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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

En Silencio (79 page)

—No nombres —dijo Gruschkov.

A diferencia de Jana y Mirko, que dominaban ambos muchos idiomas, el calvo hablaba poco alemán. Cuando Jana y Gruschkov charlaban entre sí, lo hacían por lo general en italiano, mientras que con Mirko la mujer hablaba en serbio. Para Mahder no había ninguna diferencia. Fuera de algunas palabras chapurreadas en inglés, no conocía ninguna lengua extranjera.

—Está bien —dijo entre dientes en la RANA —. ¿Dónde está usted? ¿En la empresa de transportes?

Gruschkov dejó transcurrir un breve silencio.

—¿Dónde usted? —preguntó.

—Aquí fuera. ¿Ya ha llegado Jana?


Niet.
¡No nombres!

En efecto, habían acordado no mencionar jamás ningún nombre durante las breves llamadas telefónicas. Bueno, ¿y qué? De todos modos, ya daba igual, ¿o no?

—Lo siento —dijo Mahder, en tono apaciguador—. ¿Me va a dejar entrar, verdad? Me siento muy incómodo aquí fuera.

—¿Fuera?

—¡Joder, Gruschkov, estoy justo delante de la empresa de transportes! ¡Hay policías por todas partes, así que abra la puerta de una vez, maldita sea!

Algo se movió sobre la cabeza de Mahder, emitiendo un zumbido. Levantó la vista y vio el ojo de la cámara de vigilancia. Lentamente, la puerta se desplazó hacia un lado y Mahder se dirigió a toda velocidad a la nave, atravesando antes el patio interior. Esperaba ver el YAG emplazado en el exterior, pero Gruschkov lo había hecho entrar de nuevo, o quizá ni siquiera lo hubiera sacado al patio. El espejo adaptativo, situado sobre el trípode estático, había desaparecido de nuevo bajo la trampilla de la caja. ¿Habría llegado a disparar?

Eso era lo de menos. Él quería su dinero y lo quería rápido. Posiblemente Gruschkov pudiera pagárselo. Si el ruso le creaba problemas, Mahder se pondría pesado. No podía darse el lujo de esperar a Jana. Con un fuerte impulso, abrió de par en par la puerta y entró en la nave.

—Gruschkov, ¿dónde…?

En ese instante sintió algo frío apretado contra su sien.

—Tranquilo —dijo Gruschkov.

Mahder se quedó petrificado. Su valor se había esfumado de repente. El ruso mantenía el cañón de una pistola apretado contra su cabeza, mientras que, con la otra mano, cerró la puerta de un golpe. La mirada de Mahder recorrió la nave. El YAG no estaba en su lugar habitual, en el centro, sino que estaba emplazado cerca de la pared cerrada que daba al patio. Por lo visto, sí que lo habían movido, posiblemente del modo en que estaba planificado, y luego habían vuelto a introducirlo en la nave, moviéndolo todo lo necesario para poder cerrar las puertas.

Desde el otro lado le llegó un gimoteo. Había un hombre tumbado en el suelo. Mahder creyó que se trataba del editor.

Estaba vivo.

—Todo está bien, Gruschkov —dijo Mahder, todo lo tranquilo de que fue capaz—. No voy a hacer nada. Estaré tranquilo.

—¿Alguien contigo? —quiso saber Gruschkov.

—Estoy solo. Sólo quiero mi dinero y, luego, desaparecer. ¿Está bien así? Sólo mi dinero.

Gruschkov dio un paso atrás y bajó la pistola, pero se mantuvo apuntando todo el tiempo a Mahder.

—Esperar —dijo el ruso—. Esperar a Jana.

Mahder hizo un vehemente gesto afirmativo.

—Está bien, está bien. Esperar a Jana. Esperaremos a Jana. Yo estoy solo, Gruschkov, de verdad, puede dejar de amedrentarme. Aparte eso de una vez.

Gruschkov vaciló. Luego hizo un gesto de asentimiento y se colocó el arma en el cinturón. Mahder soltó un largo suspiro, se adentró unos pasos más en la nave y se giró hacia donde estaba el ruso.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Funcionó?

—¿Funcionó? —repitió Gruschkov como en un eco.

—¡Clinton!

Gruschkov hizo un gesto negativo con la cabeza. Los cristales de sus gafas brillaron.

—No funcionar —dijo.

Mahder tragó en seco. En realidad, no había esperado otra cosa, pero la certeza de que todo había salido mal sólo incrementaba su miedo. Los habían descubierto. Sabía Dios todo el despliegue que estaría realizando la policía.

—¿Y usted no puede entregarme mi dinero? —preguntó—. Tengo que desaparecer de inmediato.

—Dinero Jana —dijo el ruso.

Mahder suspiró. Luego se encogió de hombros. Tomarla con Gruschkov no le serviría de nada. La gente como él era demasiado para el irreprochable Martin Mahder, jefe del Departamento Técnico, cuya vida discurría por caminos previsibles hasta hacía medio año.

Esperar a Jana. Si es que Jana venía.

