Entra en mi vida (24 page)

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Authors: Clara Sánchez

Tags: #Narrativa

Lo bueno de que tuviese tantas cosas que contar era que yo no tenía que hablar. Iba con frecuencia a la Filmoteca sola, y se tomaba algo sola antes de que empezase la película, leyendo algún libro. Le gustaba todo lo que hacía ahora. Siempre estudiaba en la biblioteca y se había integrado en un grupo de jóvenes muy activos. Decía que era increíble todo lo que le había pasado en tan poco tiempo. En verano se iba a marchar con una ONG a Kenia. Había cambiado las lentillas coloreadas por unas gafas de patilla ancha y ya no se teñía el pelo tan rubio. Yo la recordaba en clase de filosofía en el instituto sin enterarse de nada. Se aburría a muerte con aquel profesor que nos decía que todo lo que nos esperaba en el futuro sería cada vez mejor si nosotros éramos mejores. A mí me gustaba escucharle hablarnos de la vida, pero no tenía razón: lo de ahora para mí no era mejor, aunque para Rosana claramente sí. Quizá porque ella era mejor que antes y yo no.

¿Y yo qué? ¿Qué le contaba? Miré el reloj. Tenía que marcharme. Todo bien, con menos ajetreo que ella. ¿Qué horario tenía? Un día quería ir a verme a mi facu. Podíamos estudiar juntas. No le dije que no me había matriculado por si algún día llamaba a casa, hablaba con mi madre y metía la pata, ni tampoco quería ser tan distinta a ella cuando siempre nos habíamos parecido. Por la tarde no tenía clase, podíamos ir al cine. Le dije que otro día. No me veía perdiendo dos horas en una sala oscura mientras tenía a mi madre en casa, a Laura en la zapatería y un problema por resolver. Nuestros caminos se habían separado como ella no podría imaginar.

• • •

Estaba segura de que Laura no habría podido abandonar la zapatería. No parecía que su marchosa madre estuviese dispuesta a perder el tiempo atendiendo a grupos de japoneses. Al fin y al cabo su hija era joven y tenía toda la vida por delante para vivir romances sin fin. Para ella, en cambio, éste podría ser el último, su última juventud, su última oportunidad, su última diversión. Debía de tener unos sesenta, quizá menos, quizá más, no se sabía a ciencia cierta si se conservaba bien o mal. Eso sí, andaba con agilidad, con las mismas zancadas que el chico. Me jugué conmigo misma comprarme algo si estaba en lo cierto.

Y allí estaba Laura, al pie del cañón. La ayudaba una dependienta que no estaba por la mañana y que no podía reconocerme. Eran las cinco y media y anduve arriba y abajo de la calle esperando que entrase más gente. Cuando más ocupadas estaban entré y volví a merodear por las maletas Vuitton. Casi me sabía de memoria los artículos y empezaba a familiarizarme con las marcas y las líneas. Fue a eso de las seis y media cuando obtuve mi recompensa. Fue entonces cuando se abrió la puerta de la calle, cuando la dependienta giró el cuello hacia allí, cuando pareció que la tienda se llenaba de una extraña energía. Fue entonces cuando Laura salió de detrás del mostrador y se precipitó a la puerta para sujetarla y que entrara aquella señora en silla de ruedas. La empujaba un chico fuerte en manga corta que debía de haber nacido en el Polo Norte.

Fui corriendo junto a los bolsos.

—Hola, abuela —dijo Laura—. Al final te has animado.

Era una señora gorda, de piel más blanca que el pelo, que tenía un reflejo azulado, de cara agradable y con una voz cantarina que daban ganas de besarla.

—Me aburro allí sola. —Miró alrededor—. ¿Y Greta?

La palabra mágica.

La mujer del chándal rosa de El Olivar me había dicho que la madre tenía nombre de actriz antigua. Greta Garbo. No podía ser casualidad.

Le pegaba llamarse así.

