Todo, en los rincones sin voz de aquellos pasillos interminables y fríos, posee la desolada plenitud de algunas certezas que no pueden mencionarse sin que un sudor helado recorra la frente.
En realidad debiera saberlo el aire que meció en su seno aquel secreto. Pero ese aire se fue, huyendo por claraboyas y contraventanas, por troneras y tragaluces, por agujeros de la piedra, y, si el aire tuviese memoria, lo sabría su heredero que ahora recorre aquellas llanuras, limpio y puro. Mas, si el aire poseyese esa forma de vida que no llegamos a entender, ¿se lo habría transmitido a su invisible descendencia? Y los pájaros que desde las espesuras de sus refugios contemplasen aquello con atónitos ojillos, trastocando su instinto con unos ruidos y unas imágenes que no esperaban, ellos también lo supieron. Como lo supo la cifela y el musgo de los muros, nacidos entre las dovelas de techumbres.
Y la tierra de aquellos patios, y los abedules inertes. Todos lo saben.
La una soportó que sobre ella se arrastrasen pesados fardos que iban dejando una estela roja a su paso. Los otros fueron inmóviles guardianes de entierros apresurados, lejos de todo camposanto, y en los que ni una triste oración se rezó. Porque las cuatro muchachas de la aldea de Vág-Ujhely que fueron llevadas a Varannó y a las que János vio entrar en el carromato nunca llegaron al castillo de Pistyán, como le aseguró el mismo Ficzkó al padre de una de ellas. Ni tan siquiera partieron hacia allí. Las cuatro fueron de los dormitorios de la Condesa a los sótanos del castillo, donde estaban situados los lavaderos, como en Csejthe. Eran lavaderos a los que no se podía acceder porque estaba prohibido. Y al romper el alba, a diferencia de lo que afirmase Ficzkó, fueron ellas las que quedaron rotas, listas ya para entrar en el alba de una nueva vida. Sus cabelleras rubias eran como escobas, tiesas de terror, y sus tiernos cuerpos acericos humanos de los que apenas brotaba una gota de sangre.
Tenían aproximadamente la misma edad de Erzsébet cuando ésta casó con el conde Ferenc Nádasdy, a quien estaba prometida desde sus once años. ¿Qué ocurrió con aquella esquiva y orgullosa criatura entre los once y los quince años, fecha de su boda, que tuvo lugar con grandes fastos, precisamente en el castillo de Varannó? ¿Qué pudo suceder con ella, a la que el buen hacer cristiano de su futura suegra, Orsolya, no logró dominar? ¿Qué, para que controlase, aun a duras penas y no del todo, sus instintos durante los años de su matrimonio con Ferenc Nádasdy, qué para aguardar a haber cumplido ya cuarenta, siendo viuda, y dar rienda suelta a tan acerbos y execrables instintos? Eso se ha preguntado cientos de veces János Pirgist. No hay respuesta para ello. No la hay coherente o lógica.
Sencillamente se contuvo. Se educó. Exteriormente, pero también hacia adentro. Cultivó su crueldad en agraz. Mantuvo las pavesas del fuego que le corroía, disimuló su proclividad a lo vesánico. Desplegó su magnificencia y su capacidad de seducción pese a que, aunque nadie lo observara, se hundía en el tremedal de su fementida personalidad, y poco a poco se despeñaba por el oscuro risco del crimen. Así, sobrepasado el pretil que la separaba de la locura, accedió a lo ominoso hecho rutina y lo malévolo, religión. Llegó a hacer de su opresiva lobreguez un refinado arte, duro como el pórfido y, como la resina, oloroso. Porque el dolor huele. Ése era su alimento. No permitió que se rompiese aparatosamente el dique de su contenida lujuria hasta que no se supo sola e impune.
