Entrada + Consumición (18 page)

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Authors: Carlos G. García

Tags: #Romántico, #LGTB

De vez en cuando él se detenía y se volvía hacia mí, porque siempre iba delante, tirando de la gravedad de mis huesos, de mis músculos, de mi carne, de mis besos, de mis lágrimas. Yo le miraba, empapado, comprobando henchido de satisfacción cómo me dedicaba una sonrisa en la que había pensado largamente, que yo había añorado con todas mis fuerzas; y concluía que aquello era lo mejor que me había pasado nunca, que había deseos que podían cumplirse, que podían hacerse realidad. Luego él me besaba y la lluvia torrencial se me colaba entre los labios y se mezclaba con su saliva: nos la bebíamos y a mí me parecía una experiencia mística poder compartir con él gotas de lluvia.

Estoy completamente convencido de que debí haber racionalizado cuando alcanzamos su portal y abrió la puerta, presuroso e invitándome a entrar mediante un gesto espontáneo de su cabeza, sin borrar jamás esa sonrisa hipnótica de su rostro. Cuando subimos las escaleras dejamos un reguero de gotas de agua tras nosotros, como las migas de pan que Pulgarcito dejó para hallar el camino de vuelta, para no perderse bajo ninguna circunstancia. Tras atravesar el umbral de la puerta de su casa, me desnudó con delicadeza, amorosamente, como si pretendiera cuidar de mí, al tiempo que besaba mis labios, la punta de la nariz, mis párpados, la frente, el mentón, los lóbulos de las orejas. Yo sonreía e imaginaba que aquello era el final de una película dramática tras el que nos arroparía el fundido en negro y los personajes, nosotros, pasábamos a ser felices para siempre.

Tal vez, tendría que haber racionalizado entonces, no haberme dejado llevar por lo que me ordenaba mi subconsciente, la parte intrínseca de mí mismo que imploraba que le hiciera caso con el único fin de intentarlo, de quemar los últimos cartuchos, de tratar de conseguir que algunos de mis sueños, aunque sólo fueran algunos, aunque otros simplemente murieran, se hicieran realidad.

Pero yo pensaba entonces que racionalizar estaba sobrevalorado.

A veces hoy, aun a pesar de lo ocurrido, todavía pienso que racionalizar está sobrevalorado. Acostarme a destiempo con Lorenzo fue algo muy doloroso también a destiempo: fue desandar pasos de un camino que ya había emprendido y que forzosamente tenía que recorrer. Después de acostarnos, él me hizo saber de una manera muy peculiar que había malinterpretado sus gestos, que lo sentía pero que seguía sin querer estar conmigo.

Y, sin embargo, aquella fue una de las noches más mágicas y envolventes que guardo entre mis recuerdos.

Al fin y al cabo, lo intenté. Como dice Sandra, al final es lo que más importa.

Por mucho que Jorge trate de decirme en actitud paternalista que me lo piense dos veces por mi bien, ambos sabemos que quien no arriesga, no gana.

Y, si no, ¿qué coño hizo él la noche que se acostó por primera vez con Jesús?

Un whisky con Seven Up

Me llamo Antonio, tengo veintisiete años y siempre he sido un buen chico.

Es lo primero que pienso todas las mañanas al levantarme. Esta reflexión, un mero recordatorio que cualquiera consideraría del todo insustancial, casi que se podría decir que no aporta nada, me acompaña involuntariamente durante el transcurso de mis tareas cotidianas. No sé qué fin tiene pero a veces me hace sentir bien conmigo mismo y pienso: «Ese soy yo, Antonio, un chico de veintisiete años; un buen chico en toda regla». En otras ocasiones se convierte en una especie de frase de tortura que me produce un escozor lacerante en el oído, una picazón imposible de calmar que me hace repetirme una y otra vez: «Mierda, ¿por qué tuviste que ser tan buen chico durante tus veintisiete años, Antonio?».

Esta mañana de lunes, cuando suena el despertador, no es diferente: la rutina se repite. De manera simultánea a mis tareas cotidianas, levantarme de la cama, preparar el desayuno, ducharme, vestirme y disponerme a salir de casa hacia el trabajo, el pensamiento me acompaña. Se preguntarán ustedes cuál es esta mañana la sensación que predomina: si la que me hace sentir en paz conmigo mismo o si, por el contrario, se ha instalado a sus anchas la que provoca inquietud en mi bienestar.

Aunque es más que probable que, antes que todo eso, ustedes se pregunten quién soy yo en el transcurso de esta historia en la que, hasta el momento, siempre se ha erigido como narrador otra persona que no se llama Antonio, no tiene veintisiete años y no ha sido siempre un buen chico.