WAGNER

Las dos peores horas de su vida terminaron cuando vio a O'Connor salir del helicóptero. Parecía sostenerse de un modo torpe y tambaleante sobre sus piernas cuando caminó hacia ella a través de la pista. Tenía las manos vendadas, y su elegante traje mostraba unas manchas oscuras que muy bien podían ser de sangre. Fuera como fuese, su aspecto era el de alguien que había estado combatiendo durante tres
rounds
con Mike Tyson, pero sus ojos resplandecían como si hubiese ganado un campeonato de Nintendo.

Detrás de él, Lavallier saltó del helicóptero.

—Kika —dijo O'Connor.

En esas dos sílabas, el físico irlandés había conseguido encerrar toda una novela.

Esas breves sílabas le hablaban de beber whisky, de la modorra en la semioscuridad de una habitación de hotel, de universos extraños en el interior de unos viejos árboles. Declaraban obsoleta cualquier sensación de distanciamiento. Pero, sobre todo, no dejaban duda alguna sobre el hecho de que el telón de esta obra de teatro no caería tan rápidamente. Todo seguía teniendo vigencia, le decían esas sílabas. «Declaremos el acontecimiento como un estado perenne. Continuemos escribiendo la historia.»

O'Connor sonrió con sorna. Intercambiaron un beso fugaz. Un saludo no muy distinto a la despedida de aquella tarde. Había algo tranquilizador en ello, como si no hubiese ocurrido nada especial. Una continuación de lo pasado.

Ella le contó al físico lo de la agente de policía que le había salido al teléfono móvil. O'Connor enarcó las cejas.

—Eso no me lo dijo —dijo, consternado—. Por supuesto que te hubiese llamado de inmediato y luego me hubiese dedicado a salvar el mundo.

—Pensé que estabas muerto.

—¡Vamos, Kika! Estaba demasiado ocupado pensando en ti como para morir.

—Mientes —dijo Kika con tono alegre—. Estás de pena.

—Claro que miento. La mentira es la cortesía de los amantes. ¡Oh, la voz de América!

Hasta ese momento, Aaron Silberman se había mantenido en un segundo plano. Ahora se les unía con una sonrisa. O'Connor tomó su diestra, se la estrechó y se estremeció.

—Tenga cuidado con sus manos —le dijo Silberman, dirigiendo una mirada de escepticismo a los vendajes—. Pero ¿qué ha estado haciendo? Se parece usted a Boris Karloff en
La momia
.

O'Connor se encogió de hombros.

—Pues nada extraordinario —dijo el físico—. Estuve a punto de que me mataran, me despeñé desde un tejado y caí sobre un montón de vidrios rotos. Luego, Lavallier y yo estuvimos protegiendo un poco a Bill Clinton.

—Entiendo. La rutina de todos los días. O'Connor se rió. Caminaron juntos en dirección a la carpa VIP. Allí sólo había un puñado de hombres en uniforme, además de Bar y de otro comisario de la policía, llegado desde la central poco después de Wagner, quien había estado charlando con Silberman en la carpa durante el último cuarto de hora. Los diplomáticos japoneses y los representantes del Ministerio de Asuntos Exteriores habían abandonado el aeropuerto de inmediato, después de que Obuchi bajara sano y salvo de su 747 y se marchara. Ése había sido el último aterrizaje importante del día, según le habían contado a Kika, aunque, a decir verdad, no le habían contado mucho más. Lavallier caminaba a cierta distancia detrás de ellos. Eran ya las nueve pasadas. La zona bloqueada, destinada a la prensa, yacía desierta al otro lado. Algo más movida estaba la zona situada entre las carpas de la prensa y el punto de control. Wagner sabía, en esencia, que allí estaba teniendo lugar un control exhaustivo y que los periodistas iban abandonando la zona de uno en uno, todos con considerable retraso. En lo alto de la fachada de la nave antirruidos, había hombres con monos de trabajo que estaban ocupados en investigar un punto específico.

Wagner hubiese querido darle un beso a Silberman. El bloqueo de la autovía del aeropuerto había paralizado todo el tráfico. Justo después de que consiguiera localizar a Silberman por el móvil, presa de enormes preocupaciones, empotrada entre dos camiones de treinta toneladas y avanzando a rastras hacia el atasco definitivo, el convoy de Clinton salió por fin del aeropuerto. Lo primero que Silberman le aseguró al teléfono era que O'Connor vivía y estaba bien. De inmediato, el atasco perdió para ella todo su horror; de pronto, todo empezó a avanzar más rápidamente: habían levantado el bloqueo y el tráfico se normalizó. Casi coincidiendo con el aterrizaje del 747 japonés, Wagner llegó a la comisaría de policía del aeropuerto y, una vez allí, oprimió el botón que accionaba sus glándulas lagrimales. Después que el primer ministro japonés partiera rumbo al centro de la ciudad, ella había salido en un coche patrulla en dirección a la pista de estacionamiento. Había llegado cuando O'Connor y Lavallier ya sobrevolaban la ciudad. Silberman le había contado lo poco que sabía. Poseedor de un nombre en el mundillo de la prensa, en su condición de corresponsal de la Casa Blanca, había podido transmitir directamente desde la pista y, de acuerdo a lo planificado, debía seguir al convoy de coches en dirección al Hyatt. Sin embargo, los hombres de Bar le habían pedido que se quedara. Un deseo que el corresponsal había satisfecho de buena gana, con la esperanza de enterarse de cosas realmente interesantes. Luego, Bar y el segundo comisario echaron mano a las actas donde constaba que él y O'Connor habían concebido una osada teoría, durante una conversación acompañada de grandes cantidades de oporto, pero así y todo, los dos policías ignoraron con igual cortesía las corteses preguntas del corresponsal. El periodista se había enterado únicamente de que todavía no se había hallado ni rastro de Kuhn.

