Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (23 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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Sin embargo, Flamel no tenía los conocimientos precisos para poder entender el libro; de hecho, ni siquiera podía leerlo. Sin dudar y haciendo acopio del escaso dinero del que disponía, decidió aprender todo lo necesario para poder resolver el enigma de la extraña obra del judío y a este fin consagró su vida. Tras viajar a España, donde intentó aprender hebreo, marchó luego a Italia y se estableció un tiempo en Bolonia, en donde aprendió los rudimentos del arte de la mano del maestro Canches, convirtiéndose en un notable alquimista, hasta conseguir, el 17 de enero de 1382, transformar media libra de mercurio en plata, y hay quien afirma que fue capaz unos meses más tarde, el 25 de abril, de transformar otra media libra de mercurio en oro.

Lo que sí es cierto es que tras tener unos difíciles comienzos como escribiente en una notaría, pasó más tarde a ser librero jurado, pero también poeta, pintor, matemático y alquimista, cambio esencial en su vida, pues a partir de ese momento su fortuna comenzó a subir, hasta disponer de una gran riqueza, impropia de un simple comerciante. Tanto él como su mujer Perenelle aparecen en varios documentos que demuestran que gastaron considerables sumas en hacer el bien, pues edificaron hospitales y ayudaron a los pobres y a la Iglesia, si bien su ego debió de crecer tanto como su riqueza, pues también es cierto que repartió por doquier retratos suyos y unas curiosas estatuas acompañadas de un escudo o de una mano, con un escritorio en forma de armario. En una de sus obras,
El libro de las Figuras Jeroglíficas
, se esconde oculto el enigmático proceso que permite lograr la Gran Obra, pues se afirma que llegó a lograr descubrir la piedra filosofal.

No hay duda de que el rey Carlos VI de Francia le contrató para suministrar oro a la reserva monetaria del reino, algo que no sólo no puso nervioso al gran Flamel, sino que aceptó encantado. Para entonces era ya un personaje muy popular y respetado en París y disponía —con independencia de que lograse la transmutación de la materia— de una notable fortuna.

Murió el 22 de marzo de 1418 y fue enterrado en la iglesia de Saint-Jacques-La Boucherie, aunque su entierro, meticulosamente preparado, está envuelto en el misterio. J. Sadoul, un escritor que se ocupó de la vida de Flamel, dice que en el siglo XVII, un viajero francés llamado Paul Lucas, escribió en la crónica de sus aventuras por Asia lo siguiente:

En Barnus-Bachi sostuve una conversación con el devis de los uzbecos sobre filosofía hermética. Este levantino me dijo que los verdaderos filósofos conocían el secreto de guardar mil años su existencia y preservarse de todas las enfermedades. Por último yo le hablé del ilustre Flamel y le hice observar que el hombre había muerto a despecho de la piedra filosofal. Apenas cité este nombre, se echó a reír de mi simplicidad. Comoquiera que yo le había dado crédito a cuanto había dicho, me asombró extraordinariamente su actitud dubitativa ante mis palabras. Al advertir mi sorpresa, me preguntó con el mismo tono si era tan ingenuo como para creer que Flamel había muerto. Y agregó:

—No, no. Usted se equivoca. Flamel vive todavía; ni él ni su mujer saben aún lo que es la muerte. Hace tres años escasos los dejé a ambos en la India; es uno de mis mejores amigos.

Vlad Tepes, el hijo del diablo

En 1899, el escritor irlandés Bram Stoker concibió
Drácula
, su obra inmortal basada en la figura histórica de Vlad Draculea, un paladín de la cristiandad que opuso una férrea resistencia desde su tierra valaca a los invasores turcos. Stoker, desde luego, dio tal rienda suelta a su imaginación que aquel héroe del siglo XV acabó convirtiéndose en todo un príncipe de las tinieblas, vampiro sobrenatural y seductor de apetitosas jovencitas que no sentían ningún pudor a la hora de ofrecer sus níveos cuellos. Son las licencias que en ocasiones nos permitimos los contadores de historias. Sin embargo, la vida de
El Empalador
, como así se le empezó a denominar un siglo más tarde de su muerte, no estuvo exenta de fuertes emociones ni de sangre derramada en estacas castigadoras.

Nacido en 1428 en Sighisoara, lugar sito en la Transilvania rumana, fue primogénito y heredero de Vlad, un príncipe rumano de cruel condición que, al parecer, había sido iniciado en una hermandad secreta llamada «del dragón». De ahí, el apelativo
dracul
que luego heredaría su hijo de idéntico nombre. Otros investigadores opinan que el sobrenombre le fue impuesto por los habitantes de sus dominios, muy acostumbrados a las acciones terribles de su amo. En consecuencia, le habrían llamado de esa manera al significar en lengua vernácula rumana «diablo». Y como el sufijo
ea
significa «hijo de», nuestro protagonista fue un perfecto hijo del diablo. En 1448 ocupó el trono de Valaquia tras la ejecución sangrienta de su padre a manos de sus enemigos políticos y, desde entonces, propagó un mensaje de terror despiadado que, por otra parte, no era disonante con otras monarquías cristianas o musulmanas de la época. Lo que verdaderamente hace que este personaje trascienda a su propia historia es, sin duda, su batallar contra los otomanos, los cuales amenazaban con un peligro más que real la propia existencia de toda Europa central.