Para que ustedes se hagan una idea de quien soy, les contaré cosas de mí mismo. Soy castaño claro. De pequeño era muy rubio, pero como suele suceder, los avatares imprecisos de la vida me volvieron más oscuro. Recientemente me he dejado barba, porque, es verdad, estoy más guapo con parte de la cara tapada. Esto no es que lo diga yo en plan inseguro, es que es un hecho empíricamente demostrado: ligo mucho más. Infinitamente más. Y me miran por la calle. Y los chicos se acercan a hablar conmigo. Pero esto no se debe exclusivamente a que la barba me favorezca, sino a que poseo unos ojos que llaman poderosamente la atención. Desde que tengo uso de razón, todo el mundo ha hecho referencia a la maravilla ambulante que eran mis ojos de un tono azul grisáceo.

En el colegio, en una clase de veinticinco alumnos, era el único que tenía los ojos de este color claro e indeterminado. No había ni un sólo niño o niña en el aula que dispusiera de un par de iris azules, siquiera azul común, un azul menos llamativo que el de los míos, que pudieran hacerme sombra. Para colmo, en mi clase debía haber unos tres Antonios, razón por la que todos mis compañeros e incluso algunos profesores acertaron a ponerme el mote de Ojos Bonitos a la hora de referirse a mí y no a Antonio Montes, al que sencillamente llamaban por su apellido, ni a Antonio García, al que todos llamaban Antoñete.

Vivo con mi padre, un tipo que presume a todas horas de lo buen chico que soy. Cualquiera que se detenga a hablar con él en cualquier circunstancia está condenado a oír de su boca lo bueno, lo bondadoso, lo compasivo en el sentido más hindú de la palabra, que es su hijo. Y no crean, a mí esto me gusta: siempre es agradable que tu padre te quiera y se empeñe en decírselo a todo Cristo, en plan altavoz; aunque a veces me pregunto si mi padre dice esto para convencerse a sí mismo, para convencerme a mí o porque, en cierto modo, desea camuflar la triste realidad de que no sabe demasiado sobre mí; entre otros factores, porque no comprende la mayoría de las cosas que soy y siento.

O sea que a mi padre le horroriza profundamente que su hijo sea gay, aunque su educación en valores políticamente correctos y su amor hacia mí desde que era un puñetero crío que se apegaba a sus brazos con una sonrisa afectuosa e inocente le impiden ser consecuente con esa incomprensión y sacarme de su vida. Es un consuelo. Sé que al menos trabaja en su interior para conseguir comprenderlo y, de alguna forma, aceptarme. De momento se limita a tolerarme; siempre y cuando yo no haga ningún comentario explícito acerca de mi inclinación a sentirme atraído por otros hombres. Algo que sucede con frecuencia y ante lo que yo no me corto, porque en ocasiones me canso de ser tan buen chico, y la voz que me anima a no ser tan bueno surge y me conmina a que exprese algo inapropiado que sé de antemano que le incomodará. Él se escandaliza pero como soy tan buen chico desde siempre, no se enfada, sino que cambia de tema, se hace el loco y actúa como si no hubiera tenido lugar el comentario.

Vivo con mi padre porque mi trabajo apenas me daría lo suficiente para pagar un alquiler compartido y a duras penas conseguiría llegar a fin de mes; pero también vivo con mi padre porque mi padre está solo.

Es decir, que mi padre habla bien de mí y me tolera porque me quiere, soy su hijo, pero también lo hace porque no tiene a nadie más que le haga compañía. Es la verdad. Soy un buen chico pero no soy imbécil.

Estudié Trabajo Social porque era lo que más reclamaba mi atención en el abanico de carreras disponibles. Mi padre se empeñó en que continuara estudiando aunque a mí no me apetecía una mierda. Él creía firmemente en la idea de que si disponía de una carrera universitaria lograría labrarme un futuro de provecho, sin necesidad de doblar demasiado la espalda; como él, que siempre ha sido un currante nato, obrero de la construcción, en paro oficialmente por culpa de la maldita crisis. Extraoficialmente, hace sus trabajitos de cuando en cuando. Sin casco, claro, y sin apenas cumplir medidas de seguridad porque su capataz prefiere ahorrarse el dinero para poder pagarle, ya que está tieso. O eso es lo que dice él. Aquí todo el mundo llora demasiado, es la moda.

Pero no nos vayamos por los cerros de Úbeda. La cosa es que mi padre me convenció para que siguiera estudiando y yo, que había sacado unas buenas notas en selectividad, me dije: «Venga, vale, va», más por dilatar que él me mantuviera que porque me apeteciera. Se trataba de los tiempos del
boom
de la construcción: a él le sobraba el trabajo y encima era de los mejores pagados en todas las obras, ya que todos le conocían. Se sacaba un buen pico al mes. En aquellos tiempos estaba muy triste por el divorcio con mamá y bebía mucho. No es que estuviera borracho a todas horas ni que se pusiera agresivo, nada de eso, únicamente se cogía unas melopeas de ordago los días que libraba y a mí me daba mucha pena porque sabía que el único motivo por el que lo hacía era para que el tiempo transcurriera más deprisa, para que las manecillas de todos los relojes fluctuaran más velozmente en sus correspondientes esferas y, así, no pensar tanto en mamá.

Así que un día, enfrascado en solucionar los problemas del mundo, que es algo muy característico de mí, se me ocurrió una idea: si empleaba parte del dinero que ganaba en mis estudios dispondría de menor margen para gastar en el bebercio.

