menestrales que estaban al servicio de su familia o a sus propios parientes, Erzsébet recibió sendas regañinas acompañadas de bofetadas. Entonces, tras un inmediato sentimiento de vergüenza e impotencia, pues no tenía la suficiente fortaleza para volverse, venía otro de orgullo mancillado y deseo de venganza. Y aun después aparecía uno nuevo: aquellos golpes la habían llenado de luz, como si su efecto hubiera sido el opuesto a la intención con la que fueron dados. Aquellos golpes la despertaban de su ensimismamiento, colmándola de algo que no era la felicidad, pero se le asemejaba.

En cierta ocasión, cuando tendría catorce años, su futura suegra Orsolya la abofeteó por una contestación fuera de tono que Erzsébet le espetó agriamente en público. Hubo testigos y todos dieron muestras de su indignación. Era la primera vez que veían actuar así a aquella buena mujer empeñada en la educación de quien pronto habría de casarse con su primogénito Ferenc. Tras el bofetón, Erzsébet simplemente se la quedó mirando durante varios segundos llenos de tensión. Luego enmarcó una enigmática sonrisa, como si realmente le hubiese gustado recibir aquel golpe que ella misma provocó con su actitud hostil y sus tercos modales. Orsolya Kanisky hizo ademán de golpearla de nuevo, pero se contuvo. Jamás había visto tanta insolencia aunada en una persona. La mandó a sus aposentos diciéndole que permanecería allí dos días por su falta de respeto y su espíritu indócil.

—¡Eres una salvaje! —parece ser que le dijo Orsolya fuera de sí, esperando que con eso Erzsébet diera muestras de arrepentimiento.

Pero, lejos de hacerlo, ésta acentuó el cariz insolente de su sonrisa. La anciana sólo sabía gritar:


Men-j-él… men-j-él
…! —«Vete… vete…».

Y Erzsébet se fue, altiva y recogiendo un poco las enaguas de su falda, como si quisiera desaparecer de allí sin hacer ruido, igual que una reina que abandona por decisión propia una asamblea en la que ha atendido a sus invitados. Durante esos dos días se le subió alimento, pero permaneció allí todo el tiempo, pese a que la habitación tenía un ventanal desde el que podía divisarse el exterior. Eso amortiguó su temor a estar verdaderamente encerrada. Incluso la criada que le subía la comida tenía prohibido dirigirle la palabra. Cosa que hizo a rajatabla. Tampoco Erzsébet le dirigió comentario alguno. No lo necesitaba. Nadie podía saberlo, quizá ni siquiera ella misma, pero ahí, aislada, enclaustrada, estaba en su mundo.

También esto era una premonición de lo que habría de venir.

El caso es que cumplido el período del castigo, Orsolya Kanisky le lanzó una retahíla de admoniciones a fin de corregir su conducta en el futuro, ante la que ella se limitó a oír, silenciosa, lo que le advertían. Su mente estaba ya en otra parte, muy lejos. Y las advertencias de su suegra, así como las invectivas que al parecer lanzaron sobre ella varias de sus primas Nádasdy, a quienes escandalizaba tal actitud, no consiguieron sino que se mostrase aún más altanera. Cuando aquéllas le preguntaron por su reclusión, añadió, tranquila y sosteniéndoles la mirada, que había pasado los dos días más felices de su vida. Esto llegó a oídos de Orsolya, quien, luego de mover repetidamente la cabeza, rompió a llorar ante la interlocutora que le puso al corriente del hecho. También es probable, pues, que fuesen ciertas las palabras que le dijo Orsolya a su hijo Ferenc poco antes de su boda con Erzsébet.

—Sé que es muy bella y la quieres, pero no olvides nunca que te casas con una fiera…

Aquello debió de divertir a Ferenc, que ejercía de fiera él mismo, y para quien el espíritu dominante y rebelde de su futura esposa no dejaba de ser muestra de que había elegido por mujer a una persona fuerte, de carácter voluble y a ratos agresiva, pero que con él siempre procuró mostrarse agradable y tierna, ya que no del todo obediente.

Y también parece probable que en aquella ocasión, poco antes de sus nupcias, el bravo Ferenc respondiese a tal aviso:

—Es como todos los Báthory, madre…

Pero si en su modo de alcanzar esos estados de éxtasis Erzsébet fue dando un largo y tortuoso rodeo hasta encontrar la forma más directa para obtenerlos, lo cual era difícil en Csejthe y con su marido vivo, aunque estuviese ausente, por lo que tuvo que aguardar pacientemente a que éste no estuviera a fin de obrar con el desmedido salvajismo que la caracterizaría ya hasta el final de sus días, fue en la manera de concebir su cosecha humana donde antes empezó a dejar constancia de quién era.