Procuró amansar la fiera que anidaba en su seno y que clamaba en sus venas, aullando por despertar de una vez. Se instruyó en la única fe que le era concebible y cara: el mal. Porque, ya adolescente, era una sacerdotisa de la magia negra. Y, como la anfisbena, como el cinocéfalo o como el basilisco, perseveró por convertirse en un animal mitológico de sí misma. Mientras vivió su marido y tuvo que criar a sus tres hijas, Orsolya, Anna, Katherine, y a su hijo Pál, intentó frenar en lo posible aquel grito que la desgarraba por dentro. Fue acumulando visiones, deseos primero impuros y más tarde salvajes, como sus antepasados Báthory, incluso como algunos de ellos que aún vivían en la lejana Transilvania. Pero una vez sintió que tenía en sus manos el poder, se dejó llevar. Tan sólo eso. Se soltó.
Ella lo supo siempre. Era especial. Era la elegida, y nada ni nadie podía truncar su destino. La inmortalidad.
Ese pensamiento debió de acompañarla desde niña: ella, la hermosa, la grave y fuerte hija de Jorge y Anna, ambos de la rama Ecsed de los Báthory, la más temida de cuantas familias nobles dominaban en Hungría, no iba a envejecer ni a morir. ¿Acaso para eso había nacido? Se le antojaba una estúpida incongruencia. No podía ser que la plenitud de la existencia, ni que ciertos placeres y sensaciones que la hacían saberse ángel y demonio a la vez, se truncaran un día, como pasaba con el resto de personas. Como ocurría con los simples campesinos y campesinas que durante generaciones habían servido, a ella y a los suyos, sin atreverse siquiera a mirarles a los ojos. Ella los consideró bestias de carga con forma humana, debido a un caprichoso azar de la Naturaleza. Siendo su espíritu tan ancho como el inabarcable cielo y sus sueños tan intensos y tumultuosos como el bramido de las aguas que bajaban en invierno por los torrentes, junto a majestuosos glaciares, ¿había de terminar todo eso, de súbito, cualquier día?
Las gentes, con resignación, decían que sí, que de ese modo fue desde siempre y para todo ser nacido de humana madre. Pero ella ¿era un ser normal, como los otros? Su instinto le decía que no. Y sus más secretas creencias la reafirmaban en tal convicción. Nunca aborrecía tanto a Orsolya Kanisky, su suegra, como cuando ésta deslizaba en su conversación la palabra «pecado». Entonces, la aún niña Erzsébet, a la que se preparaba para un futuro y próspero matrimonio con un hombre de bien, aunque se dedicase a los menesteres de la necesaria guerra, agachaba la vista, conspicua, y sonreía para sus adentros.
Pecado: sentía al oírlo un estremecimiento que espesaba lo que fluía por el interior de su cuerpo. Pecado. ¿Por qué tenía que ser inaccesible aquello que causaba mayor placer, por qué?
Había visto envejecer y morir a varias mujeres de su propia familia. Las despreciaba por lo primero y las odiaba por lo segundo. Antaño fueron hermosas, aunque no tanto como ella, y de nada les sirvió su antigua belleza, su remoto vigor, su indudable poder. Ellas temieron el pecado, aunque a menudo lo pusieran en práctica. Erzsébet sabía que lo hicieron para arrepentirse acto seguido. Para pronto reincidir en él. Eso no era pecado. Eso era jugar con una inconsistente, volátil idea de pecado. Pecar, tal y como ella lo concibió siempre, era hacerlo con plena conciencia. Llevarlo a cabo con premeditación y deleite. Pecar era sentir la felicidad absoluta, luego de haber caído en él por voluntad propia, y no por incontinencia. Sentirse más fuerte, más poderosa, más sensual, más bella. Haber pecado y comprobar que nada ocurría a su alrededor. Que lo único que pasaba es que ella misma se sentía infinitamente mejor después de haberlo consumado. Y querer repetir lo antes posible.
Quizá si hubiese empezado a pecar con intensidad y desmesura desde que era niña, o en su vida de abnegada esposa y joven madre, su devenir espiritual no hubiese cobrado los derroteros que posteriormente tomó, cuando ya era viuda y sus hijos estaban lejos, cuando ya no tenía a Orsolya a su vera para conminarla a que se portase con corrección y recato en todo momento, advirtiéndole que no se apartase de los caminos de la fe. Ella a todo le decía que sí, porque sabía ser cordero cuando era necesario. Pero la loba que dormitaba en su pecho a duras penas lograba contener las carcajadas de burla que aquellas admoniciones, aun revestidas de cariñosos reproches, le provocaban, dejándola impertérrita.
