Entra en mi vida (18 page)

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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

—Pagaban religiosamente. Solía acercarse la abuela con la nieta y me daba el dinero en mano. A mí me venía muy bien porque así no tenía que sacar del banco. Y un día se marcharon y ya no volvieron más.

—No recuerdo los nombres de la abuela ni de la madre —dije como si hiciera memoria.

—La abuela se llamaba Lilí, doña Lilí, ¿qué te parece? Y la madre de la niña tenía nombre de actriz antigua. A veces la nombraba con ese nombre de actriz, pero no puedo recordarlo.

—¿Y el padre?, ¿no lo vio nunca?

Me dirigió una mirada recelosa, esa pregunta se salía de la idea que se había hecho sobre mí.

—A ningún niño le gusta ser diferente a los demás, y la hippy era madre soltera, de eso sí me acuerdo.

• • •

Salí contenta, con algo: una melena azul, un nombre y una promesa de nombre. Crucé tres calles más allá en busca de la casita alquilada, como la llamaba la señora de la toquilla de largos flecos. Al no llevar los maletines de productos me sentía ligera como una pluma. Estaba haciendo algo que nadie me había pedido que hiciera pero que debía hacer. En el fondo temía que mi madre tuviese razón y que Laura estuviese por ahí, perdida en algún lugar. Esta posibilidad debía de asustarles mucho a mi padre, a mis abuelos, a Ana y a todos los que durante este tiempo se habían ido alejando de su lado.

Tejado de pizarra, árboles de cinco metros, cenador, piscina, barbacoa de piedra. Era algo intermedio entre una mansión y una casita. También había perro, esta vez marrón y revoltoso.

Me abrió un hombre cansado, con barba de dos días, y me llevó junto a su mujer, a una zona acristalada del porche donde daba el sol de plano.

Era menuda y estaba metida en un esponjoso chándal rosa. Llevaba anillos de oro y finas cadenas en el cuello, y el pelo casi tan corto como la barba de su marido. Pasaba lentamente las páginas del
Hola
.

A ella sí le gustó que le dijera que tenía una casa muy bonita. Aunque echaba en falta una fuente entre la verja y el porche, lo que para ella parecía anular la belleza del conjunto.

—Tráele algo de beber a la chica —le dijo a su marido.

Le rogué que no lo hiciera. Le conté que acababa de estar en la mansión de la dueña y que me había tomado unas cuantas tazas de té.

—Una mujer antipática, pero fue bailarina y tiene… —hizo el gesto con los dedos de tener mucho dinero.

—Sólo quería darle las gracias por haberme atendido por teléfono.

—No te preocupes. Aquí los días se hacen muy largos, dan para mucho.

Era una mujer llena de energía, sin remilgos. El marido rondaba por allí como un fantasma gris.

—Mira, he encontrado un par de cosas que aquella familia se dejó aquí cuando ocupamos la casa.

Se levantó sin pereza, al principio cojeó un minuto y luego casi volaba entre los muebles.

Volvió con una caja roja hecha con escamas de papel maché. Se notaba la mano de un niño en el acabado. Al abrirla ponía «para mi mamá».

—Me daba no sé qué tirarla. Si quieres, llévatela y cuando la veas se la das. Le hará ilusión. Las cosas de la infancia siempre gustan.

—¿Recuerda a qué nombre venían las cartas?

—¡Uf! Hace mucho tiempo y creo que casi todas eran del colegio, dirigidas a los padres de Laura. El apellido era…

—¿Valero, quizá?

—Sí, algo así.

—¿Y nunca mencionaron dónde vivían?

Negó con la cabeza.

—Por el centro. Recuerdo que la abuela hablaba de lo difícil que era salir del centro de Madrid con el coche.

—Me parece que la madre de la niña tenía nombre de actriz antigua… —dije.

—Eran visitas muy rápidas, la verdad.

• • •

También salí contenta de allí con la caja roja en la mano, hecha quizá por mi hermana Laura o quizá por otro niño cualquiera, quién sabe. Con el pretexto de que era muy bonito di una vuelta por el jardín, donde podría haber jugado Laura, y miré si en algún tronco había grabado un nombre. No me extrañaba que mi padre no quisiera entrar en este juego de la esperanza, era enfermizo, y era fácil y angustioso imaginar a mi madre yendo, como yo ahora, de ilusión en ilusión y de desilusión en desilusión.

Colocaría la caja en mi cuarto. Ya era tarde. Tuve que esperar al cercanías más de media hora y entre pitos y flautas se habían hecho casi las nueve. Gracias a Dios no había llamadas en el contestador, lo que quería decir que en el hospital las cosas seguían igual. Sobre la mesa de la cocina llamaban la atención dos vasos con restos de vino. Se apreciaba movimiento de sillas y alguien había llevado hasta una esquina de la mesa un cenicero del salón. En la cocina nunca había cenicero para no mezclar el humo de los cigarrillos con la comida. En el cenicero se sostenía sin romperse la ceniza de un pitillo. Se me revolvió el estómago al sospechar que Ana había estado allí, aunque por lo menos también había estado mi padre y no habría podido dedicarse a registrar. Habían estado bebiendo, mi padre se volvía idiota con Ana, aunque seguramente a mi madre no le habría importado porque lo que hacía su amiga le parecía bien.