Con la independencia total que le supuso no estar bajo la tutela de Orsolya Kanisky, y con el poder que asimismo suponía ser la esposa de un Nádasdy y prima del monarca de Polonia, Esteban Báthory, o de los reyes de Transilvania, inició sus incursiones en la senda del Mal dejando aquí y allá pequeños rastros. Csejthe, al igual que Bezkó, eran castillos aislados del mundo pero que, por otra parte, no dejaban de estar en lo que se consideraba la frontera austrohúngara. Buscó, pues, las excusas más dispares para pasar temporadas en sitios como Rágozci, Bittsere o incluso Pozsony, que no quedaba lejos de Presburgo, lo cual era un inconveniente pero no un obstáculo. Allí se hacía acompañar de sus acólitos, que ya por aquel tiempo eran Dorkó, Jó Ilona y el tullido Ficzkó, quienes le garantizaban cierta impunidad. Allí empezaron los secuestros, los engaños, las torturas, los crímenes.

El escudo de los Báthory, que llevaba inscrito en todas y cada una de las células de su sangre, ya había cumplido el ciclo completo, ya se devoraba a sí misma en un estático y caníbal banquete, incluso automutilándose, pero aún necesitaba de la furtividad para saciarse, para instruirse en técnicas depredadoras que iban renovándose conforme conocía más y más. Por ello nada le pareció tan idóneo como el bullicio de una gran urbe que, pese a estar repleta de gentes que vienen y van sin cesar, confiere anonimato. Así Erzsébet, quien en posadas de Praga o Presburgo y Budapest ya se hiciera conseguir doncellas utilizando siempre el ardid de que quería interrogarlas para que entrasen a su servicio, montó en esas grandes villas sus primeras orgías de sexo y sangre. Porque allí ya había sangre, sin duda. Tampoco parecía problemático hacer desaparecer los cuerpos de aquellas chicas que en las noches previas le habían procurado placer, en su especial modo de entenderlo. A diario se sabía de hallazgos macabros que aparecían en las afueras de tales poblaciones. Prostitutas, campesinas. Qué más daba. Infelices que se habían topado con quien no debían y cuando no debían. Eran simplemente carnaza, y cuando el cuerpo de una de esas mujeres era descubierto, solía pensarse que se trataba de alguna prostituta a quien habían asesinado luego de abusar de ella. En cuanto a las que no tenían aspecto de prostitutas por su edad o sus vestimentas, reconociendo todos que sin duda se trataba de campesinas, a saber de dónde provenían y cómo encontrar a algún pariente para notificarle del hecho. Más bien al contrario. Tales hallazgos, por tristes y luctuosos que fueran, constituían, tanto en esa época como en cualquier otra, un auténtico problema para las autoridades en cuestión. Esos hallazgos acababan poniendo en duda su presunta eficacia, y cuanto antes diesen por concluido el asunto, antes volverían las cosas a estar en orden. Las infelices desconocidas eran enterradas en una fosa común, y a menudo ni eso. Se les echaba cal viva luego de cavar una zanja en algún páramo solitario. Allí no había lápida ni responsorios, allí no había familia ni voces de protesta que exigiesen una investigación en toda regla. Era el destino de los pobres.

Fue así, cuando Erzsébet aún no se había decidido a utilizar con absoluta libertad su guarida de Csejthe, como descubrió Viena.

Fue allí, no muy lejos del barrio judío, célebre por la multitud de tenduchas que lo poblaban y en las que podían hallarse las preciadas
gamahés
, piedras marcadas por los astros, así como fósiles y todo tipo de amuletos, donde la Condesa instaló en una primera época su cuartel general. Eligió para ello una posada conocida como El Hombre Salvaje, y no fue vana su elección. Cuando se disponía a alojarse en tal lugar le dejaban libre uno de los pisos superiores. Por las noches, y hasta altas horas de la madrugada, el jolgorio era constante. Casi todo el mundo acababa borracho. Otros personajes de la nobleza que pernoctaron en dicho sitio se habían quejado del ruido que sin tregua les molestaba, impidiéndoles dormir. Así que dejaron de frecuentarlo, lo que constituía una ventaja para los planes de Erzsébet. El marco era ideal para esos fines que tan meticulosamente había trazado.

Al principio tenía por costumbre enviar por delante a uno de sus fieles
haiducos
, cuya misión consistía en vocear que iba a llegar una importante dama dispuesta a dar trabajo a chicas jóvenes y sanas, de las que podría disponer si luego eran llevadas con ella a Csejthe o a cualquiera de sus numerosas posesiones. Aquello causaba honda impresión entre las gentes del barrio. Los comentarios se extendían con rapidez. Para cuando ella llegaba, pues, ya disponía de una larga lista de espera. Tenía donde elegir, y aquellas desdichadas no podían sospechar lo que les deparaba el futuro inmediato. Simultáneamente, Erzsébet había ordenado nuevas obras para acondicionar los ya de por sí inmensos lavaderos de Csejthe, aislándolos aún más, mediante gruesos tabiques, del resto del castillo. Treinta años llevó la construcción de esos lavaderos que, a su vez, conectaban con una intrincada red de pasadizos que iban a dar a los calabozos y a otras frías estancias que se habían utilizado sucesivamente como almacén de grano o depósitos para el material de construcción. En cuanto Erzsébet calculó el potencial de aquella pequeña y subterránea ciudad de sombras que eran los recónditos lavaderos de Csejthe, supo qué hacer, y lo llevó a cabo sin demora. Pero ello iba a llevarle todavía algún tiempo.

