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Ana cumplió su promesa. Al día siguiente, cuando fui a ver a mi madre, me dijo que había estado allí. No sé dónde habrá dejado el perro, dijo. Está muy sola, ¿no te parece que está muy sola? Le he dicho que saliera a fumar porque la he visto nerviosa. Esto mío le ha afectado.
Desde que estaba en el hospital mi madre no se enfadaba como antes y sentía compasión por los demás. Había llegado a un punto en que el propio dolor de verse enferma compensaba el dolor que sentía por la pérdida de Laura. Fue entonces cuando pensé que estaría bien hablar con Ana sobre si pasar o no pasar página con Laura, tener una tercera opinión aparte de la de mi padre y el doctor Montalvo. Por lo menos ella sabía que yo lo sabía y no tendría que explicarle absolutamente todo.
Desde luego, Ana era mejor amiga de mi madre de lo que imaginaba: no sólo le hizo compañía en el hospital, sino que cuando llegué a casa por la noche me encontré, al entrar en el salón, la mesa de caoba preparada con dos platos, una fuente de ensalada y dos hamburguesas. También había una botella de vino, que no era nuestra. De la cocina venían voces de mujer y de hombre. De mi padre y de alguien más. De mi padre y de Ana con la voz joven, no la voz de hierro oxidado con que me había hablado por teléfono. Recorrí el pasillo y entré en la cocina. Mi padre estaba sentado con los codos apoyados en la mesa de roble y Ana terminaba de fregar los platos. No se había quitado la pulsera de oro de pequeños colgantes de la suerte, que goteaban espuma, ni los anillos de los dedos meñique y anular, por lo que el estropajo en su mano no parecía un estropajo.
—Os he hecho algo de cena —dijo nada más verme—, seguro que con el disgusto no os acordáis de comer.
Llevaba una falda de ante color cámel hasta la rodilla que se le ajustaba al culo y a los muslos como un guante. También llevaba una camisa azul clara anudada a la cintura. Y el ir descalza —debía de haber dejado los zapatos en el vestíbulo— la envolvía en una sensación de desnudez total. El pelo le había crecido un poco y le caía sobre la frente y las orejas; las hebras plateadas bajo el fluorescente de la cocina daban la impresión de redecilla de plata auténtica. Se había pintado los labios del rojo mate que usaban las actrices antiguas cuando no se había inventado el brillo en el carmín. Daban ganas de querer parecerse a ella.
Le pedimos que se quedara con nosotros, ella también tendría que cenar, pero declinó la invitación: había dejado solo a
Gus
y, sobre todo, se notaba que quería dejarnos solos para que habláramos de nuestras cosas sin una intrusa delante. Recta, sin inclinar la espalda siquiera, metió los pies en los zapatos, cogió el bolso y se subió el cuello de la camisa por la parte de la nuca, lo que la hacía más alta, más esbelta, más elegante. Mi padre y yo nos quedamos mirando cómo abría la puerta y se marchaba.
Nos sentamos a cenar. Mi padre se había traído su cerveza de la cocina y ninguno hicimos el más mínimo gesto de abrir la botella de vino de Ana. Mi padre miró la etiqueta, frunció los labios en señal de aprobación y la guardó en el aparador.
—La abriremos cuando salga Betty.
Luego comentamos lo buena gente que era Ana mientras masticábamos despacio, sin gana, aunque había que reconocer que la ensalada estaba rica y la hamburguesa tierna y sabrosa. Había traído un vinagre especial en una botella muy bonita, con una rama de tomillo dentro, y la había dejado en la cocina, lo que me producía una sensación agridulce.