Tiré la ceniza y limpié los vasos.

En la mesa de caoba del salón había una nota con la letra de mi padre. Voy a dar una vuelta con Ana, no me esperes para cenar. Y de pronto sentí un impulso y fui al dormitorio. Abrí el armario y comprobé que se había puesto la chaqueta más bonita que tenía, una de mezcla de pana y terciopelo azul oscuro que le favorecía mucho. Mi madre se la había regalado el día de su cumpleaños y la guardaba para las ocasiones especiales. Me desmoronó pensar en mi padre con esa chaqueta y en la mano de doscientos años de mi madre. La vida era una mierda hecha de pequeñas mierdas que quería echar de mi cabeza.

Menos mal que hubo una llamada de Ángel y me tranquilicé. Su presencia apagaba cualquier fuego. Parecía que había venido a este mundo a observar y comprender a los terrícolas para llevarse un informe a su planeta hecho sin prejuicios ni malentendidos. ¿Cómo se podía ser así? Lo admiraba profundamente. No se parecía a nadie.

No le dio importancia a lo de Ana. Dijo que era mejor que papá se divirtiera porque así dormiría mejor y en el taxi no tendría distracciones. Por supuesto él no sabía lo de la foto, lo de Laura, no sabía que la manera de comportarse de nuestra madre no era fruto de su carácter sino de una amargura. Y tenía que morderme la lengua para no decirle nada porque estaba segura de que estos problemas y detalles malolientes que se pudrían en mi mente él sabría cómo encajarlos en el alma humana en general y en mi corazón en particular.

—¿Te habría gustado alguna vez tener un perro de esos marrones con el pelo brillante? —le pregunté.

• • •

Mi padre, como siempre, se levantó de madrugada. Oía la cafetera a lo lejos y el ruido del grifo del cuarto de baño. Cuando calculé que ya se habría vestido y estaría desayunando, fui a la cocina.

Le pregunté por Ana, y fue breve, huidizo, no esperaba verme tan temprano ni darme explicaciones.

—Vino a hacernos la cena y como no llegabas fuimos a dar una vuelta.

No tuve valor para decirle que cuando me acosté aún no había regresado. ¿Cómo podía preguntarle a mi padre si estaba liado con Ana? ¿Cómo podía pensar algo tan perverso? ¿Con qué derecho iba a volcar en mi padre lo más podrido de mis pensamientos?

—Ana me invitó a una copa y luego estuve tomando el aire por ahí solo, me crucé el parque dos veces. Betty y Ana hicieron algunos viajes juntas. Es increíble que tengan unas vidas tan distintas. Si no me hubiese cruzado en su camino, si no nos hubiésemos casado, viviría de otra manera y no estaría en el hospital.

—Si mamá fuese Ana yo no existiría, ni Ángel, ni… Laura.

—No empecemos —dijo—. Trataré de pasar la tarde en el hospital y de que tu madre no me salga con lo de la universidad, me cuesta mucho mantener esa mentira.

Cómo me alegré de no haberle dicho a mi padre ninguna burrada. Quería a mi madre y nos quería a nosotros, y Ana era un eslabón perdido en nuestras vidas. Ya no volví a acostarme. Me puse las mallas, los cascos y me fui a correr por el parque.

Vi salir el sol entre los árboles y a los primeros niños yendo al colegio, y no pude refrenar una alegría que estaba fuera de mí y que me dominaba, que no podía dejar de sentir como no podía evitar en la cara los rayos que bajaban del cielo. El cielo azul. ¿Cómo se le podría explicar a alguien que no lo haya visto nunca? No me cansaba y di varias vueltas más. Pasé por los enramados de lilas, por los columpios de los niños donde mi madre se había pasado las horas muertas mirándonos y vigilándonos. Casi nunca nos había dejado al cuidado de nadie como hacían otras madres, que se turnaban para estar más libres. Siempre decía que a nadie le iban a importar sus hijos más que a ella. Ahora entendía por qué le había obsesionado tanto nuestra seguridad. Olía a tierra mojada y a verde.

Mientras me duchaba me pareció oír el teléfono y saqué la cabeza por la cortina de plástico. Enseguida pensé en el hospital y salté corriendo de la bañera, dejando pisadas de agua por todo el pasillo y el salón, escurriéndome. El pelo me chorreaba por la espalda. Era el doctor Montalvo para preguntarme por mi madre y sentí un enorme alivio: significaba que a mi madre no le había ocurrido nada fuera de lo normal y que por tanto la vida no iba a peor. Luego me preguntó si ya se me habían quitado esas tonterías de la cabeza, porque no quería por nada del mundo que cayese en la misma enfermedad que Betty. La obsesión es un caracol, volvió a decir como el primer día, y si no se cura puede que nunca encuentres la salida, dijo preocupado de verdad. Y yo le dije que no estaba segura de que fuese solamente una obsesión y que cuando tuviese suficientes pruebas de que mi hermana seguía viva iría a verle. Sentí un escalofrío. Él dijo ¡uhm! y colgó.

