En un gesto temerario, pues aún no les habían dicho que podían marcharse, una tras otra abandonaron con premura la estancia. La última en hacerlo fue la costurera que por un descuido propició aquella escena. Instintivamente, y con toda posibilidad creyendo que ya nada más podía sucederle, miró de nuevo en dirección a la ventana. Y su mirada encontró lo que nunca hubiese esperado en una situación como aquélla: su Señora se había vuelto ladeando ligeramente la cabeza, y la observaba con expresión entre serena y complacida. Increíblemente, ahora le sonreía. Desconcertada, la chica permaneció con la mano en la puerta, presta a salir pero sin decidirse a hacerlo. Entonces Erzsébet le dijo lenta, sinuosamente:
—
Édes vagy
… —Y acentuó aún más su sonrisa.
Lo había oído con claridad: «Eres dulce». Eso fue lo que salió de su boca. La chica, cada vez mas confusa, hizo una marcada reverencia, doblando incluso las rodillas, y salió de allí con suma cautela, procurando no hacer el menor ruido al cerrar la puerta tras de sí.
A la joven prometida del célebre y muy temido Ferenc Nádasdy se le había iluminado el rostro, que de nuevo miraba en dirección a los bosques, ahora respirando acompasadamente. Nadie podía imaginar el cariz de sus pensamientos.
Ella estaba viajando al mundo de los griegos, que bebían vino al son de canciones que les recordaban que aquello no era un producto nacido de la tierra, sino sangre del dios Dionisos. Recordaba las lecciones del sabio Herodoto, quien sostenía en sus crónicas que medos y persas se lamían sus heridas para obtener favores de las divinidades. Recordaba haber oído que en el Talmud de los hebreos se aconsejaba el vertido de sangre de animal sobre la cabeza para aliviar las molestas jaquecas, algo que también hicieron los vikingos cuando eran respetados en todos los mares y latitudes. Recordó a Plinio, el erudito, quien mencionó los baños de sangre que celebraban los egipcios para curar, así lo decían ellos, la lepra, la elefantiasis y otras dolencias. ¿Y no era en Inglaterra donde, siglos antes, las mujeres del condado de Yorkshire bebían sangre de quien había combatido contra sus hombres, para así ser más fértiles y fuertes? ¿No fue en Alemania donde tanto dio que hablar, apenas unas décadas atrás, el culto a Garmann, la mujer felina que sorbía el extracto vital de sus víctimas para convertirse en inmortal? Qué más daba que se tratase de animales o de personas nacidas de humana madre. Eran seres vivos por los que fluía el líquido rojo. ¿No había también leyendas acerca de ciertos pueblos en los que estaba instaurada la costumbre de que un esclavo, al que llamaban
ramanaga
, lamiese la sangre de su señor cuando éste se hería? ¿Por qué ella, pues, no podía tener su
ramanaga
, por qué? ¿Por qué ella no podía ser la Señora de sus esclavas? Incluso en la Biblia había leído que la sangre es la vida.
Nada de todo ello podía saber la humilde costurera que en aquel atardecer de Kolozsvar clavó una aguja en la mano de su Señora, nada.
Aquella chica fue destinada al poco al castillo de Bicsé, y de ahí a un palacete, casi siempre habitado sólo por el personal de servicio, situado en Forchtenstein. Y aún de allí a la residencia que Erzsébet tenía en la propia Viena. Ésta siempre supo dónde estaba su costurera, pues no olvidaría que fue precisamente esa muchacha quien le indicó el camino.
La chica se llamaba Irina Smorievsky, era hija de campesinos, alta y de buen humor. Desapareció una noche, cuando contaba dieciocho años de edad, unos pocos menos que su Señora. Sencillamente, se esfumó. Sus compañeras dejaron de verla, y esa desaparición fue comentada entre el resto del servicio que Erzsébet tenía permanentemente en Viena. Al cabo del tiempo, y cuando alguien preguntó al respecto, la respuesta que obtuvo fue: «Se fugó». Una cuestión de amores, dijo cierta persona del entorno cercano a la Condesa. Pero sus compañeras del palacio de Viena no sabían de la existencia de ningún amante, algo que, de ser realidad, difícilmente les hubiera pasado por alto.
En cierto modo era trágicamente cierto. Irina desapareció, y con toda certeza murió supliciada, por una cuestión de amor, el que Erzsébet le profesaba, aun en sus más bajos instintos. Dejó pasar los años y finalmente regresó a Irina, a su tímida y guapa Irina, para terminar el rito que se inició aquel crepúsculo en Kolozsvar. Irina ya no era tan joven como a ella le atraían las chicas, casi recién salidas de la pubertad, pero era la primera, quien le indujo a cruzar la línea que separa toda cordura de las tinieblas.
