—Quien ha caído no debe temer a la caída —dijo Stephen—. Quien ha sido humillado no debe temer al orgullo. Mi bolsa está vacía y nadie puede robarme.
—¿De veras, señor? —dijo el norteamericano, mirándole atentamente.
Stephen asintió con la cabeza y al ver que el hombre se llevaba la mano al bolsillo, dijo:
—¡No, no! Tengo mucho en un cajón en mi casa. Gracias, señor, por haberme enseñado el camino y gracias por lo que creo que ha sido un noble intento.
Stephen permaneció allí un rato después que el norteamericano se fue. Por lo que se veía, a la puta le iba muy bien. Era un hotel acogedor, sin duda, pero más lujoso que el tipo de hotel que a él le gustaba. Era un lugar al cual iría a cenar invitado por amigos ricos, pero no solo. Verdaderamente, al primer piso lo habían vuelto del revés: había algunos muebles y alfombras en el largo balcón y otros eran llevados de una habitación a otra. Y por los furiosos gritos que acompañaban cada movimiento supo que el hotel estaba dirigido por franceses. Buena comida y buen vino… si a uno no le importaba el precio. Era muy adecuado para Diana.
Mientras estaba mirándolo, vio a Pontet-Canet salir y luego detenerse en la acera y llamar a un hombre que estaba en uno de los balcones superiores.
—
¡Yankee Doodle!
—gritó y se echó a reír—.
¡Yankee Doodle, souviens-toi!
Stephen se mezcló con la muchedumbre y rápidamente acudió a su cita en la taberna del muelle, donde, como esperaba, no encontró otra cosa que circunspección, sentimientos nobles pero que no llevaban a un compromiso y duras críticas al señor Madison. La única información importante que obtuvo fue que la
Constellation
, una fragata de treinta y ocho cañones y 1.265 toneladas, había sido construida en Baltimore y había costado 314.212 dólares, mientras que la
Chesapeake
, también de treinta y ocho cañones pero construida en Norfolk, había costado sólo 220.677 dólares.
Un derroche de dinero público: 61.299 libras y 2 chelines —dijo el señor Herapath, mirando detenidamente su cuaderno.
Stephen también fue muy discreto. ¿Quién podía saber hacia qué sentían realmente animadversión esos comerciantes o si alguno de ellos era un
agent provocateur
?
Cuando se dirigía a la Asclepia pensaba sobre todo en la señora Wogan. Irían a ver a Johnson y ella le presentaría como el nuevo agente secreto que ella misma había reclutado. Ella había usado el término «consejero», que era menos duro y ofensivo que «espía», le había llamado consejero de los que luchan por la paz. El no había mostrado interés por nada en particular, pero los deseos de ella eran más fuertes que su razón y estaba casi segura de que él aceptaría. Sin embargo, estaba equivocada, pues él no quería ser un espía doble. Había conocido a otros que lo habían sido y sabía que a veces habían obtenido resultados espectaculares, pero eso no era para él, aunque tuviera la necesaria habilidad, lo cual dudaba. Correría el peligro de que le apresaran por ser amigo del otro bando o por tener escrúpulos y, sobre todo, tendría que fingir más… y ya estaba cansado de eso. Estaba cansado de fingir incluso en circunstancias normales y ansiaba poder dejar de hacerlo, poder hablar con franqueza a cualquier hombre o mujer que le fueran simpáticos o antipáticos. No obstante, tenía que ir a ver al señor Johnson… La hermosa Wogan había llegado al convencimiento de que él sería un consejero al igual que en el pasado, cegada por su simpatía hacia él, había llegado a creer que Jack era el malo de aquel cuento. Aparentemente, sus superiores compartían su opinión y eso explicaría muchas cosas: que fueran reacios a dejarle marchar, que se hubieran quedado con sus documentos y que le relacionaran con el extraño asunto del
Altee B. Sawyer
, lo cual era tal vez el primer intento de culparle de acciones falsas, aunque un intento infructuoso. Se preguntaba si tenían escrúpulos. En algunos servicios secretos que él conocía, el deseo de venganza y de obtener más información hacía llegar a sus hombres demasiado lejos. Por ejemplo, los espías al servicio de Bonaparte no tenían límites. Se restregó las manos, todavía retorcidas a causa de un interrogatorio al que le habían sometido los franceses hacía muchos años.
Por lo que se refería a ambas naciones, pensaba que no había comparación posible entre ellas. En Estados Unidos los ciudadanos expresaban libremente su opinión, y, de hecho, él se había asombrado al leer los periódicos, pues la mayoría de los artículos expresaban una profunda indignación; en cambio, la tiranía que existía en Francia, con medios muy eficaces, había conseguido amordazarles. Sin duda, tenían regímenes diferentes y de diferente moral. No obstante, los servicios secretos eran algo distinto, eran mundos aparte habitados a veces por seres muy extraños y radicales. Había conocido a varios de ellos en Francia y España y también había visto a algunos entre los ingleses que estaban en Dublín en 1798 y en la escuela de equitación de Stephen's Green, donde interrogaban a los sospechosos. La mayoría de los interrogadores eran seres infames, pero incluso los hombres honorables y humanitarios eran capaces de hacer casi todo por altruismo. Por otra parte, la bomba que Wogan había llevado a su país con orgullo estaba preparada para que causara daños a Francia principalmente, para que fuera Bonaparte quien sufriera sus efectos y sólo los sufrieran los norteamericanos incidentalmente, si se convertían en sus aliados. No pretendía herir a los espías norteamericanos, aunque era posible que hiriera su orgullo.
