Entrada + Consumición (19 page)

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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

Adela, que acudía con frecuencia al Instituto porque realizaba trabajos para ellos de manera esporádica, se hizo muy amiga mía. Yo no era más que un triste becario cuyas labores se circunscribían a observar con la boca abierta y tomar nota de todo para luego realizar informes en los que me inventaba la mitad de las cosas y que posteriormente dirigía a mis tutores de la facultad con el fin de que comprobaran que estaba aprovechando el tiempo, emitieran a su vez otros informes a otras entidades superiores y, finalmente, que éstas convalidaran los créditos correspondientes de mi expediente académico. Adela era una brisa fresca allí, en un lugar donde unos estaban atareados hasta el punto de no tener ni cinco minutos para hablar conmigo y otros, en cambio, se restregaban las funciones de su puesto contra el arco del triunfo y empleaban el día en chácharas tan insustanciales como la carrera discográfica de Thalia; para colmo, me miraban por encima del hombro, esbozando una expresión náufraga entre el desprecio y la lástima. Adela era diferente, sobre todo porque no me hablaba como si fuera idiota: me trataba de igual a igual y hasta se dignaba a comentarme los proyectos que tenía entre manos entre cafés matutinos en algún despachito o en alguna de las dependencias del edificio.

Un día como otro cualquiera, un día que también había comenzado con el pensamiento consistente en subrayar lo buen chico que soy, Adela y yo estábamos tomando café y me comentó el caso de un joven que había descubierto recientemente que era seropositivo. En realidad, ella realizaba labores de todo tipo en la asociación antisida: sus tareas en el Instituto eran algo complementario, no su trabajo principal. Me planteó un problema de una envergadura considerable con respecto al caso del chico seropositivo y yo, ni corto ni perezoso, y más que nada porque tenía confianza con ella para hablar como me viniera en gana de lo que quisiera, le aconsejé cómo podía tratar a su usuario para que se sintiera mejor y aliviar las tensiones familiares que el tema había desatado y que le traían por la calle de la amargura. Adela se limitó a sonreírme con un peculiar brillo en los ojos y dos semanas más tarde me ofreció cubrir una baja maternal en la asociación antisida. En principio se trataba de un breve periodo de tres meses pero yo acepté de mil amores.

Durante meses estuve cubriendo esporádicamente bajas y vacaciones y ejerciendo labores de refuerzo cuando era necesario, como por ejemplo cuando llevaban a cabo las campañas informativas durante la jornada del Día Mundial del Sida. Como hoy.

Llego a la plaza cargado. Esta mañana me siento más pesado que de costumbre y estoy de lo más torpe. Parece que tengo los dedos de goma: se me cae todo. ¿La abulia ha terminado de devorar mis terminaciones nerviosas? ¿Estoy a punto de metamorfosearme en uno de esos seres que llevan su aburrimiento como carta de presentación pintado en la cara? Abro la mesa de playa con la que he cargado hasta aquí. Al momento la cubro con panfletos informativos sobre el VIH, las prácticas de riesgo, teléfonos de interés, lugares en los que se pueden hacer las pruebas… Y espero a que en cualquier momento aparezca por allí Adela con los voluntarios. En efecto, no tardan ni cinco minutos en abarrotar la zona que he escogido para poner el huevo. Se me acerca con aire estresado y me cuenta:

—Voy a soltarles el rollo, ya sabes, para que lo cuenten ellos y tal si alguien los pregunta. Tú, como te lo sabes de memoria, puedes irte a desayunar.

—¿Estás segura? ¿No quieres que te eche una mano?

—Que no, hombre. Vete y ponte las pilas, que hoy va a ser un día muy largo. No vas a hacer nada quedándote aquí.