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Yo solía ir a ver a mi madre al mediodía, cuando los clientes estaban comiendo en su casa o en la oficina, dependía de dónde pasaran la vida, o me acercaba por la mañana temprano para hablar con los médicos. Me pasaba los días subiendo y bajando las escaleras del metro y subiendo y bajando en ascensores. Mi madre me dijo que estaba más delgada y más guapa. Todo va bien, mamá, le contestaba. ¿Por qué le diría que todo iba bien? Todo iba como iba y nada más. Mi padre la veía cuando terminaba su jornada, a veces a las ocho, a veces a las nueve. Consideramos que así tenía más o menos dos visitas a las que esperar. Ahora con Ana seríamos tres. Pero no le habíamos contado a Ana el programa que nos habíamos trazado y, dos o tres días después de que nos preparara la cena, mi padre y ella coincidieron en el hospital y luego regresaron juntos en el taxi a casa. Cuando llegué, mi padre se estaba tomando un aperitivo en el porche mientras ella aliñaba la ensalada con el vinagre bueno y servía en los platos unos espaguetis que olían de maravilla, a algo que mi madre nunca había puesto en los espaguetis, y los cogía con unas pinzas de diseño que nunca había visto en nuestra cocina.
—Llegas a tiempo —dijo Ana—. Betty ha mejorado, ¿no te parece?
No me parecía. Estaba como siempre, pero en lugar de hablar de mi madre le pregunté por
Gus
.
Gus
era el único ser vivo que podíamos relacionar con ella. No tenía hijos, no tenía marido, alguna vez mencionaba a un hermano que vivía en el extranjero, en Indonesia, creo que había dicho.
—No puedo llevarlo al hospital. Le sacaré a dar una vuelta cuando regrese a casa.
No hizo falta que la invitara a quedarse: hoy era algo que se daba por supuesto. Había traído otra botella de vino, que abrió sin que nos diera tiempo a disuadirla. Mi padre y yo nos miramos con pesadumbre. Una cosa era que mi padre se abriera dos o tres latas de cerveza, y otra, que nos tomáramos una botella gran reserva en la cena mientras mi madre…
—Venga —dijo ella sorprendiendo nuestras miradas y sosteniendo la botella en vilo—. La pasta hay que regarla con un poco de vino, si se toma con agua se hace una bola en el estómago. Betty me daría la razón.
Empezó a servir las copas. Había sacado las del aparador, las reservadas para las grandes ocasiones. Alzó la suya a la altura de los ojos para observar mejor el color y lo probó. Esperó unos segundos y asintió.
—Familia —dijo—, bebamos agua o vino, el ecocardiograma de Betty no va a cambiar.
Yo no lo probé y mi padre se mojó los labios por cortesía. Nos quedamos mudos. Ana se sirvió otra copa. Los espaguetis estaban tan buenos que tuve remordimientos mientras los saboreaba. Tampoco habíamos vuelto a cenar en el porche desde lo de mi madre. Ni se nos había ocurrido buscar el aire fresco y la luna y las estrellas y el olor a mojado de los jardines de la urbanización.
Mi padre y yo insistimos en recoger los platos mientras ella se fumaba un cigarrillo apoyada en una columna del porche. Yo quería que se marchara ya para que acabara la buena vida sin mi madre, y por otra parte deseaba que no nos dejase solos a mi padre y a mí con toda nuestra soledad.
Mientras mi padre desorganizaba todo en la cocina y metía los platos en el lavavajillas, aproveché para apoyarme en la otra columna. Le pedí un cigarrillo a Ana.
—No sabía que fumases.
—Sólo algunas veces, cuando estoy nerviosa.
—Bueno, es normal en estas circunstancias, pero ten cuidado, es difícil dejarlo.
—Estoy nerviosa porque quiero preguntarte algo y tiene que ser rápido porque no quiero que me oiga mi padre.
Las dos miramos en dirección al pasillo.
—Conoces a mi madre desde antes de nacer yo y necesito saber lo que piensas de verdad, de verdad de la buena. ¿Mi hermana está viva? ¿Murió o no murió al nacer?
Se pasó la mano de los anillos por el pelo. Era un pelo cortado para pasar la mano, para que le diera el viento, para no peinarlo. Cuando la sacó, unos pequeños bucles le cayeron en la frente.
—No te tortures. Murió. Lo sé. Betty ha alimentado una ilusión completamente infundada. Olvídalo, ahora lo único importante es que se ponga bien.