Incluso había leído, casi en su práctica totalidad, una Biblia que fuese propiedad de un lejano pariente, y que contaba con más de dos siglos de existencia. Allí, en ese libro que todos decían venerar y cuyos preceptos fundamentales se empecinaban en seguir como mansa grey, Erzsébet sólo veía muerte, sangre, venganza, miedo. La Biblia fue la fuente nutricia y maligna de la que bebió con avidez siendo aún una niña. Ella se limitaba a obrar como en ese libro sagrado se decía. Si hubiese pecado, pues, con todo el ardor que el cuerpo y la mente le pedían, quizá hubiera llegado a la edad adulta parcialmente aplacada. Pero no. Se limitó a acumular energías durante casi cuarenta años. Y en su seno fue acumulándose el agua negruzca de un río desbocado que, al toparse con rocas y árboles no canaliza sus corrientes, sino que éstas se arremolinan sin orden ni tregua, subiendo de nivel y poniendo en peligro a cuantos se hallan cerca. Hasta que un día encuentra una vía de escape. Entonces es la inundación.
Con luminosa soberbia se recordaba a sí misma, siendo todavía una chiquilla, gozando al ver cómo reñían a los criados, o cómo alguien golpeaba con violencia a un campesino o a cualquier fámulo del castillo en el que se encontrase. Nadie la vio nunca torturando a animalillos del bosque, cuando éstos caían en sus manos. Y lo hizo. Ella no iba a ser menos que sus primos Báthory, célebres en toda la región por su extrema crueldad con todo ser vivo que les contrariase en lo más mínimo. Al contrario. Ella, por el simple hecho de ser mujer y de apariencia frágil, debía duplicar tales crueldades. Para sentirse como ellos. Pura en su genio, perfecta en su crueldad, impoluta en su perfidia.
Era ella quien solía acudir a los establos en la época de matanza, para contemplar cómo se daba cuenta de verracos, de ovejas, gallinas, terneras o vacas y ciervos recién capturados. A veces le decían que aquello no era cosa de niñas, que ella debía acudir al misal y al huso o a sus muñecas de latón, trapo y madera. Entonces protestaba:
Mutasd hogy kell csinálni
!, «¡Enséñame cómo se hace!».
Y tanto insistía que, aun a regañadientes, le permitían observar. Eso decía con insistencia:
Ezt szeretnérn megnézni
!, «¡Quiero verlo!». Y observaba. Era su lento proceso de aprendizaje.
Erzsébet Báthory, viuda Nádasdy, nació en 1560, en una mañana de tormenta que dio al traste con varias cosechas. La anunció el relámpago, y todos miraban temerosos el cielo. Jorge, su padre, era de la rama familiar de los Ecsed, y su madre, Anna, era hija de Itsván Báthory y Katilin Telegdy, que provenía de Valaquia. Tuvieron cuatro hijos: Itsván, que se volvió loco siendo muy joven, Klara, Zsofía y la propia Erzsébet, que siempre fue altiva y parca de palabras. Su padre murió cuando ella tenía diez años, poco antes de que la familia decidiera desposarla con un Nádasdy. El apellido les venía del vocablo
Bator
«valiente» en húngaro, y entre sus antepasados se encontraban los hermanos Guth y Keled, de Suabia, donde reinaban los Stauffen. Todos eran descendientes de los Siebenburgen, combativos y lujuriosos ya en épocas casi olvidadas. También, según parece, había en su linaje una rama proveniente de los bravos dacios, que incluso, en su ardor guerrero, rechazaban a las mujeres y tenían ceremonias en las que se desposaban hombres de un mismo ejército. Estos dacios iban al combate al son de cálamos dobles, y su ferocidad era sólo comparable a la de los turcos. La primera posesión de los Báthory se remontaba a la villa de Gut, reinando entonces en aquellas tierras Salomos y el duque Geza. Una rama de la familia, sin embargo, tenía sus raíces en Hungría, y otra en Transilvania. Uno de sus ilustres antecesores fue Pedro Báthory, fundador de la rama Báthory-Ecsed, en Száthmar, junto a los Cárpatos, cerca de donde estaba la sede de la corona de Hungría, la de San Esteban con la Cruz Inclinada. Otro, Jan Báthory, fundó la rama Báthory-Somlyó en el oeste, donde reinaba Esteban III.