No me quedé satisfecha con la conversación o, mejor dicho, me quedé intranquila. ¿Estaría volviéndome loca? Quizá fuese hereditario, una anomalía de familia, y él la estuviese detectando. El doctor Montalvo podría conocerme ya mejor que yo misma. Era el primer psiquiatra con quien hablaba y no tenía la menor idea de que se preocuparan tanto por los pacientes o quizá sólo por los que estaban en peligro. Me metí de nuevo en la ducha para calentarme. Notaba las piernas duras después de la carrera y me propuse no dejar de correr todos los días pasara lo que pasara porque tenía que estar fuerte y preparada para cualquier cosa. Todos me necesitaban, incluido mi padre.

• • •

Aunque los días pasaban rápido, cuando no se me ocurría cómo continuar buscando a Laura parecía que el planeta se paralizaba, la vida se paralizaba en mi pobre madre. Así que tenía que seguir adelante fuese como fuese, dando palos de ciego la mayoría de las veces. Por eso, sin una cita, ni una idea determinada de lo que le diría, me encaminé a ver al detective. Eran las once de la mañana y llevaba uno de los maletines con lo esencial para hacer tres visitas, que aun así pesaba como un demonio. Sabía que Martunis, de poder verle por fin, no me pondría buena cara porque no le había contratado, pero tenía la esperanza de que se le escapase alguna orientación, algún consejo. Sobre todo, necesitaba hablar con alguien que me comprendiera, al que no tuviese que contarle toda la historia, que no se sorprendiera, que no pensara que era un cuento chino, alguien que supiera por experiencia que hay gente capaz de todo en esta vida. A la ayudante de Martunis no le parecía absurdo que le hubiesen robado la niña a mi madre. Estaba acostumbrada a todo tipo de cosas raras y a que lo más increíble fuese normal.

Nada más entrar, me topé con ella, con sus manos grandes y su cabellera nerviosa. Acababa de llegar de la calle y soltó el bolso sobre la silla con ruedas al otro lado de la mesa. Sonó como si llevase chatarra dentro. Se sentó con un muslo sobre la mesa, en la tela vaquera se marcaron músculos alargados y otros más redondos. Con un giro de la cabeza, la melena se desplomó sobre su pecho izquierdo. Llevaba un suéter negro de cuello cisne completamente pegado a la piel. A su lado me sentía segura, mucho más que con mi padre, que era un hombre alto y fuerte. Ella era como los cirujanos, como los psiquiatras, como los astrónomos, que ven cosas que la gente normal no ve en su día a día.

—¿Has hecho algún avance? —dijo usando tono de profesora.

—No lo sé, por eso quería hablar con el señor Martunis.

Se puso de rodillas en la mesa y alargó el cuello por encima del panel. Me habría pasado todo el día observándola. Desde los pantalones absolutamente ajustados y los tacones como mondadientes a la espalda recta y prieta. Al levantar la cabeza, una cascada de cabello vino hacia mí.

—No sé cuándo vendrá —dijo dejándose caer en su asiento desde la mesa y arrancando a escribir a toda velocidad en el ordenador como si las teclas pensaran por sí solas.

—¿Sabes disparar? —le pregunté sorprendida de lo que estaba diciendo.

Levantó la vista un poco y su respuesta me dejó desconcertada.

—No creas todo lo que te cuentan.

Iba a decirle que nadie me contaba nada y que ése era el problema.

—Estás sola en esto, ¿verdad? Ten cuidado, no confíes en nadie, no sabes qué tipo de gente vas a encontrarte en el camino. La gente que ha hecho algo que no debería haber hecho y que puede ser descubierta lleva ventaja.

—Cuando era pequeña mi madre me repetía muchas veces que no confiara en nadie —dije dejándome caer en el silloncito que había ante su mesa.

—¿Y por qué crees que te lo decía?

—En aquel momento pensaba que eran aprensiones de persona mayor. Ahora creo que me lo decía por lo de mi…, por Laura. Si es verdad que le robaron una hija es que no se debe confiar en nadie.

—No puedes imaginarte todo lo que he visto sentada en esta silla —dijo quitándose el pendiente de la oreja derecha. Un grueso aro dorado que le debía molestar para hablar por teléfono—. La gente es capaz de cualquier cosa primero por dinero, después por odio y finalmente por amor, pero a veces aunque creamos que desconfiamos mucho no desconfiamos lo suficiente. En las pocas ocasiones en que tu madre vino por aquí me pareció una mujer con una herida muy grande y también algo ingenua. En el fondo le daba miedo la crueldad. Había descubierto que existía, pero no dónde estaba.

Con sinceridad, me habría gustado que me abrazara y que me dijera que ella se ocuparía de todo, de lo que yo no sabía hacer, de lo que mi madre no pudo hacer, de lo que le hicieron a ella, de unir los flecos sueltos de nuestras vidas, de que el planeta funcionara bien. En alguna parte deben de existir personas que lo arreglan todo.

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