Los estudios, sin embargo, suponían un solo pago al principio de cada curso en concepto de matrícula anual. Yo no había contado con eso; había previsto que se trataría de un gasto mensual elevado, de una suma considerable, teniendo en cuenta el material escolar, los libros y todo eso. Pero me equivocaba porque en la universidad pública nos daban apuntes y no nos obligaban a comprar libros para aprobar. Cierto es que podría haber barajado la posibilidad de estudiar en una privada, pero no me parecía lícito ingresar cantidades astronómicas en las cuentas de unos mequetrefes que no saben hacer la O con un canuto pero que se lo han montado muy bien por ser hijos de quienes son y tener los contactos que tienen. Aun así, decidí que le iba a contar otra milonga a mi padre. Le convencí de que mensualmente debía cederme unas cuarenta mil de las antiguas pesetas, además del pago de cien mil inicial en concepto de matrícula. Mi padre, el pobre, que nunca ha estado muy ducho en estos temas y que además se siente lo suficientemente torpe y ajeno a estos menesteres como para no molestarse siquiera en investigar o en ir más allá de lo que le diga su hijo, no rechistó: religiosamente me ponía un sobre encima del escritorio de mi habitación, sobre un montón de apuntes que normalmente tenía a la vista para dar imagen de chico aplicado. A primeros de cada mes, sin demora, las cuarenta mil pesetas caían en mis manos. Ojo, no me malinterpreten ustedes, que yo ese dinero no lo usaba para correrme juergas interminables ni darme caprichos desproporcionados, sino que, religiosamente también, lo ingresaba en una cuenta aparte de la que él no tenía conocimiento. Era como una especie de fondo de ahorro: en lugar de permitir que se perdiera en alcohol o en manos de profesores y docentes de incompetencia supina pero mucho renombre, permanecía en el banco para futuro uso y disfrute.

El plan funcionó: mi padre se agobió por culpa del dinero y dejó de beber copiosamente en sus días libres. Y yo, sintiéndome culpable, me ofrecía a acompañarlo a dar paseos o a realizar cortas escapadas a pueblos de la provincia con el fin de conocerlos y de que se distrajera en aquellos núcleos de casas blancas encaladas perdidas entre barrancos y arroyos débiles. Mientras tanto rezaba porque a papá no le viniera en gana preguntar a sus amigos cuánto se gastaban a la hora de costear los estudios universitarios de sus hijitos…

Tomo el autobús hasta el centro. Es una ventaja trabajar allí. Mi barrio está muy bien conectado y es casi imposible que el autobús de las ocho y cuarto no pase puntualmente. La parada está llena de gente con cara de sueño. Bostezos y la música que suena a través de mis auriculares flanquean las interrogaciones que dibujo en el aire y que se dirigen hacia todas partes. Hago demasiadas preguntas al cosmos. Es uno de mis principales defectos, este anhelo malsano por querer saberlo todo. Cuándo aprenderé que hay cuestiones para las que no existe una respuesta satisfactoria, por mucho que empeñe en estudiar minuciosamente todos y cada uno de los satélites que describen órbitas alrededor de mi cabeza.

Efectivamente, a las ocho y cuarto en punto, el autobús se detiene en la parada. Subimos todos, perfectamente ordenados en una cola que a nadie se le ocurriría no respetar a juzgar por las caras de pocos amigos que los habitantes de la vida moderna lucimos a estas horas. Una vez dentro, me disperso en lo que vislumbro a través de una ventanilla y me evado, hasta que, tras doblar una esquina, una calle que me es muy familiar me devuelve a la realidad. Pulso el botón que hace ruido y enciende una luz, ése que siempre quería pulsar cuando era pequeño y que es como una señal para que el conductor sepa que tiene que detener el vehículo y permitir que me apee. Ojalá el mundo tuviera un botón similar para todas esas ocasiones en las que ansio bajarme de él.

Una vez en la calle, el frío de la mañana vuelve a golpearme las mejillas. Me sitúo. Me concentro. Ahora sólo tengo que subir un par de calles hasta la asociación en la que trabajo, en donde recogeré algunas cosas, y me marcharé, cargado de material informativo, hasta la plaza más céntrica. Me espera una jornada callejera.

En la recta final de la carrera, que fui aprobando adecuadamente sin problemas porque me gustaba aunque me jodiera confirmarle al resto del mundo que era tan buen chico como parecía, me concedieron unas prácticas en el Instituto de la Mujer. Y digo que me las concedieron porque cuando uno decide ser becario, no basta con que se ofrezca a hacer de todo por cuatro duros, sino que además tiene que solicitarlo a modo de privilegio. ¿Desde cuándo trabajar gratis es algo para lo que se hace cola? En el Instituto conocí a Adela, una mujer de edad madura, muy amable y que también tiene pinta de haber sido una buena chica durante toda su vida. Aunque esta característica en los demás suele parecerme una cualidad, no un defecto, como en mi caso.

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