Enigma. De las pirámides de Egipto al asesinato de Kennedy (25 page)

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Authors: Bruno Cardeñosa Juan Antonio Cebrián

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La tumba de Alarico

En uno de los capítulos fundamentales del mundo antiguo, los godos occidentales quedaron unificados en el año 395 d.C. bajo el mando del joven rey Alarico, un líder de apenas veinticinco años dotado del empuje y la inteligencia suficientes como para asediar a la potencia más importante de aquel tiempo brumoso y decadente. Los godos mantuvieron una relación difícil con los orgullosos romanos, y lo que empezó siendo alianza para eventuales guerras, acabó convirtiéndose en un terrible enfrentamiento entre ambos pueblos.

En agosto de 410 d.C., los visigodos pusieron en jaque la supremacía del Imperio Romano en Occidente. El asalto y posterior rapiña de Roma a cargo de Alarico y sus ejércitos hizo pensar que el germano sería el primer emperador bárbaro de la historia romana. Fue una semana de terrible recuerdo para los latinos, ya que no sólo sufrieron la humillación de ser vapuleados por el emergente poder extranjero, sino que también tuvieron que resignarse con la pérdida de incalculables riquezas como la famosa Mesa del rey Salomón o el menorhat, el candelabro judío de siete brazos, ambas reliquias expoliadas del legendario templo de Jerusalén por las legiones de Tito en el siglo I d.C.

Alarico, crecido por su éxito, mantuvo una incontestable ofensiva sobre el sur peninsular italiano. El ejército visigodo fue devastando todos los territorios que encontraba a su paso, Campania, Apulia y Calabria son ejemplos de la crueldad con la que se emplearon los bárbaros. Pronto llegaron a Cosenza, ciudad que como otras no supondría el más mínimo problema para los atacantes, pero cuando ya habían sitiado la ciudad, la fatalidad visitó el campamento godo. Alarico en esos días estaba nervioso y alterado, sus propósitos de invadir África se habían truncado por una tremenda tempestad que había desarbolado y hundido casi toda la flota que, a tal fin, se encontraba anclada en Sicilia.

Quiso el destino que Cosenza fuera la ciudad que viera morir al gran caudillo visigodo. Muchas fueron las leyendas que circularon tras su fallecimiento: unas dirían que murió ahogado en medio de una tempestad cuando se dirigía al norte de África, otras que, temeroso de la revancha romana sobre su pueblo, fingió su muerte con el propósito de salvar a los suyos. Lo cierto es que al carismàtico líder lo único que pudo derribarle fue la enfermedad y ésta llegó en forma de malaria. En medio de fiebres y convulsiones murió el primer monarca del linaje balto y héroe eterno de los visigodos. Aquella tribu que inició su camino siglos antes siguiendo a una pléyade de linajes más o menos nobles, ahora rendía culto y lloraba por el único rey al que habían sido capaces de seguir. No le fallarían en su último momento. Sus generales decidieron que el cadáver no debería caer en manos del enemigo y para ello idearon un plan destinado a ocultar para siempre la tumba de su jefe. Miles de esclavos fueron conducidos al cauce del río Busento. Allí trabajaron durante varias semanas hasta que consiguieron desviar su curso mediante una enorme obra hidráulica, consistente en la construcción de un canal y su consiguiente muro. Una vez terminado el trabajo, comenzaron los rituales mortuorios. Los obreros cavaron una profunda fosa en el lecho del río. Dentro del sepulcro situaron el cadáver del rey acompañado por lo que la leyenda estima un inmenso tesoro que nadie intentó cuantificar. Finalizada la operación, los generales visigodos ordenaron derribar el muro de contención para que el Busento ocupara nuevamente su cauce natural. La escena debió de ser muy impactante, casi bíblica. El acto terminó cuando los soldados asesinaron a todos los esclavos que habían participado en la obra para que nadie jamás pudiera desvelar el sitio exacto donde descansaba el cuerpo de Alarico.