Adela tiene razón: hoy vamos a estar todo el día pringados, hasta que tenga lugar la tradicional marcha contra el sida hasta la Catedral a eso de las ocho de la tarde, rematada por la procesión de velas hasta el lazo rojo gigante que colocaremos en la puerta. En otras circunstancias estaría muy de acuerdo con la idea de largarme a desayunar y escaquearme un rato, pero mis circunstancias cambiaron desde el mismo momento en que tuve una cita con José Carlos. No me apetece demasiado quedarme a solas conmigo mismo y esos temibles pensamientos circulares en los que me inmiscuye a traición mi cerebro en cuanto me descuido.

¿Conocen ustedes esa sensación que se tiene después de una cita, ese cosquilleo que invade, que vuelve loco, que desemboca en una sonrisa de tonto incorregible? Les hablo de la sensación de que algo está pasando, eso de tener muchas ganas de volver a quedar con una persona, de no poder evitar pensar en ella, de sonreír al recordar su cara o alguna chorrada que haya dicho. ¿Conocen esa sensación de sentir en los labios un beso durante todo un día o toda una noche?

En cuanto me siento en una cafetería y pido un mitad y un pitufo mixto, él me sobreviene al pensamiento como una ecuación ineludible y entonces me pongo a pensar en el momento en que se largó del estudio a toda pastilla, como si estuviera huyendo de algo terrible.

Ese algo tengo que ser yo. No puedo evitar pensarlo.

Mi padre se empeñó en comprar ese estudio en pleno centro, muy caro en teoría, pero a muy buen precio dado que el vendedor era muy amigo suyo. No se lo pensó y como la casa en la que vivimos es suya —vamos, que está pagada— y la hipoteca le salía por cuatro duros al mes, la compró. Y lo compró para nada porque él estuvo allí muy pocas veces. Y ahora, que en teoría soy yo el que la costea como consecuencia de su mala situación laboral, menos. Aunque el que la paga es él con las cuarenta mil pesetas mensuales que le sableé en la época de la facultad. Evidentemente, esto él no lo sabe. No tiene ni idea.

De vez en cuando voy al estudio, cuando me apetece estar solo, cuando no tengo ganas de soportar a mi padre y sus cambios de humor normales, los que toda persona tiene, pero que a mí me molestan mucho en determinados días. Él sabe que lo hago, tal vez por eso respeta mi intimidad no acudiendo nunca allí, e incluso se imaginará que me llevo al estudio a los tíos con los que me acuesto. Ignoro si mi padre cree que mi vida sexual es tan abundante como se nos supone a los mariquitas de pro. Desde luego, muy pocos de mis ligues han pisado el estudio. Siempre he preferido ser yo el que frecuentara otras camas.

Me llevé a José Carlos porque pensé que era una buena idea, porque quería estar a solas con él, porque me gustaba, porque llegué a la conclusión de que habíamos conectado. Me lo llevé, en definitiva, por la única razón por la que uno hace cosas poco frecuentes: me lo llevé porque por un momento barajé la idea de que era especial. Éramos especiales. José Carlos y yo. El famoso

José Carlos. Porque yo a él le conocía mucho antes de presentarme.

Todo comenzó una noche como otra cualquiera, cuando acudí con un amigo a tomar unas copas a La Mota. Nos sentamos y Lorenzo acudió solícito a los pocos segundos a nuestra mesa, nos tomó nota y se marchó. Tras servirnos, intentó ser simpático, yo se lo noté; y, bueno, a mí no me parecía mal ser cortés con él, entre otras cosas porque opinaba en mi fuero interno y externo que estaba muy bueno, para qué engañarnos. Así que, al final, Lorenzo terminó hablando largamente conmigo, tanto que mi amigo se marchó porque tenía que trabajar al día siguiente y porque se había percatado de que su presencia había empezado a estorbar. Me acodé en la barra mientras, paulatinamente, los clientes se marchaban e iban vaciando el local. No me di ni cuenta de que nos estábamos quedando solos hasta que el último cliente llamó a Lorenzo para pagar la cuenta: tan ensimismado me encontraba en nuestra charla que se me fue el santo al cielo.