—Salió a dar una vuelta por ahí y no ha vuelto, ya sabes.

—Sí, ya sé —dijo la abuela entre comprensiva y seria.

Le cogió una mano entre las suyas, y Laura se agachó a besarla otra vez.

—¿Has comido? —le preguntó la abuela con esa voz que se te metía en los huesos.

Qué agradable debía de ser vivir con alguien así, que te arrullaran esos brazos y esa voz cariñosa, apacible. No era fácil describir la voz. Parecía salir de un cuerpo con música y mucho amor. Daban ganas de ser su nieta.

—Me he tomado un sándwich.

El que empujaba la silla permanecía al lado con los brazos cruzados.

—No me digas que ha salido con ése…

—No lo sé —dijo Laura protegiendo a su madre.

—Menos mal que te tengo a ti —dijo la abuela, llenando la tienda de ternura.

Iba vestida de blanco. Pantalones, blusa y un chal de lana que dejó caer por el respaldo de la silla con los brazos. Llevaba unos pendientes que parecían arrancados de las orejas de Liz Taylor o Gina Lollobrigida, esmeraldas rodeadas de brillantes. Tenía la nariz grande, como Greta, y los ojos pequeños. Echó un vistazo a la tienda y no me vio o me englobó en el conjunto.

—Bueno, a lo vuestro. Petre, déjame junto a la caja y vuelve en dos horas.

—Como quiera, doña Lilí. ¿De verdad no me necesita?

—No, hijo. Vete a jugar al fútbol.

La dependienta, cuando pasaba al lado de la anciana, le sonreía.

—¿Ha visto lo último de Ferragamo, doña Lilí?

Todo el mundo quería agradar a doña Lilí, a nadie le molestaba su aparatosa silla. Doña Lilí cogió el bolso que colgaba del respaldo y sacó unas gafas de cerca que se colgó sobre la blusa. Se acercó más a la caja y empezó a comprobar los movimientos. No debía de vivir muy lejos porque entonces habría venido más abrigada.

Laura estaba pálida, tenía algo de ojeras, no le vendría mal un poco más de ayuda. A partir de este momento cada vez miraba con más frecuencia hacia la puerta y el reloj. Tal como suponía, habría quedado con amigos o con su novio. Si tenía hermanos se habían desentendido del negocio. A simple vista no había hermanos y no había tampoco abuelo y parecía seguro que nunca había habido padre.

—Si no viene mamá, hoy podríamos cerrar a las siete. Tengo entradas para el cine —le dijo Laura a su abuela, abrazándola por el cuello. Ella frunció el ceño, pero en lugar de salirle voz de enfadada le salió una voz quejosa.

—Eso es lo último, ya lo sabes. Tendríamos que morirnos alguna para cerrar antes de tiempo. Ya irás otro día al cine.

Alguna. Con ese «alguna», los hombres quedaban excluidos.

—Llevo todo el día aquí metida —dijo Laura visiblemente cansada.

—¿Y qué hacemos? —dijo doña Lilí a punto de llorar o de reír—. Paulina no da abasto y yo ya ves. Ojalá tuviera las rodillas bien. Hay que aguantar hasta las ocho. A veces en el último minuto se hace la mejor venta.

Paulina se acercó con una caja de zapatos y la tarjeta Visa de un cliente en la mano. La abuela la pasó con destreza y le dio el recibo, y Paulina sacó de alguna parte una bolsa satinada y metió la caja dentro.

No tuve más remedio que largarme antes de que me encontrase en el compromiso de tener que comprar algo.

Me marché caminando lo más lejos que pude hasta que ya no tuve más remedio que tomar un autobús. Por el camino compré unas pastas de té sin azúcar que pudiese tomar mamá. Esto la alegraría. Cualquier detalle agradable le hacía ilusión. Ahora que había topado con una pista sólida, mi madre parecía que estaba saldando la hipoteca del pasado. Puede que ya hubiese echado de su vida el interés por Laura, puede que si lograra llevar a Laura hasta el sillón de orejas lo único que consiguiera fuese remover de nuevo lo que le había amargado la vida y no le había dejado vivir. La enfermedad le habría ayudado a cerrar esta herida y entonces vendría yo a abrirla. Quizá mi padre hubiese visto con más claridad que todos nosotros, quizá mi padre siempre había tenido razón.