Me puso en el hombro la misma mano que se había pasado por el pelo. La miré. Tenía una piel muy cuidada, y los anillos la iluminaban ligeramente.
—No pierdas el tiempo. No cometas el mismo error que Betty. La vida da una de cal y otra de arena a todo el mundo. Absolutamente a todo el mundo.
—El otro día fui a ver al doctor Montalvo, el psiquiatra que la trató, y me dijo lo mismo que tú.
Lo dije pensativamente, reflexionando sobre este hecho al mismo tiempo que hablaba. Ella se colocó completamente frente a mí y me pareció muy alta y yo más baja de lo que creía ser. La sentí elevada, sin problemas, independiente, libre, rica. Me cogió la barbilla con las yemas de sus dedos perfectos.
—Eres muy joven. Tienes que vivir la vida.
—Tienes razón —dijo mi padre sobresaltándonos a las dos.
Había llegado a nuestra altura sin hacer ruido, descalzo, como acostumbrábamos a andar por casa toda la familia en verano.
—Este trago no le corresponde a ella —dijo mi padre que sólo debía de haber oído la última frase de la conversación—. Tendría que estar con las amigas, salir con chicos.
Los dos me miraron con conmiseración desde ese mundo suyo de los cuarenta y tantos. Cuando Ana se fue, le dije a mi padre que no se preocupara por mí porque todo el mundo estaba aún por ahí y no tenía a nadie con quien salir.
Tras los exámenes de Selectividad en junio, la desbandada fue general y rápida y nadie se acordaría de volver a la vida normal hasta octubre.
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El miércoles mi madre se encontraba desfondada: aún no había operación y no quería estar allí encerrada. Entonces, no sé por qué, le hablé del moratón de la Vampiresa y de todas las especulaciones que se me habían pasado por la cabeza, y eso la sacó de sus preocupaciones y la animó. Nunca había llegado a comprender a la Vampiresa, y ahora se daba cuenta de que lo único que quería aquella mujer era hablar. Hablar de infusiones, de cremas o de lo que fuese antes que volver adentro, a las habitaciones del piso superior. Pobre mujer. Había alguien que a mi madre y a mí en este momento nos daba más pena que nosotras mismas, alguien capaz de arrancar nuestra compasión cuando lo teníamos todo en contra, y entonces le agradecí a la Vampiresa con todo mi corazón que existiese, que estuviera en nuestras vidas y que fuese así de desgraciada porque suponía el cincuenta por ciento de nuestra esperanza.
Esa noche llegué a casa a las ocho. Mi padre acababa de ducharse. Le había estado haciendo compañía a mi madre hasta que le llevaron la bandeja con la cena y empezó a anochecer. Entonces mi madre le dijo que se marchara porque tenía que descansar y ella también. Ninguno mencionamos a Ana, no queríamos que se hiciese imprescindible en nuestras vidas y, sin embargo, de vez en cuando echábamos un vistazo al vestíbulo como si fuese a atravesar la puerta. Esperamos un rato absurdo para cenar. Así que cuando sonó el teléfono ambos nos precipitamos hacia él, no corriendo, pero sí con paso rápido. Yo llegué primero, afortunadamente, porque la llamada era para mí. Era Judit, la ayudante del doctor Montalvo. Tuvo que repetirme el nombre. Me costó encajar la consulta de General Díaz Porlier, a unos veinte kilómetros de aquí, en nuestra urbanización, y a la estúpida Judit en mi casa frente a las estanterías con toda la colección de clásicos. Debía encajar el manotazo en la mesa del doctor mientras mi padre me miraba desde los cristales brillantes de las gafas. Le hice una seña con la mano que significaba que no era Ana, ni el hospital, ni nada que debiera interesarle. Se fue hacia el cuarto de Ángel. Desde que estaba en Alicante con los abuelos, mi padre dormía allí porque en la cama de matrimonio tenía pesadillas, no podía soportar lo grande que era. Por supuesto no pensaba informar de este detalle a Ángel porque le habría venido a la cabeza todo lo que escondía en sus instalaciones y le habría mortificado que su padre pudiera encontrarlo, cuando en realidad nuestro padre estaba tan aturdido que sólo sería capaz de ver los pósteres de motos.