Hoy en día si visitamos la ciudad de Cosenza podemos encontrar un recuerdo material del episodio: el puente de Alarico suspendido sobre el río Busento entre las iglesias de San Domenico y San Francesco de Paola, en el punto preciso donde se cree que yacen cuerpo y tesoro.

Miles de visigodos se vieron privados de su rey y esa noticia les desmoralizó, sobre todo si pensamos que en el norte los romanos se estaban organizando para dar respuesta vengadora de tanta tropelía cometida por los invasores. Tenían que tomar una decisión, la supervivencia de su pueblo estaba en juego, lejos quedaba el sueño imperial. Fue entonces cuando los guerreros volvieron su mirada sobre alguien que había acompañado al caudillo desde el primer momento. Éste no era otro sino el príncipe Ataúlfo, cuñado y casi hermano de Alarico. Cumpliendo con la costumbre germana, los hombres golpearon sus armas contra los escudos mientras gritaban el nombre del elegido. Todo fue muy rápido, pues la historia de los godos así lo demandaba. Nunca sabremos si el botín capturado en Roma realizó el viaje junto al pueblo visigodo en su transitar hacia las Calías o, más bien, se quedó acompañando el sueño eterno de aquel que logró unificar al pueblo más civilizado de los bárbaros.

La tumba de Atila

A principios del siglo V d.C., los hunos, un pueblo escita de origen asiático, provocaron la consternación y el miedo por los campos de Europa occidental. En ese tiempo, el Imperio Romano se había fracturado en sus mitades oriental y occidental y ambas recibían la inclemencia de los bárbaros. Los augures pronosticaban el fin de los tiempos y, a estos presagios, se sumaron catástrofes naturales como terremotos, inundaciones y sequías prolongadas. Todo parecía abocado al cataclismo y, para más saña del destino, surgió la figura de Atila. Nacido en la Panonia rumana en 395 y elevado a la categoría de emperador de su pueblo en 440 d.C., su ferocidad y conocimientos estratégicos fueron un arma implacable para sus enemigos, los cuales le denominaron
el azote de Dios
. Sus hordas llegaron a plantarse ante las puertas de Roma y sólo el botín y la superstición salvaron a la ciudad eterna de ser destruida. Atila parecía llamado a poner punto y final al imperio más poderoso del mundo antiguo. Sin embargo, la enfermedad y los excesos de una vida disoluta frenaron bruscamente sus ansias de poder. Y todo fue a suceder en la noche de bodas junto a su flamante esposa, una princesa bactriana de inmensa belleza que, por capricho del destino, se convirtió en testigo privilegiado de la muerte de uno de los líderes más terroríficos de la historia.

Atila se preparaba con ilusión para las nupcias. Ildico, mientras tanto, lloraba amargamente la muerte de su padre y hermanos por la espada de los hunos, temerosa ante el incierto horizonte que se le planteaba. Era el 15 de marzo del año 453.

Ildico fue vestida para la ocasión y esperó resignada el momento de la culminación del matrimonio. Atila entró en la tienda real dispuesto para cobrar una presa más en su vida de cazador, pero, en ese momento, la enfermedad y una larga lista de excesos hicieron del predador una víctima. La joven contempló horrorizada como de la nariz y boca de su esposo comenzaban a manar abundantes ríos de sangre, haciendo retorcer al que, minutos antes, era un orgulloso y altivo emperador. Finalmente, tras unos minutos de agonía, murió ahogado en su propia sangre. Un episodio que, por cierto, no era la primera vez que se producía, lo que motivó que, al día siguiente, Ildico no muriera a manos de los lugartenientes de Atila, conocedores del mal que aquejaba a su líder.