János Pirgist, redactando sin tregua en su buhardilla, se detiene un momento. Recuerda la frase de San Francisco de Asís, quien más de cuatro siglos antes había dejado escrito: «Lo que buscamos es lo que está mirando».
En efecto, algunos lo descubren con antelación y pueden obrar en consecuencia, pero otros buscan durante toda su vida y al final, con suerte, descubren que lo que siempre quisieron ver está cerca nuestro, alrededor, en nosotros mismos. Así Erzsébet, la niña Alžbeta, que ya de niña asustaba a las criadas, descubrió en plena juventud que aquello que tanto buscaba estaba escrito en ella misma, en su sangre. Tuvo que verlo, tuvo que leerlo en aquella primera y fortuita gota. Durante unos años, en los que aguardó paciente y procurando no delatarse, vivió con plena conciencia de su hallazgo, que aún seguía siendo un secreto. Como los secretos que tiene, que sigue teniendo el propio János Pirgist, y a los que teme enfrentarse abiertamente.
Ella debió de sentir que era dragón y serpiente, y que su insaciable hambre sólo podía aplacarse de ese modo. Esa gota le señalaba la ruta, y no pensó abandonarla.
Pero también, y quizá sin ser en absoluto consciente del cambio, a través de la contemplación de aquella ínfima porción de líquido rojo y espeso brotado de su sangre, empezó a volar.
Ya era águila.
Con las primeras luces del nuevo día, luego de echar un poco de leña en el lar a fin de entrar en calor, el reverendo Pirgist recorre con su vista, cada vez más fatigada por la edad y el esfuerzo continuado, los párrafos que dejó escritos ayer cuando dio por finalizada su labor, a altas horas de la noche. Acaba de rellenar el tintero, no ha hecho más que mojar con parsimonia la punta de su plumón y, mientras medita en lo recientemente escrito, desvía la mirada hacia ese plumón que desde hace tantos años le acompaña.
Y lo suelta, sobresaltado, como si quemase. El pensamiento ha ocupado su mente como una exhalación. Acaba de darse cuenta de que el plumón ha adquirido un color negruzco, casi como el del ala del cuervo, cuando antes era gris.
¡No puede ser!, piensa angustiado. Siente cómo su corazón se ha acelerado y una súbita flojera se le instala en las piernas. No puede ser. El instinto le dice que no está solo. Que el espíritu de la mujer sobre la que ahora escribe le espía, precisamente, desde el instrumento con el que va relatando su vida. Pero no. Debe ser fuerte ante ese tipo de trampas de la imaginación. Procura tranquilizarse. Será el paso del tiempo, que lo ha ennegrecido sin que él prestase atención a dicho detalle. O quizá es que se halla en exceso susceptible.
Aunque tiene frío, nota cómo su frente se cubre de sudor. Y es que otro pensamiento sucede con rapidez al anterior. Cree entender con meridiana claridad por qué su mente está tan alterada. No es porque esté librando una dura batalla contra los recuerdos que por momentos parece vayan a reventarle los sentidos. En esos ratos es cuando escribe veloz, enfebrecidamente. Siempre fue un hábil amanuense, y al principio de su carrera eclesiástica ejercía de secretario de su Eminencia Ilustrísima el Arzobispo de Praga. Luego fue trasladado a la diócesis de Baden-Würtemberg, y también allí tuvo que dedicarse más a la escritura que a las labores estrictamente pastorales. Adquirió una gran destreza para la escritura, y desde entonces poco ha menguado su arte cuando se trata de redactar deprisa y con una letra muy pequeña, pero perfectamente legible.
No, no son los recuerdos ahora resucitados tras forzar la memoria como nunca antes hizo, aunque siempre lo pospuso para otra época, y, que, sabe, debe llevar sin más dilación al papel que, hoja tras hoja, va agrandando el considerable montón que ya descansa en el extremo de la mesa de su escritorio.
No son esos recuerdos, sino que, y de ello se ha dado cuenta al releer al azar algunos párrafos escritos horas antes, es el modo de afrontarlos, exprimiéndolos como si de una jugosa y blanda fruta se tratase, lo que consigue asustarle. Está entrando, o al menos pretendiendo hacerlo, en la cabeza de Ella.