Y es que a mí siempre me ha puesto mucho eso de que los hombres me hablen. Rarito que es uno.

Al final le esperé hasta que cerró. Sucedió como una de esas cosas que no planeas, que llevas a cabo simplemente, sin recapacitar. No me lo pidió expresamente pero percibí una súplica en su mirada, una llamada de atención desesperada que exigía a gritos que no me fuera, que no le abandonara allí en medio. Lorenzo echó la chapa hasta la mitad y me dijo de una forma un tanto peculiar que le gustaba tenerme allí y que le hicieran compañía, que se sentía demasiado solo de madrugada, en plena zona de centro, donde cualquier colgado podía entrar a robarle o a hacerle algo, por mucho que el dueño del local hubiera pasado como de costumbre escasos minutos antes para llevarse consigo la recaudación del día. Tengo la certeza de que me lo dijo para hacerme sentir especial y, aunque siempre es agradable que te regalen el don de la especialidad, supe que no se trataba de mí, de que mi persona infundara ese sentimiento en él, sino de una desesperada llamada de auxilio que aquel camarero me estaba mostrando de manera velada.

Como es lógico, Lorenzo y yo terminamos follando en el estudio. Me sentí conmovido por él, por la tristeza que empantanaba sus ojos. De todos modos, en aquellos tiempos yo era, posiblemente, mucho menos selectivo que ahora y pensaba que al fin y al cabo, el estudio estaba para eso. Me van a perdonar pero un estudio en pleno centro de la ciudad a un tiro de piedra de los bares se presta mucho a estos menesteres: ¿para qué vamos a engañarnos con zarandajas?

A mí Lorenzo me gustó aunque no me encantó especialmente después de aquella noche ni nada por el estilo. Me quedé extrañamente prendado de una parte de él pero fui consciente en todo momento de que mis sentimientos no divagaban mucho más allá de la ternura que inicialmente despertó en mí. Quiero decir que no me enamoré perdidamente de él. Lo que tuvimos fue nada: follábamos de vez en cuando pero no de ese modo que la gente se empeña en hacer común, sino con algún que otro poso de cariño latente. O sea que nos tratábamos como seres humanos, no como actores de películas porno. Hablábamos mucho, eso sí, y yo me dejaba caer a menudo por La Mota con la excusa de que me invitaba a las copas por regla general, siempre y cuando no estuviera por allí el dueño, un tipo gruñón que nos daba a todos muy mala espina. Si se terciaba me quedaba hasta que salía y nos íbamos al estudio, a follar. No me planteaba nada más, sólo que era mono y muy majo, que tenía algo que encantaba, que encandilaba y que, como añadido, era bastante bueno en la cama. No le pedía más y creo que él a mí tampoco.

No hay que ser muy listo para darse cuenta de esas cosas, cuando sabes que alguien está contigo sólo porque eres una especie de pasatiempo, en el mejor sentido de la palabra. Conste que digo esto sin acritud. No hay que ser muy listo porque esas cosas, cuando alguien quiere algo más que follarte una y otra vez y alguna que otra charla circunstancial, se notan a la legua. Y si en algún momento, al mirar a tu acompañante de turno, dudas, es que no hay duda.

Lorenzo no quería nada serio conmigo del mismo modo que yo no deseaba tener nada serio con él. Entre otras cosas porque se hallaba inmerso en un estado anímico francamente nefasto: acababa de romper con su novio, un chico con el que había estado durante unos meses y que, al parecer, le había calado bastante hondo. Al principio pensé que el tal José Carlos le había dejado a él y que Lorenzo ejemplificaba el típico caso del mariquita abandonado que está triste y despechado y no entiende qué ha sucedido realmente, los motivos por los que el amor que presumiblemente la otra persona sentía por él se fueron al garete. Lorenzo se mostró en todo momento como la víctima de aquel asunto.