Sobrecogidos por el dolor, los hunos comenzaron los preparativos para despedir al que había sido el personaje más temido de su tiempo. Cuenta la leyenda que el cuerpo de Atila fue enterrado en tres ataúdes: uno de hierro, otro de plata y el último de oro puro. Algunos guerreros de su guardia personal se ofrecieron voluntarios para buscar un lugar seguro en el afán de que nadie descubriera jamás la tumba de Atila. Estos fieles custodios, junto a sus mejores generales, se suicidaron gustosos para que no se desvelara el misterio. El sepulcro de Atila, como el de tantos otros líderes de la Antigüedad, todavía no se ha descubierto, aunque son muchos los investigadores que andan involucrados en el empeño. Según estas averiguaciones, podemos deducir que la última morada del bárbaro bien pudo ubicarse en algún lugar entre Rumania y Bulgaria, siguiendo la costumbre de los viejos pueblos nómadas asiáticos, por la cual los cadáveres pertenecientes a los notables de la tribu debían regresar a sus territorios ancestrales.

La noticia sobre el fallecimiento inesperado de Atila recorrió como la espuma pueblos y ciudades de la desolada Europa. Por fin el diablo había sido destruido y la hierba volvería a crecer con fuerza para ver cómo el Imperio Romano de Occidente consumaba su decadencia con la tragedia de la desaparición. En Roma y en Constantinopla, las campanas tocaron como signo de alegría y agradecimiento a Dios. Sin embargo, en el campo de los feroces guerreros hunos, el desconcierto hizo presa entre los otrora temibles demonios y, con más prisa que pausa, éstos no tardaron en desarbolar el imperio que había permanecido vigente trece años, gracias al empuje de su fundador.

El testamento de Atila no fue cumplido, sus hijos pronto se enzarzaron en disputas y guerras y los aliados deshicieron pactos anteriormente firmados bajo el temor de Atila. Los hunos ni siquiera fueron capaces, ante la falta de un líder claro, de permanecer como entidad étnica, entroncándose con las diferentes tribus germánicas y eslavas. Hoy en día es prácticamente imposible encontrar un solo vestigio, por pequeño que sea, del imperio más odiado y temido de todos los tiempos.

Don Rodrigo

Entre el 19 y el 26 de julio del año 711, se libró una de las batallas decisivas de la Historia de España. Tras varias jornadas de lucha, el ejército visigodo, formado por los espartarios y gardingos del rey Rodrigo, sus nobles y sus siervos armados, combatió sin descanso contra los extraños guerreros de piel atezada que apenas unos meses antes habían desembarcado en la Bética.

La mayor parte de los historiadores está de acuerdo en que en un momento dado de la batalla los partidarios de los hijos de Witiza abandonaron la lucha o se pasaron al enemigo, desestabilizando y hundiendo la línea de batalla visigoda. Al desconcierto siguió el desmoronamiento de las defensas del ejército de don Rodrigo, que desapareció en la batalla mientras su ejército se desperdigaba. No obstante, una parte considerable logró retirarse en relativo orden y pudo presentar de nuevo batalla a Tariq en Écija pocas semanas después, donde los desmoralizados visigodos sufrieron una derrota definitiva, aunque en esta ocasión infligieron graves pérdidas a los guerreros árabes y bereberes. En cuanto a los hijos de Witiza y sus partidarios, su traición no les dio la corona que ambicionaban, y un miserable pago en tierras fue el premio recibido. Probablemente vivieron bien, rodeados de todo lo que el dinero puede comprar, pero es poco probable que olvidasen que por su culpa y la ambición de los nobles que les apoyaban se perdió para siempre el reino de sus antepasados.