No podía imaginarme qué iba a decirme el doctor Montalvo hasta que recordé el dinero pendiente de pagar de la consulta y todo cuadró. Esperé unos segundos a que una sospechosamente amable Judit, que no mencionó el dinero, se retirase de la línea y apareciese la voz del doctor, que separada de su cuerpo resultaba más varonil y profunda.
—Buenas noches, Verónica. Disculpa que llame tan tarde, pero hasta ahora no he terminado la consulta.
Balbucí que no se preocupara. Tampoco quería darle alas.
—¿Qué tal se encuentra Betty? Me dejaste muy preocupado el otro día.
Me congració con él que se interesara por mi madre y le conté cómo iban las cosas, muy despacio.
—Quizá conozca a alguien del equipo de cardiología de ese hospital y pueda hablar con él.
Se lo agradecí. Aunque el caso de mi madre parecía bastante claro, el que otro médico se preocupara por ella podría ser bueno.
—También quería decirte que puedes recurrir a mí siempre que quieras, sólo tienes que decírselo a Judit.
Me quedé en silencio.
—No te cobraría la consulta —añadió enseguida— porque no sería una consulta, sería una visita.
Le di las gracias muy sinceramente e iba a colgar cuando su voz, un poco más grave que antes, me detuvo.
—Otra cosa: no es buena idea que asumas la obsesión de tu madre por encontrar a aquella niña. No es bueno para ti ni para ella. Hazme caso, ella acabaría notándote algo, se te escaparía algún comentario. Es muy sensible a esa cuestión y detectaría que lo sabes y se alteraría, empeoraría. Debes dejar que se recupere, dedicarte a animarla y, cuando esté mejor, volvemos a hablar. Por favor, no hagas nada sin consultarme.
Le di las gracias de nuevo y le dije que no se preocupara, que me había quedado muy claro.
Cuando colgué, mi padre había frito unos huevos. Ni él ni yo nos habíamos encargado de comprar nada más. En el fondo confiábamos en los exquisitos manjares de Ana. Mi padre dio por hecho que había hablado con alguna clienta y me dijo que no tenía por qué trabajar tanto, que no estábamos muriéndonos de hambre.
Nos los tomamos en el porche con lo que quedaba del vino de hacía dos días. Parecía que gracias a Ana íbamos venciendo los escrúpulos de vivir. En la cocina tuve que buscar sitio para el vinagre y las sofisticadas pinzas de los espaguetis, y mi padre se puso a leer el periódico como hacía mucho que no hacía. Le preocupaba la deuda del país. La economía era un desastre. Los políticos, unos vividores. El mundo iba a la quiebra.
—No sé cuánto va a durar esto —dijo doblándolo y dejándolo caer sobre la mesa, con los ojos llenos de lágrimas.
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Esa noche soñé con la niña de la foto tal como la vi la primera vez. Llevaba el pelo cortado en una melenita recta a la altura de las orejas. El cuello, al girarlo, dio la impresión de que iba a rompérsele. Se parecía al pie de una lámpara de alabastro que había en el salón junto al teléfono. Era muy delgada y estrecha. Observé cómo cogía unos pantalones de algodón grises del respaldo de una silla y se los ponía. A continuación sacó del cajón de un armario empotrado una camiseta con la cara de Madonna y se la metió por la cabeza. Después se me quedó mirando con sus grandes ojos grises e intentó decirme algo que yo no fui capaz de comprender. Me produjo tal impresión que me desperté con el corazón acelerado, como si hubiese estado corriendo. Más que un sueño había sido una visión y mi mente debió de hacer un gran esfuerzo para que resultara tan verdadera. El doctor Montalvo diría que mi madre me había transferido su obsesión y que esta niña se había instalado en mi imaginación como si fuera real.