• • •

Cuando iba a meter la llave en la cerradura, algo me sobresaltó: no se oía la televisión ni la radio. Había un silencio tan grande que me flaquearon las piernas. Hasta ahora todos los momentos malos de mi vida habían sido muy ruidosos o muy silenciosos. Otra vez el hospital, pensé. Sin embargo, cuando abrí la puerta llegó el reflejo de una luz al fondo del pasillo. Con las prisas se habrían dejado encendida la lámpara del dormitorio. ¿Papá? ¿Mamá? Nadie contestó. Anduve con cautela hacia la luz, no sé por qué. Y cuando llegué, la puerta de la habitación de mis padres estaba entreabierta, más abierta que cerrada, aunque lo suficientemente cerrada para que no se viese la cama. La empujé despacio como si lo que fuera a descubrir fuese muy peligroso. Casi pego un grito, no esperaba encontrar a nadie.

Las cabezas de mis padres se volvieron hacia mí. Caras relajadas, despreocupadas: acabábamos de trasladarnos meses atrás, cuando llegaban del cine y mi padre la ayudaba a desabrocharse el vestido por detrás. Le acababa de quitar el sujetador y le estaba metiendo las mangas del camisón.

—He traído pastas —dije enseñando la caja con la cinta de algodón azul alrededor.

Qué buena idea había tenido, porque ellos habían salido a dar una vuelta y habían picado algo por ahí, y unas pastas con un vaso de leche era justamente lo que faltaba.

Ni en mis mejores sueños me había atrevido a ver a mi madre dando un paseo por la calle, porque era imposible. Habría bailado de alegría, la habría abrazado, pero a la hora de la verdad sólo fui capaz de decir: así que ya habéis cenado.

—Hay jamón de york en el frigorífico y huevos, hazte una tortilla —dijo mi madre levantándose con dificultad.

Ya había tomado las riendas de la casa. Sabía cómo andábamos de víveres y sabría si había que poner la lavadora. Pero no daba señales de que supiese que la foto no estaba en la cartera. Ella sola no se atrevería a subirse a una silla para buscarla, no tenía suficiente fuerza y podría marearse, a mi padre no se atrevería a pedírselo, y se suponía que yo no sabía nada de Laura. También podría ser que hubiese pasado página.

Le había emocionado dar un paseo con su marido. Quién le iba a decir hacía nada que algo tan sencillo supusiera tanto. Mi padre dijo que el domingo sacaría dos entradas para el cine y ella dijo que cuánto había echado de menos en el hospital ir al cine, cuando en realidad iba muy de tarde en tarde. Pues eso va a acabarse, dijo mi padre. Cuando te pongas bien, trabajaremos por la mañana, tú en tus cremas y yo en el taxi, y por las tardes a vivir, vamos a dejar de ahorrar.

Mi madre le llamó exagerado y dijo que prefería quedarse en la cama. Tú vete a ver el partido, le dijo.

El soniquete del partido en la tele daba todavía más aire de normalidad. Se oyó cómo mi padre abría una lata de cerveza. Yo puse un vaso de leche para mi madre y otro para mí y abrí la caja de las pastas. Me senté a su lado en la cama y le conté, como si lo hubiese hecho esa misma tarde, que había ido a visitar a la Vampiresa a la cárcel de Alcalá Meco y que me había comprado tres juegos de las líneas Diamante, Oro y Nácar. No le dije nada de las trescientas mil pesetas que no me había pagado, y me juré que nuestras vidas se arreglarían y podría decir siempre la verdad.