Sobre el rey Rodrigo se tejieron de inmediato todo tipo de leyendas que pasaron a la tradición mozárabe y a la de los cristianos que resistían en las montañas de Asturias y Cantabria. Para muchos Rodrigo falleció en la batalla y jamás fue hallado su cuerpo, aunque sí algunos restos de sus ricas ropas. Dicen que fue visto por última vez montado en su caballo luchando ferozmente y que, desmontado y tal vez herido, murió ahogado en un río en el momento culminante de la batalla. Las dudas sobre su muerte provocaron el nacimiento de toda dase de leyendas sobre cómo falleció y el lugar en el que fue enterrado. Una de las más conocidas se encuentra en la provincia de Huelva, en una pequeña aldea minera, Sotiel Coronada, en el término municipal de Calañas, en Andévalo. En la margen derecha del río Odiel hay restos de explotaciones mineras al menos desde la época romana. No muy lejos del río hay dos pequeñas ermitas en una bonita zona llena de pinos y eucaliptos. Una de ellas guarda una imagen de Nuestra Señora Coronada, patrona de Calañas, en tanto que la otra la tiene de la Virgen de España, a la que los vecinos de Beas, un pequeño pueblo de la zona, le dedican una romería en mayo, asegurando que se alza sobre el lugar en el que se refugió y murió, como resultado de las heridas de la batalla del Guadalete, Rodrigo, el último rey de los godos.

Sin embargo, la más conocida de las leyendas cuenta que don Rodrigo logró escapar con vida del Guadalete y que llegó hasta Mérida, desde donde partió con rumbo a Astorga siguiendo el cauce del río Alagón por Las Hurdes, todo muy cerca de la Sierra de la Peña de Francia, siendo alcanzado por los invasores en Segoyuela de los Cornejos, donde libró la que iba a ser su última batalla, pues en ella encontró la muerte. Una versión de esta historia afirma que fue enterrado en la propia Sierra de Francia, en tanto que otras aseguran que fue enterrado en Viseo, lo que enlaza con una vieja tradición recogida en las antiguas crónicas del reino de León, en las que se afirma que cuando Viseo fue repoblada en el año 868, tras haber sido arrancada de manos de los musulmanes, se encontró una lápida que decía «Aquí yace Rodrigo rey de los godos» (
Hic requiescit rodericus rex gothorum
).

Para historiadores como Sánchez Albornoz, que niegan que se librara batalla alguna en Segoyuela de los Cornejos, es sin embargo posible que el rey Rodrigo fuese enterrado en Viseo, tal vez su lugar de nacimiento, y a donde habría sido llevado su cadáver por sus
fideles
al término de la batalla del Guadalete. Esta costumbre estaba al parecer bastante extendida entre los nobles visigodos y cita el ejemplo de un guerrero caído en combate contra los vascones en el siglo VII y llevado a enterrar por sus hombres a Villafranca, en Córdoba, de donde al parecer era originario.

Sin embargo, a pesar de la existencia de diversas versiones sobre su muerte, nunca hubo en España un sebastianismo como el portugués, ni con la muerte de Rodrigo se tejió una leyenda similar a la de Arturo. Jamás esperaron los descendientes de los visigodos que su rey perdido regresase para restaurar el orden de la monarquía de Toledo. La casi fanática fidelidad de los cristianos de las primeras décadas de la Reconquista fue consagrada al reino de los godos, a
Spania
, a la tierra que había que arrancar de manos de los
caldeos
, pero nunca a su perdido soberano. Para los witizianos, masivamente convertidos al islam, Rodrigo fue un traidor que usurpó el reino y trajo su ruina; para los mozárabes, el culpable de la pérdida de España y de la llegada de una era de penurias y oscuridad; y para los cristianos de las ásperas montañas del norte, un rey acosado por el infortunio, dueño de un nombre maldito que jamás debería llevar un rey cristiano de ningún reino de las
Españas
hasta que llegase el fin de los tiempos —así ha sido hasta ahora—. Todo esto cambiará cuando en el incierto y remoto futuro se recuerde la vieja leyenda de los guerreros castellanos recogida en los
carmina maiorum
, los cantos de batalla entonados por los descendientes de los visigodos en los feroces y sombríos primeros siglos de la Reconquista, que decían: «Un Rodrigo perdió España, otro la salvará…».

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