Al poderoso sultán otomano Muhammad II no le tembló el pulso a la hora de tomar Constantinopla en 1453; con ello se puso fin al Imperio Bizantino y de paso a la Edad Media. No obstante, la fuerza militar de la «Sublime Puerta» topó bruscamente con la leyenda del príncipe Vlad Draculea.

El castillo de Brasov se yergue todavía desafiante en las estribaciones de los Cárpatos. Vlad Tepes sólo pasó algunas jornadas en él, pero su aspecto imponente lo ha convertido en el símbolo de la Transilvania misteriosa.

Vlad fomentó la afición a ensartar en un palo afilado a todos sus oponentes, bien fueran cristianos o de la media luna; en eso no hizo distingos. Primero actuó dentro de las fronteras de su reino ajusticiando a todos aquellos que habían participado en la conjura contra su padre, luego se cebó con los desafectos a su causa y, finalmente, con cualquier hijo de vecino que no le cayera en gracia. Su ira misántropa se canalizó después hacia los atacantes turcos, convirtiéndose en un incontenible ariete contra ellos. Aunque bien es cierto que en su afán por conservar el poder no tuvo escrúpulos a la hora de aliarse con unos y otros siempre que el acuerdo le pudiese beneficiar. En todo caso, se mostró reacio a pagar los tributos impuestos por el sultán Muhammad II, planteándole una guerra de guerrillas que estuvo a punto de sojuzgar el ánimo otomano por las reiteradas derrotas sufridas y por la crueldad extrema del caudillo militar valaco con los prisioneros capturados. El propio gobernante musulmán retiró sus tropas de aquel escenario macabro, afirmando: «No se puede combatir en el infierno». En ese sentido, famosos fueron sus bosques de empalados, de los que llegó a presumir en una carta enviada al rey húngaro Matías Cervino y en la que le explicaba que los cuerpos de veinticuatro mil enemigos habían sido clavados en afiladas puntas de madera, eso sin contar innumerables víctimas quemadas por sus hombres en sus propias casas. La bravura demostrada por Draculea llegó a amenazar la flamante Estambul, ciudad de la que huyeron miles de habitantes por miedo a verse en manos del sanguinario guerrero. Su táctica guerrillera acabó desquiciando a los musulmanes, los cuales, aunque varias veces superiores, no fueron capaces de derrotarle durante interminables meses. Finalmente, las argucias del líder turco consiguieron que Tepes diera con sus huesos en cárceles cristianas durante más de doce años. Desde 1462 a 1475, distrajo su tiempo a la sombra empalando ratones y pajarillos, mientras que su hermano Randu
el Hermoso
se convertía en un gobernante títere de Valaquia al servicio de los otomanos. El 10 de enero de 1475, Vlad había recuperado la libertad y se le pudo ver luchando al lado del príncipe transilvano Esteban Bathory en la célebre batalla de Vaslui, librada contra los turcos. Con el tiempo, obtuvo crédito suficiente para volver a ocupar el trono que por legitimidad le pertenecía. Ocurrió en noviembre de 1476, aunque semanas más tarde sufrió una emboscada turca, muriendo en ella junto a doscientos hombres de su guardia personal. La cabeza de Vlad Draculea fue llevada a Estambul, donde quedó expuesta en sus murallas para tranquilidad de los trémulos ciudadanos. Nunca sabremos si probó la sangre humana, lo único cierto es que una de sus mayores distracciones era la de cenar frente a centenares de agonizantes empalados, así como teñir las murallas de sus castillos con el líquido vital de los oponentes. De ahí, posiblemente, vino la terrible aureola vampírica y su presunto desapego de la fe cristiana en beneficio de viejas prácticas paganas. Pero eso es sólo una supersticiosa leyenda. ¿O usted no lo cree así?

El conde de Saint Germain

«Es el hombre que nunca muere y que todo lo sabe.» Así le definía Voltaire en una carta dirigida a Federico el Grande.

Se estaba refiriendo al conde de Saint Germain, que dejó asombrados a todos aquellos que le conocieron en el siglo XVIII. ¿O habría que hablar también de otros siglos?

La primera referencia a un personaje con ese nombre procede de Viena, a mediados del siglo XVIII, en concreto en 1758. Los que le vieron le describen como un hombre que rondaba la treintena y visitaba los salones más elegantes de la ciudad. Claro que esto no se corresponde con su fecha de nacimiento oficial, puesto que si nació un 26 de mayo de 1696, como aseguran algunos de sus biógrafos, por esta época debía de tener unos 62 años. Algo no cuadra.