Hasta que se durmió estuvimos haciendo cábalas sobre lo que le podría haber hecho el hombre que ahora estaba en el hospital, si la casa era o no suya. No parecía que estuviesen casados, sería cosa de amantes. Él sería el típico celoso asqueroso, que no le dejaría pisar la calle, ni hablar con ningún otro hombre, un trastornado que a la mínima le haría los moratones que se le veían en la espalda. Él viviría con su familia legítima y nunca podría estar seguro del todo de que ella le era completamente fiel, así que, por mucho que la pobre lo fuera y estuviera encerrada, a él de vez en cuando le daría un ataque de sospechas y la zurraría, y ella se aguantaría porque para eso él le pagaba las facturas, las cremas y las batas de seda.

Había hecho bien.

—Ella no quiere volver a esa casa ni por todo el oro del mundo —dije mientras mamá se iba durmiendo.

—Ahora será libre —dijo lentamente, entre sueños.

• • •

Me tumbé en mi cama vestida. Era imposible contarle nada de lo que acababa de descubrir a la persona que más podía interesarle. Ya sabía cómo se llamaba la madre y la abuela de Laura, sólo me faltaba saber dónde vivían. Me quedé con los ojos abiertos, todo lo que daban de sí, mirando al techo. Oí los pasos de mi padre por el pasillo: iría a comprobar que mi madre dormía. Volví a oírle regresar al salón. Bajó el sonido de la televisión casi al mínimo. Recordé el nombre: Greta. Salté de la cama. Cogí la agenda de trabajo de mi madre. Busqué las direcciones a las que yo nunca debía ir porque los clientes eran unos caras y no pagaban. Tachado en rojo y encerrado en un círculo estaba el nombre de Greta y había un teléfono. Había utilizado la venta a domicilio para meterse en casa de Laura. Cerré la agenda, asustada. La otra vida de mi madre. Lo que hacía cuando salía por las tardes y llegaba distraída, con aire de venir de otro mundo. Le había entregado a Laura lo que Laura no podía ni imaginar: tiempo, atención, dedicación y su felicidad.

Ahora sabía con total seguridad que mi madre conocía la tienda, la casa, a ellas y muchas más cosas que se me escapaban. Habíamos recorrido distintos caminos tortuosos para llegar al corazón de Laura.

Capítulo 20

Laura y la chica de la cobra

—Me gustaría probarme esas botas de piel de serpiente.

Era una chica con el pelo negro y rizado hasta los hombros, piel clara, pálida, ojos marrón oscuro y una cazadora de cuero desgastado por las costuras, con una hebilla que bailaba sobre los vaqueros. Se le notaba fuerte y dura, y toda la ropa estaba a un milímetro de quedarle estrecha. Me gustó su estilo. También llevaba un anillo con una cobra que le llegaba al nudillo del dedo corazón derecho.

—Te quedan perfectas —dije mientras la clienta andaba de un lado a otro de la tienda con ellas.

Se las puso con los pantalones por dentro y resultaban más bonitas que en el escaparate. La chica me era familiar, la había visto antes. Frente ancha y cejas anchas. ¿Dónde la había visto? ¿Sería alguien de televisión?

—Creo que voy a llevármelas —dijo la chica volviendo a sentarse y clavando la vista en las punteras como si hablase con ellas.

Ya lo tenía. La había visto en la tienda. No era la primera vez que entraba. Era una de esas personas que se te graban casi sin mirarlas. Con algunas necesitas hacer un esfuerzo sobrehumano para recordar la cara o el nombre y a otras parece que las has conocido en otra vida más intensa. No era lo que se dice guapa, tampoco fea, pero todo lo que tenía era muy fuerte: el brillo de los ojos, el brillo del pelo, el hueso de la nariz, los pómulos, el rosa de los labios, la espesa sombra de las pestañas, los hombros, las manos, los muslos tirando de los vaqueros hacia todas partes, la voz nasal como de cantante negra. La energía que desprendía era tan densa que se podía ver y tocar.

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