Hasta el momento no ha sido consciente de apenas nada. Ni del estilo de escritura empleado, ni de las presuntas faltas en su sintaxis. Algo desconocido le impulsó desde la primera línea de su relato, casi obligándole a hacerlo de ese modo. Poco a poco, ahora lo ve con sorpresa e incluso con estupor, ha ido metiéndose en lo que pudo pensar, a veces en lo que pudo hacer, o sentir, la Condesa Báthory. ¿Es moralmente lícito ese libre ejercicio de su imaginación?, se pregunta no sin cierta angustia. No hay respuesta coherente para tal dilema. Uno, cuando narra determinada historia, siempre la recrea, pues los hechos reales, tal y como sucedieron con todos sus detalles, se los llevó el tiempo. ¡Y hace ya tanto, tanto tiempo de aquello!
Lo ve con nitidez, y ese sentimiento hace aumentar su frío interior: por momentos se ha puesto en la mente de Erzsébet porque, quedando la mayor parte de sus acciones en la sombra, y en la oscuridad más completa lo que pudieran ser sus pensamientos, él necesita aferrarse a algo para seguir tirando del hilo.
Le resulta humano el hecho de pensar que si tenemos enfrente a un malhechor acusado de un abominable crimen, y disponemos de la oportunidad de hablar con él, le preguntemos por las razones que le llevaron a cometer su crimen. Ése es un acto cristiano, se dice Pirgist. Que todo el mundo, incluso los más perversos, incluso aquellos que van a ser sentenciados o ejecutados en breve, sean oídos para que puedan descargar en alguien su culpa, si la tuvieron. Para comprender la esencia de esos actos, que no es otra cosa que aquello que los provocó. Por eso ha intentado entrar en el universo mental de Erzsébet Báthory. Porque, en justicia, para condenar el Mal y su genealogía, hay que procurar entenderlo antes, en la medida de lo posible.
Es ingente la información que durante más de medio siglo ha acumulado acerca de la Condesa. Revisó actas, documentos. Habló con gentes de toda Hungría, de Valaquia, de Viena y de Praga, de Rumania, de Serbia y de Transilvania. La pirámide de datos fue creciendo y creciendo. Ahora, no obstante, cuando aborda la difícil misión de describirlos, se sabe incapaz de hacerlo de modo oficial, enumerándolos sin más, dando cuenta de ellos como lo haría un alguacil o un funcionario del Estado. No puede. No sabe. No quiere.
Tal vez por ese motivo demoró durante tantos años el momento de escribir lo que ahora tiene entre manos. Y para llevarlo a cabo le es imprescindible situarse mentalmente en el lugar, pero en el lugar físico y a la vez espiritual, en el que acaecieron los hechos. La Condesa se llevó a la tumba su secreto. Por qué lo hacía. Por qué de esa forma tan despiadada y frecuente. De ahí que Pirgist, ya más calmado, convenga para sí mismo que posiblemente no había otra manera de enfrentarse a ese trabajo, moral y técnicamente. Disponiendo de la información elemental necesaria, situarse, siquiera por algunos momentos, en la cabeza y sentimientos de Erzsébet. ¿A qué engañarse, por tanto? Toda su vida ha transcurrido bajo la obsesión de esa mujer y la inacabable férula de sus atrocidades. ¿Cómo ahora no iba a darle la oportunidad de hablar, de sentir, de imaginar, de pensar? Ella ya tiene su condena de antemano, así como la de todo ser racional, no sólo sensible sino con una mínima noción moral de lo correcto y lo indebido, del Bien y del Mal. Entonces, ¿por qué no permitir que ahora, en estas cuartillas, hable, sienta y piense como seguramente debió de hablar, sentir y pensar? Que su memoria siga pudriéndose por toda la eternidad, razona el reverendo Pirgist tomando de nuevo su plumón, aunque ahora con cierto cuidado, como si tocase el cuerpo de un venenoso animal que, pareciéndonos muerto, aún nos hace albergar dudas de si no se revolverá contra nosotros en un último y desesperado movimiento.
Introduce, pues, otra vez la punta del plumón en el tintero, besa el crucifijo de hierro que pende de su pecho y continúa enfrascado en su relato.