Las cosas empezaron a complicarse en la posada. Era costoso sacar de allí los cuerpos de las primeras chicas que sucumbieron en las bacanales que Erzsébet había ideado hasta el detalle. Nunca tuvo en cuenta que la proporción con que se volcaba en tales orgías era mayor que la probabilidad de no dejar ninguna huella, por lo que la tarea de desembarazarse de algunos cuerpos implicaba un cierto riesgo. Tanteó ese riesgo, pero actuando siempre en el filo de la sospecha. Así se lo advirtieron sus fieles secuaces, quienes en todo momento la apoyaron en la consumación de dichas orgías. El problema es que ella seguía considerándose inmune a todo, por insensato e ilegal que esto fuera, y no ponía atención a esa parte del proceso, la más desagradable pero necesaria: borrar vestigios, no dar un paso en falso.

Además, estaba demasiado entusiasmada con las nuevas sugerencias de Darvulia y con un descubrimiento reciente que había podido contemplar con sus propios ojos: se trataba de la denominada «Doncella de Hierro». Era éste un curioso método de tortura, probablemente ideado por los turcos, que ella vio a modo de macabra rareza, pues de ése y no de otro modo se exponía en uno de los palacios de los Habsburgos. Consistía en una especie de ataúd hecho con hierro forjado, que en su interior tenía afiladas puntas, aunque no muy largas. Al introducir un cuerpo allí y cerrarse el artefacto, aquél quedaba de inmediato cosido a pinchazos. Era una forma de suplicio lento, pues las puntas de hierro entraban sólo un poco en la carne, aunque en numerosas partes del cuerpo. Según parece, un mecanismo permitía presionar más o menos la estructura del sarcófago destinado a hacer sufrir y a la muerte, pues de ahí, aunque aún con vida, uno sólo salía desangrándose sin remedio.

El entusiasmo que le produjo tal descubrimiento la tuvo varios días presa de una enorme agitación. Eso podía ser lo que necesitaba para llevar a cabo lo último que la bruja Darvulia le había aconsejado a fin de evitar el envejecimiento de su organismo, que como es lógico era en la piel en lo que se notaba con alarmante rigor. Debía bañarse con sangre de jóvenes, a ser posible vírgenes y de probada salud. Las campesinas, en ese sentido, eran las más indicadas. A toda prisa, y reuniendo a varios herreros de Viena, Erzsébet se hizo construir una réplica de la «Doncella de Hierro» aunque, según parece, no llegó atener forma de momia sino que aparentaba una jaula, pero en vez de barrotes tenía una malla metálica imposible de rasgar desde dentro. Aquello ya le servía.

No obstante, la posada seguía siendo un sitio susceptible de despertar sospechas. Por mucha algarabía que hubiese en los pisos inferiores, donde se comía y sobre todo se bebía hasta la exageración, los gritos de las chicas podían oírse a bastante distancia.

Entonces se fijó en la antigua Casa Harmish, situada al final de la Augustinergasse, porque quedaba apenas separada por un solar lleno de maleza del convento de los agustinos. Era aquél el barrio en el que solían alojarse los nobles húngaros, y la Casa Harmish parecía en verdad un vetusto palacete deshabitado por el que Erzsébet tuvo que desembolsar una fuerte suma. Para llegar hasta él había que cruzar la puerta Stubenthür, que colindaba con la sede de los dominicos, y subir hasta la Schulerstrasse por una cuesta empinada. Ahí estaba uno de los accesos laterales de la Casa Harmish. Era una callejuela a la que nadie había puesto nombre. Poco tiempo después ya empezaría a conocérsela comúnmente como la Blütgasse, la Calle de la Sangre.

La causa era evidente: desde aquella enorme mansión se vertían muchas mañanas, al despuntar el alba, cubos y más cubos de sangre, tiñendo de rojo el precario adoquinado. Por allí se filtraba la sangre, dejando una pestilencia inconfundible. Alguno preguntó y se le dijo escuetamente que la dueña de esa mansión provenía de una zona muy alejada del país, y por lo tanto tenía sus propias costumbres respecto a hábitos alimenticios. La sangre pertenecía a animales. Terneras, cerdos, ovejas, conejos, ciervos, gallinas.

En un primer momento los vecinos, curiosos y también molestos por aquel insoportable hedor que provenía de la Blütgasse, lo creyeron. Quisieron creerlo. Necesitaban hacerlo. En cualquier caso lo otro, lo que de alguna manera ya había empezado a cobrar forma indefinida en sus conciencias, era inimaginable.

Pero las protestas crecieron. Incluso algunos monjes del convento de los agustinos afirmaron haber oído gritos humanos. Por otra parte, nunca nadie pudo ver que allí fueran transportados animales para las matanzas a las que vagamente, y siempre con malos modos, se aludía ante las lógicas demandas de explicaciones.

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