Con igual curiosidad, le preguntó luego a O'Connor si los dos habían tenido razón.

—¿No le han informado de nada? —preguntó el físico, perplejo.

Lavallier se acercó e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Ni revelaremos nada tampoco en el futuro. Lamentablemente, tendré que secuestrarles al doctor una vez más —añadió con la mirada vuelta hacia Wagner y Silberman—. La PPK tiene que tomarle declaración.

—¿Otra vez? —preguntó O'Connor al tiempo que fruncía el ceño—. ¿No podemos irnos a casa de una vez?

—Usted ya ha hablado con nosotros —dijo Lavallier—. Normalmente tendría que transferirle a la PPK; su papel en todo esto ha sido hasta ahora más que dudoso. Alégrese de que haya venido a vernos a nosotros.

—Lavallier, poco a poco se me está convirtiendo usted en un estorbo.

—Me alegra no dejarlo indiferente.

O'Connor hizo una mueca.

—¿Puedo estar presente? —preguntó Wagner.

Lavallier negó con la cabeza.

—Eso iría contra las normas.

Ella le sonrió amablemente.

—Espero que pueda usted conciliar con las normas que nos devuelvan a O'Connor lo más pronto posible.

—Oh, sí, lo harán —la tranquilizó O'Connor y le dio un beso—. Si son tan rápidos en esto como a la hora de esclarecer determinadas fechorías, ya puedes ir alquilando una habitación en el Holiday Inn.

—¿Ah, sí? —Lavallier esbozó una sonrisa torcida—. ¿Percibo acaso cierta ironía en lo que dice, estimado doctor?

—De ningún modo. —O'Connor agarró amablemente al comisario por los hombros y pasó con él a la carpa—. Hace mucho tiempo que perdí el hábito de ser irónico. No vale la pena. Cada vez que creo estar siendo irónico, más tarde todos me aseguran que sólo había estado describiendo la realidad.

JANA

Le había llegado su turno.

Dio por terminada su charla con un grupo de periodistas del sexo masculino, los cuales, por lo visto, se sentían muy a gusto charlando con ella. Nadie en la carpa sabía lo que estaba ocurriendo. Las fuerzas policiales se mostraron corteses y se disculparon varias veces por el procedimiento. Decían que los americanos habían solicitado en el último momento realizar un chequeo exhaustivo en el momento de abandonar la zona. ¿Algún incidente extraordinario? No había ocurrido ninguno. Era sólo la mentalidad de los americanos en cuestiones de seguridad. El trauma de Dallas. Ya se sabía.

—No sé —le dijo Fetzer, el periodista del
Express,
cuando ella salió. Estaba de pie junto a la entrada de la carpa, apoyado en una mesa y moviendo un vaso de agua mineral entre sus dedos—. Una rutina un poco rara, ¿no le parece? Los americanos siempre hacen lo que les da la gana.

—¿Y quién dice que es a los yanquis a los que les debemos esta espera?

—¿A quién, si no? Es típico de ellos.

—Sí. —Jana se detuvo y se encogió de hombros—. Los yanquis son raros de por sí; vigilan a su presidente más que los ingleses las joyas de la Corona.

—Sí, pero Clinton se ha marchado hace rato. ¿Qué pretenden de nosotros?

Jana hizo un gesto como si tuviera que pensárselo.

—Quizá solo quieran estar seguros —dijo—. A partir de mañana se anuncian varios baños de multitudes y esas cosas. No viene mal mirarnos a todos con lupa una vez más.

Fetzer, el periodista, enarcó las cejas y la miró con gesto de duda.

—Usted sí que es comprensiva.

Jana le dio vueltas al chicle dentro de su boca.

—De eso nada —dijo—. Sólo deseo salir de aquí.

Jana siguió al funcionario de policía a través del césped. Otros policías, algunos con chalecos antibalas, estaban repartidos por toda el área. Había casi más policías que periodistas.

—Esto me parece una mierda —dijo cuando entró al barracón. Dentro la esperaban dos hombres y una mujer de uniforme y otra vestida de civil.

—¿Qué le parece una mierda? —preguntó uno de los policías.

—Pues, todo esto.

No estaba nada mal acalorarse un poquito. Seguramente estarían buscando a alguien que intentara pasar del todo inadvertido. Ella no les haría ese favor.

—Nosotros tampoco podemos hacer nada —dijo otro funcionario con cierto tono de lamentación, un hombre de mayor edad—. ¿Ha hecho usted alguna foto?

—¿Qué otra cosa iba a hacer?

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