Encontró a Jack Aubrey sentado en una silla junto a la ventana y observando el puerto con el telescopio.
—Por poco no has podido ver al señor Andrews —dijo al ver a Stephen—. Si hubieras llegado sólo unos minutos antes le habrías visto. En verdad, me extraña que no te hayas tropezado con él en la escalera.
—¿Quién es el señor Andrews?
—Es el nuevo delegado para el canje de prisioneros y vino para presentar una protesta. Llegó de Halifax en ese queche que está junto a las balizas rojas y trajo algunos documentos y esta nota para ti. No han llegado cartas de Inglaterra todavía, al menos para nosotros.
La nota era para Stephen, de su colega de Halifax. En apariencia, sólo le daba la noticia de la muerte de un amigo común, pero, en realidad, le decía que Jean Dubreuil estaba en Washington. Jean Dubreuil era un hombre importante en París y era uno de los que Stephen había intentado matar o inutilizar con sus bombas. Se guardó la nota en el bolsillo y atendió a Jack, que le hablaba sobre el bloqueo.
—A
África
la están reparando y a la
Belvidera
se le ha rajado el palo mayor por encima del mallete —decía Jack—, así que sólo nos quedan la
Shannon
y la
Tenedos
en la bahía de Massachusetts. Sólo tenemos esas dos fragatas y un barco nodriza, una corbeta, para vigilar a la
President
, la
Congress
, la
Constitution
y la
Chesapeake
. A la
Constitution
la están reparando y la
Chesapeake
está abordada con la machina flotante porque le están poniendo un palo mayor y un palo mesana nuevos, pero en la
President
colocaron las vergas de sobrejuanete esta tarde y la
Congress
ya está lista para hacerse a la mar, pues ha cargado incluso la pólvora, como le dije al señor Andrews.
—¿Le has dicho muchas cosas?
—Todas las cosas de las que me he enterado observando el puerto con el telescopio. Y como tengo uno muy bueno, gracias a Dios, me he enterado de muchas. Por ejemplo, sé que la
Chesapeake
desembarcó cuatro carronadas y un cañón de dieciocho libras, pero todavía tiene todas las piezas de artillería que le corresponden a una fragata de treinta y ocho cañones. Supongo que tenía exceso de cañones y que por eso navegaba lentamente. Sin embargo, hay algunas cosas que olvidé decirle. En el futuro las apuntaré.
—Jack, Jack, no hagas eso —dijo Stephen.
Entonces fue a sentarse a su lado y, en voz baja, le dijo:
—No pongas nada por escrito y ten mucho cuidado con lo que cuentas. Tengo que decirte una cosa, Jack: los norteamericanos sospechan que tienes relación con los Servicios Secretos, por eso el canje se demora. Por Dios, no les des un pretexto para que procedan contra ti. Podrían acusarte de espionaje. Pero no te preocupes demasiado, no dejes que eso perturbe tu mente. Pronto descartarán esa idea, estoy convencido. Sin embargo, te aconsejo que no demuestres que estás muy bien de salud. Debes permanecer en la cama y podrías aparentar que te sientes más débil de lo que estás, exagerar un poco. No debes entrevistarte con ningún funcionario, si eso puede evitarse. Hablaré con el doctor Choate.
Y después de darle una serie de consejos sobre cómo simular muchas cosas, le repitió:
—Pero no te preocupes mucho, pues, como digo, pronto descartarán esa idea.
—¡Oh! —exclamó Jack, riendo de buena gana por primera vez desde que había sido capturado—. Estoy preocupado porque sospechen que soy un espía, pero estoy seguro de que no tardarán en descartar esa idea.
—Bueno —dijo Stephen, sonriendo—, pero eres apto para serlo, pues sabes hacer juegos de palabras al menos. Buenas noches. Y yo también me voy a acostar temprano porque quiero tener la mente clara mañana.
Stephen siguió a la señora Wogan hasta el hotel Franchón sintiendo algo parecido al miedo. El ambiente era europeo y las personas que estaban detrás del mostrador de la recepción hablaban francés y ambas cosas hicieron cambiar su noción del tiempo y el lugar. No había visto a Diana Villiers desde hacía mucho tiempo, sin embargo, le parecía que volvía al lugar donde había tenido un encuentro con ella el día anterior, un encuentro del cual podría haber salido con una alegría inmensa o con el corazón destrozado. Diana le había tratado de una manera espantosa a veces y él temía encontrarse con ella. Se había preparado para la cita con dos horas de antelación. No se preocupaba mucho por su ropa y rara vez se afeitaba más de una o dos veces por semana, pero hoy vestía la mejor camisa que había podido conseguir en Boston y se había afeitado dos veces, de modo que ya no tenía la cara de color aceitunado y mate sino de un brillante color rosado que el viento cortante de Boston hacía más intenso.