Antes de esa fecha parece que está en Escocia, en Alemania, en Austria y hasta en la India, donde iría para estudiar alquimia. Los nombres que elegía eran de lo más variopintos: marqués de Montferrat, marqués de Aymar, conde Bellamare, caballero de Schoening, Zanonni…

En Viena, ya con el nombre de conde de Saint Germain, se encontró con el mariscal francés de Belle Isle, al que curó ciertas dolencias y contó mil y un proyectos que tenía en mente. Fue más que suficiente para que fuera su mecenas y se lo llevara consigo a París, donde puso a su disposición un completo laboratorio para que realizara sus experimentos alquímicos.

Tuvo un encuentro con la condesa de B., a la que Saint Germain dijo que la había conocido de niña. La condesa mostró su extrañeza diciendo que si el conde decía la verdad ahora debería tener unos cien años y no los cuarenta que aparentaba. El conde salió con una de sus frasecitas diciéndole que tal circunstancia no era imposible y se marchó del salón sin mediar más palabra. Este tipo de anécdotas son las que acrecentaban su fama de enigmático. Siempre comía solo. Poseía también reputación de curandero: además de curar al mariscal de Belle Isle, revivió a una joven amiga de Madame de Pompadour, cuando un envenenamiento causado por setas casi la lleva a la tumba. Sin olvidarnos de su brillante conversación, en la que intercalaba frases donde afirmaba que era inmortal y que existía desde hacía dos mil años gracias a un elixir de su propia invención. Y llegaba más lejos al decir a sus amigos que había conocido a la Sagrada Familia, que había estado presente como testigo en las bodas de Caná y que «siempre supo que Jesucristo tendría un mal final». Es de imaginar las bocas abiertas y los rostros ensimismados de sus contertulios. Hasta insistía en que él mismo, con otro nombre, se empeñó en canonizar a Ana, la madre de la Virgen, durante el siglo IV.

Conseguía lo que pretendía: que se hablara de él, que fascinara con su cultura, que se le criticara por los pasillos. El escritor Horace Walpole hace referencia a Saint Germain en una carta dirigida a sir Horace Mann, donde le dice que es un músico maravilloso, aunque éste no es su verdadero nombre y que estaba loco.

A través de Madame de Pompadour conoce al rey Luis XV Empezó a desgranar sus dotes artísticas (pintaba cuadros, tocaba el piano y el violín) y diplomáticas (hablaba más de quince idiomas, incluido el español). La confianza llegó a tanto que en 1760 el monarca encomendó a Saint Germain la misión de viajar a La Haya para negociar un empréstito destinado a sufragar los gastos militares del país. Allí se encontró con Casanova, con el que tuvo algún que otro problema. Por ejemplo, el incidente de la moneda de doce centavos. Saint Germain la expuso a una llama y cuando se enfrió se la dio a Casanova, para que éste comprobara que era de oro puro. Éste manifestó sus dudas y le acusó de haber dado el cambiazo. El conde entonces contestó: «El que duda de mis conocimientos no merece hablar conmigo», y le mostró la puerta de salida. Y no menos virulentos fueron sus encontronazos con el duque de Choisel, quien le acusó de servir a sus propios intereses en lugar de a los de la corona.

Tras recalar en Inglaterra, fija su residencia en Holanda, adoptando el nombre de conde de Surmont, de oficio alquimista con una renta de cien mil florines, toda una fortuna para la época. Su manía por viajar y por cambiar de nombre, aunque no de personalidad, fue constante. En Bélgica será el marqués de Monferrat y en Rusia, adonde llega en 1768 para permanecer dos años, se hará llamar general Welldone, nombre extravagante que significa ’bien hecho’ en inglés. Lo de conde, duque o general le debía de parecer poco, así que en Nuremberg aparecerá bajo el nombre de príncipe Rakoczy, de donde tuvo que huir en 1776.

Se presentó en Leipzig ante el príncipe Federico Augusto de Brunswick declarando que era francmasón de cuarto grado. Lo malo es que Federico Augusto era gran maestre de las logias masónicas de Prusia y comprobó que Saint Germain no era quien decía ser. En su peregrinaje llega en 1779 a Eckenförde, en Prusia, situado en Schlewig, un minúsculo Estado alemán. Tenía entonces más de setenta años (aunque esto de la edad es muy relativo) y convence al príncipe Carlos de Hesse-Cassel para que le contrate en su laboratorio, en Silesia. Una jubilación o una tapadera, hasta que el 27 de febrero de 1784 fallece, oficialmente, en la residencia del príncipe. Éste quema todos sus papeles y allí es sepultado bajo un epitafio que dice: «Aquel que se hizo llamar conde de Saint Germain y Welldone, y sobre el que no existen otras informaciones, ha sido enterrado en esta iglesia».

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