No sé por qué, tal vez porque llevo el Trabajo Social en las venas y me empeño demasiado en escuchar a la gente cuando creo que necesita hablar, Lorenzo no se conformó con relatarme someramente los hechos sino que profundizó en detalles. Había noches en las que me describía a José Carlos con ojos de enamorado, desnudo, sobre mi cama, mirando al techo, evocando momentos perdidos en el pasado que tuvieron lugar junto a él. Y ya digo que al principio concluía que se trataba meramente de una idealización y que el tal José Carlos no podía ser tan bueno. Hasta que una noche, no recuerdo a cuento de qué, a Lorenzo se le escapó que había sido un estúpido al romper con él y yo le miré incrédulo incapaz de asumir lo que me estaba confesando.

Se incomodó un poco cuando se lo pregunté directamente al momento siguiente, a bocajarro: «¿Pero es que fuiste tú quien lo dejó?». Ni siquiera yo comprendía por qué me importaba tanto saber qué había pasado entre ellos pero ya que estaba no me iba a quedar con la duda: puesto que le estaba haciendo las veces de psicólogo gratuito entre polvo y polvo, concluí que no estaba de más saciar mi curiosidad. Finalmente él lo confesó: había sido él quien había roto la relación. Y, de pronto, con esa confesión, todo cambió entre nosotros.

Lorenzo continuó hablando de su ex novio otras noches posteriores, cada vez que disponía de una ocasión para hacerlo, en realidad. Estaba muy enamorado de él, eso es cierto. Yo le escuchaba cada vez más intrigado y, de algún modo, un tanto obsesionado con la idea que él me estaba vendiendo del tal José Carlos. La iba componiendo en mi cabeza a través de sus descripciones. A lo mejor está mal que diga esto pero a mí me empezó a gustar José Carlos antes incluso de conocerle, por las cosas que me contaba Lorenzo, por todo lo que me decía sobre él. No sólo porque me hablara a través de su óptica de enamorado e hiciera hincapié en sus virtudes, sino que la imagen que yo recreaba se basaba también en informaciones neutras que recogía de sus relatos. Pensarán ustedes que estoy loco y es probable que no les falte razón.

Por eso, a lo mejor porque empaticé con él aunque no le conociera, comencé a sentir cierto desprecio hacia Lorenzo. La compasión que inicialmente había despertado en mí su historia se transformó en una incomprensión latente que me era imposible eludir. No me cabía en la cabeza que Lorenzo, aun afirmando que estaba enamorado de José Carlos, fuera tan inútil como para haberle dejado escapar. ¿Por qué no podía haber sido fiel a sus sentimientos? ¿Tan complicado era arriesgarse, dejarse llevar por las emociones que se habían desatado en él? ¿Qué clase de tío era Lorenzo, que sollozaba por las esquinas por un buen chico que, en efecto, quería estar con él? ¿Dónde estaba el problema sino en el alud de estupidez por el que se dejaba sepultar? Esa incapacidad manifiesta, incluso asumida como normal e inevitable por él mismo, acerca del hecho de que no esperaba enamorarse de nadie y sentir lo que sentía, esa inmadurez para enfrentarse a lo que el destino le había puesto por delante y para aceptar la belleza de lo inesperado, me producía sentimientos ambivalentes. Estuve a punto de confesarle a Lorenzo que no quería verle más pero finalmente él mismo percibió la distancia que inconscientemente ya había comenzado a tomar forma entre nosotros y se retiró deportivamente, sin hacer preguntas y como si fuera él quien había tomado la decisión. Me anunció que aunque podíamos ser amigos no volveríamos a acostarnos bajo la excusa de que había comenzado a tener algo serio con el dueño de La Mota, Luis, el cual, al parecer, había estado enamorado de él desde que lo contrató. Suspiré aliviado, esa es la verdad, aunque suene mal decirlo: sentí que me había quitado un peso de encima.

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