Les condujeron hasta una elegante sala del piso superior y allí encontraron al señor Johnson. Stephen le había visto una vez, hacía muchos años, cabalgando en el caballo más hermoso del mundo por el camino que llevaba a la casa de Diana en Alipur. Y le había visto regresar enseguida por el mismo camino porque no había sido recibido. Era un hombre alto, guapo y de aspecto inteligente, aunque ahora tenía barriga y papada, algo que no tenía cuando cabalgaba en aquella yegua alazana. Su mirada era viva y un poco maliciosa y seguramente su temperamento era impetuoso. ¿Qué sabía él de sus relaciones con Diana? Stephen se había preguntado eso muchas veces y volvía a preguntárselo ahora, mientras Johnson saludaba a Wogan.
La señora Wogan les presentó y Johnson dedicó toda su atención a Stephen. Le saludó con una inclinación de cabeza y le miró con una mezcla de interés, benevolencia y admiración. Obviamente, era un hombre con don de gentes y sabía cómo hacer que su interlocutor se sintiera como una persona realmente importante.
—Encantado de conocerle, doctor Maturin —dijo—. La señora Wogan y el señor Herapath me han hablado a menudo de lo amable que fue usted con ellos en su viaje y mi amiga la señora Villiers me ha dicho que le conoce desde que era niña. Además, señor, es a usted a quien debemos esa espléndida monografía sobre los alcatraces.
Stephen dijo que el señor Johnson era demasiado amable y demasiado generoso y que era cierto que él había sido más afortunado que la mayoría por haber podido profundizar en el estudio de los alcatraces, pero que no tenía ningún mérito, ya que eso se había debido a las circunstancias. Se había perdido en una isla tropical cuando estaban en la época de cría e inevitablemente se había familiarizado con muchas de sus especies.
—Nosotros tenemos muy pocos alcatraces, desgraciadamente —dijo Johnson—. Una vez, cuando estaba en las inmediaciones de las islas Dry Tortugas tuve mucha suerte y pude coger un alcatraz enmascarado, pero nunca he visto el de vientre blanco ni el piquero.
—Pero tienen ustedes rayadores y la hermosa anhinga.
Hablaron durante un rato de los pájaros de América, la Antártida y las Indias Orientales. Stephen se dio cuenta de que Johnson sabía mucho, a pesar de que lo negaba por modestia. No era un científico y sabía muy poco de la anatomía de las aves, pero no cabía duda de que le encantaban. Johnson hablaba con la misma voz suave que Wogan y la misma lentitud, muy parecido a un negro, pero eso no logró ocultar su entusiasmo al hablar de los albatros, los cuales había visto en su viaje a la India. Ella les estuvo escuchando silenciosamente durante algún tiempo y luego, con aire pensativo, se puso a mirar por la ventana a la gente que pasaba por debajo, medio oculta por la turbulenta niebla, y finalmente salió al balcón.
—Cuando supe que tendría la oportunidad de conocerle —dijo Johnson, cogiendo una carpeta que estaba en su escritorio—, puse esto en la maleta.
Eran delicadas y minuciosas pinturas de diversas aves de América. Entre ellas estaba la anhinga, y cuando Johnson la encontró dijo:
—Y ésta es precisamente el ave que usted mencionó antes. Le ruego que la acepte y además quiero expresarle mi agradecimiento por el placer que me ha proporcionado su monografía.
Siguió una negativa firme, pero cortés. Johnson aseguró que la pintura tenía muy poco valor comercial y que le había pagado tan poco al pintor que se avergonzaría de decirlo, pero era demasiado educado para insistir más allá de cierto punto. Entonces empezó a hablar del pintor.
—Es un joven francés que conocí en el río Ohaio, un criollo de mucho talento y de un carácter difícil. Le habría encargado muchas más, pero, desgraciadamente, nos peleamos. Era un bastardo, y los bastardos, como seguramente habrá observado usted, son en general más sensibles que los hombres normales. A veces uno les ofende sin querer y a veces ellos parecen provocarle a uno.
Stephen también era un bastardo y al oír esa palabra se puso furioso, pero no podía dejar de reconocer la veracidad de esa afirmación. Por otra parte, estaba convencido de que un hombre tan correcto como Johnson nunca la habría hecho si hubiera sabido que ahora se encontraba frente a otro bastardo. Pensó que Diana había sido discreta, extremadamente discreta, pues cuando se describía a un amigo, lo primero que se decía de él, lo primero que dejaba de ser un secreto, era si tenía alguna parte del cuerpo deforme, si era bastardo o si era divorciado.