El corazón de la niña Alžbeta, la alocada, que creció siendo ya poderosa y temible Erzsébet, una de las nobles más famosas de Hungría, no sólo por sus inmensas riquezas sino también por su belleza, que seguía conservando a pesar de la lacra de la edad, tuvo que latir apasionada, fervorosamente durante aquel episodio con la costurera en Kolozsvar. Es verdad, la Condesa tuvo corazón, qué duda cabe. Pero ¿de qué estaba hecho ese órgano de su cuerpo? ¿De qué, por el amor de Dios, si con apenas veinte o veinticinco años ya había cometido actos que avergonzarían a la condición humana, si éstos pudieran observarse bajo el prisma de la objetividad? ¿De qué sustancia estuvo hecho si, cuando le correspondió resignarse a las leyes de todo lo vivo y razonable, lanzó su furioso desafío, causando tantas desgracias y dolor?
Una de las distracciones que Erzsébet mantuvo durante más tiempo fue la de dar largos paseos en trineo. Como los alrededores de Csejthe eran casi llanos, sólo interrumpidos por suaves colinas, se hacía arrastrar en trineo, sobre todo cuando aparecían las primeras nieves, por un caballo percherón y de gran potencia. Posteriormente también abandonaría esa práctica que de niña, a juzgar por el alborozo y nerviosismo que mostraba cuando iba a salir en trineo, pareció hacerla tan feliz. Cuando era pequeña, en cambio, le fue posible ir con frecuencia en trineo, ya que en los alrededores de Nyírbáthor, su lugar de nacimiento, había escarpadas montañas con pronunciados declives que convertían en algo excitante tal actividad. Trasladándose hasta las cercanías de la villa de Tăsnad, cerca del río Crasna, tuvo oportunidad ya no sólo de pasear en trineo, cosa que podía hacer por los alrededores del castillo familiar, sino de jugar a las carreras con sus primos y primas Báthory de las diferentes ramas de la saga. Su marco predilecto para tales carreras, sin embargo, se hallaba situado hacia el sureste, en las estribaciones de los montes Bukk. Ella y sus familiares acostumbraban a pernoctar en la aldea de Felsözsda, en un enclave situado entre los ríos Hernad y Sajó. Se reunían allí, pues, varios primos y a menudo amigos de éstos, que eran invitados por sus mayores. Para subir los trineos hasta lo alto de alguna montaña eran necesarios varios criados. Después el descenso, realizado en apenas unos minutos hasta alcanzar la explanada de un valle próximo, se consumaba en un abrir y cerrar de ojos. Con lo que de nuevo los criados u otros lugareños, a los que se daban algunas monedas o restos de comida a cambio de su colaboración, volvían a esforzarse lo indecible para subir hasta lo más alto posible aquellos trineos. Cuentan que Erzsébet solía ir montada en el trineo durante tan penosas ascensiones, y aunque su peso sería escaso, mayor era aún el esfuerzo que debían hacer aquellas gentes. Podía haber subido caminando junto al trineo, enfundada en sus polainas de lana y piel, para aliviar así el titánico trajín de sus servidores, pero no. Ella se hacía subir por pendientes que a cualquier otro le hubiesen parecido inexpugnables, y lo hacía como si de una reina se tratase. Además, también en esas carreras juveniles dejó clara huella de su instinto pérfido, pues siendo muy hábil en el manejo del trineo, o más bien habría que decir alocada, ya que no parecía importarle en absoluto la peligrosa cercanía de abismos o estrellarse contra algún árbol o salientes de rocas, adquirió una costumbre por la que fue reprendida con severidad, y que a punto estuvo de costar disgustos en la familia. Solía ser ella quien proponía iniciar con sus primos una carrera en trineo, ladera abajo. Éstos, viéndola menuda y creyendo que por ser chica se comportaría de modo más prudente, si no temeroso, creían que era lógico que quedara algo retrasada al iniciar aquellos descensos vertiginosos entre gritos y risas. Pero no. Al poco su trineo, siguiendo hábilmente el surco dejado por los otros en la nieve, aparecía a sus espaldas. Una vez allí, les embestía de manera continua, hasta hacerles perder el equilibrio y rodar aparatosamente por el hielo. Un par de primas terminaron con heridas de cierta consideración, aunque ella negase que lo hubiese hecho con alevosía. Si era castigada, al poco, con zalamerías y promesas, volvía a las andadas. Todos sus primos, sin excepción, la temían como a la peste. Y aun por las noches, cuando entre ellos comentaban los pormenores de tales juegos con finales a veces accidentados, les mortificaba doblemente sonriéndoles de modo significativo al tiempo que juraba y perjuraba que había sido sin querer. Su sonrisa provocadora la delataba, así como que dichos accidentes se hubiesen repetido con alarmante frecuencia, siendo siempre ella la causante. Ese impulso destructor lo llevaba encima como si de un tatuaje se tratase.