El antiguo blasón de los Guth-Keled era de argén sobre campo de gules. Fueron los Báthory eslavos quienes añadieron el dragón que hasta la fecha lucía en sus emblemas. También le pusieron las alas del águila y tres dientes de lobo. Fue un siglo antes de que naciese Erzsébet cuando la familia ideó que el dragón de su escudo se mordiese la cola, cerrando el círculo. ¿Cabría imaginar mayor signo de bravura y de fiereza en un linaje que no dudaba en automutilar el animal que los representaba? Sólo se sabe de un miembro de la saga que hiciese gala de probada virtud, Nicolás Báthory, que fue obispo de Vág. El resto acabaron sus días de modo dramático. Su tío Segismundo veía fantasmas y luchaba contra ellos, espada en mano. Su tío Gabor vivió los últimos años de vida mordiéndose con saña en cuantas partes del cuerpo alcanzaba. Su primo András murió decapitado en un glaciar, y su cabeza expuesta en lo más alto del mismo, luego de haber sido exhibida como trofeo en sendas guarniciones de infieles.
Cuando se recuperó esa cabeza, fue cosida al resto del cuerpo, y se le expuso, con un lienzo disimulándole el cuello, en la iglesia de Gyulalehervár. Ella nunca llegó a verlo, pero así empezó a odiar.
Fue su tía Klara quien inició a la niña Erzsébet en ciertas conductas licenciosas. Se decía de aquélla que era ninfómana, y tuvo incontables amantes. Su final fue trágico. Apresada junto a su amante, tuvo que contemplar cómo asaban a éste en una gran parrilla, y luego de ser violada por toda la guarnición, se la empaló viva, costumbre muy en boga por aquella época. Erzsébet la adoraba, y nunca se supo con certeza cuál fue el cariz de las conversaciones o tratos que mantuvieron tía y sobrina, pero sí queda constancia de que Erzsébet ni siquiera pestañeó cuando le fue comunicado el espantoso final de su tía. En aquellos momentos por su cabeza sólo pasaron los indecibles suplicios a los que sometería a cualquier turco que cayera en sus manos.
Quizá por lo sucedido a resultas de ese episodio de su tía Klara, no mostró nunca sorpresa el marido de Erzsébet, Ferenc Nádasdy, al que llamaban Beg, el «Señor Negro», debido a su piel oscura, cuando cada vez que regresaba de una nueva refriega contra los otomanos ella le rogaba encarecidamente que le detallase a cuántos turcos y cómo los había matado. Ferenc, que era si cabe de más noble alcurnia que los Báthory, pues estaba emparentado con el propio rey Eduardo I de Inglaterra, y fue educado por György Mürzkoczy, se pasó la vida batallando contra el sultán Amurat III y los hijos de éste, tan crueles como su padre y su abuelo, el terrible Solimán. Hubo entre los Nádasdy otro personaje célebre, Tomas, que llegaría a ser Gran Palatino. La madre de Ferenc, Orsolya Nádasdy, como queda dicho, se encargó de la educación de Erzsébet desde que ésta cumpliese once años: lecturas piadosas, adiestrarse en la supervisión de las tareas domésticas, como planchar y doblar las prendas de ropa en cuadrados tan pequeños como fuera posible, todo ello eran cosas que crispaban el ánimo de la adolescente Erzsébet, quien para librarse de la tutela de aquella buena mujer no veía llegado el momento de su boda. Ésta tuvo lugar el 8 de mayo del año 1575, en Varannó. El preboste clérigo Itsván Benedictus de Krakko fue el encargado de formalizar aquellas nupcias, hecho del que dejó constancia en su informe
Epithalamion conjungit Dominum Franciscum Nádasdy et Domina Helisábeth de Báthory
. El propio Maximiliano de Habsburgo, por entonces emperador, los colmó de presentes, entre ellos numerosos caballos y doblones de oro.