Apoyó las dos manos sobre la mesa y la miró directamente a los ojos.
—Isabella, escúchame —dijo con el tono más suave que encontró—. No tiene nada que ver con el sitio. Bueno, en parte sí. —Ella hizo un gesto como para decir algo, pero se quedó callada, mirándolo con interés—. Creo que he finalizado un periodo de mi vida. Necesito dedicarme a otras cosas. Estoy cansado del trabajo que hago y del tipo de vida que llevo.
¿Te ha quedado claro?
, le hubiera gustado añadir.
—Eso te pasa porque ya te encaminas hacia los cuarenta —aseguró ella con una sonrisa tranquilizadora. Se puso en pie para acercarse hasta él—. Lo que necesitas es una temporada de descanso.
A Martín le exasperó su tono condescendiente. ¿Era una sensación suya o le estaba hablando como cuando se dirigía a los becarios recién salidos de la universidad?
Se irguió y se cruzó de brazos. Ya había pasado el tiempo en el que lo trataban como si fuera un chiquillo y él se quedaba con la cabeza inclinada, en espera de la reprimenda.
—Claro. Y tú sabes con exactitud lo que yo preciso —respondió con brusquedad.
Isabella no pareció notar su mordaz comentario.
—Vete a alguna isla del Caribe a tomar un poco el sol. Ya verás como dentro de quince días te sientes como nuevo —le aconsejó.
—No estoy cansado. Lo que sucede es que no estoy a gusto en el mundo de la moda —declaró. Ahora que había empezado a ser sincero, le resultaba más fácil pronunciar las palabras apropiadas—. Lo encuentro de lo más frío, vano, vacío y fútil. No trabajo con comodidad, no consigo concentrarme en las sesiones de trabajo, no me hace ilusión levantarme por las mañanas para salir a trabajar.
Ella le echó una mirada comprensiva antes de interrumpirlo.
—¡Ah! Todo esto es por lo que le ha sucedido a Robin Elwes.
—Sí —confesó—. Sí y no. Es por eso y por mucho más. Por todo lo que te he contado antes, pero sobre todo es por mí; porque tengo ganas de tener tiempo para pensar, para leer y para ir al cine; porque quiero acostarme pronto, levantarme al alba y pasearme por la playa en invierno; porque necesito ver a mis padres, a mi hermano y a mis sobrinos y tomarme un vino en una taberna cualquiera de un pueblo desconocido. Es por todo lo que ya no hago. Es porque deseo llegar de la calle con las bolsas del supermercado y que cuando meta la llave en la cerradura sienta que estoy en casa.
Una vez que lo hubo dicho, se sintió mejor. Aquello era lo que llevaba intentando averiguar desde hacía tanto tiempo y ahora, sin meditarlo, lo había descubierto de repente.
La voz de Isabella lo devolvió a la realidad. Martín la miró mientras ella abría un estuche negro que tenía sobre la mesa y sacaba un bolígrafo dorado.
—¿Y qué es lo que has pensado hacer? ¿Cuáles son tus planes?
El brillo de sus ojos reveló a Martín que la mujer de negocios que se escondía debajo de aquel traje de chaqueta blanco acababa de salir. Y, a partir de ese momento, su única preocupación sería intentar buscar una solución al problema que él había arrojado sobre su mesa.
Tenía que buscar un sustituto.
—No te preocupes —la tranquilizó él adelantándose a sus pensamientos—. No voy a salir por la puerta en este instante. Puedes localizar a alguien sin prisa. Si quieres te echo una mano con la selección. Yo mantendré todos los compromisos que ya tengo con
Beauty Today
, aunque te agradecería que dejaras de contar conmigo para los nuevos proyectos que surjan a partir de ahora.
—Bien, bien —aceptó ella mientras observaba con interés el kilim de seda azul que cubría el suelo y que ella misma había traído de Turquía en uno de sus viajes—. Dame dos meses de plazo y después eres libre para volar como un pájaro —le dijo con voz cortante.
No ha ido tan mal
, pensó Martín cuando escuchó el clic de la puerta del despacho al cerrarse. Sabía que la noticia de su partida caería como una bomba y que pronto correría como la pólvora por todo el edificio.
Sobre todo cuando se sepa que Isabella está buscando quién me reemplace
.
Sacó el teléfono móvil del bolsillo derecho de sus pantalones y marcó el número de la casa de Javier. Le pillaría. Era la hora de cenar. Esperaba que pudiera hablar sin nadie a su alrededor.
—Ha ido bien, aunque ha sido más complicado de lo previsto. Ya puedes comenzar a prepararlo todo. —Martín sonrió a las personas que estaban dentro del ascensor cuando este abrió sus puertas—. No, no te preocupes. Llámame a la hora que sea. Yo estoy contigo en esto. No voy a permitir que seas tú el que se encargue de todo.
• • •
El hombre del pelo blanco llegó a la esquina de la calle y comprobó la placa. Calle Paz. Allí era adónde se dirigía. Se subió el cuello de la cazadora de ante marrón para resguardarse del viento helado y comenzó a subir la cuesta sin dejar de comprobar ambos lados de la acera. Un poco más arriba la vía se ensanchaba.
Teatro Albéniz
, leyó. En uno de los cristales de las puertas de acceso había un enorme cartel anunciando el Festival de Otoño. Si hubiera venido a Madrid con Carmen, la habría llevado a ver algún espectáculo. Pero aquel era un viaje que tenía que hacer solo. No podía correr el riesgo de que ella descubriera lo que estaba a punto de hacer.
Se paró delante de un escaparate.
Viuda de Ruipérez e Hijos. Arte religioso
, leyó en voz alta. Había encontrado el sitio. Había sido fácil seguir las indicaciones que le había dado el extraño con el que había hablado por teléfono aquella misma mañana. Le sorprendió que todo fuera tan sencillo. Había esperado que el lugar de reunión fuera un tenebroso piso al que se accediera desde una oscura escalera y no una tienda en pleno centro de la capital, al lado mismo de la Puerta del Sol.
Empujó la puerta del comercio y entró. Las campanillas todavía tintineaban cuando apareció un joven moreno al fondo del establecimiento. Este sorteó una enorme imagen de un monaguillo de madera y una robusta mesa torneada, mayor que la que el hombre había visto en una ocasión en la sacristía de la catedral de Murcia.
—¿Qué se le ofrece? —le preguntó con una ampulosidad poco acorde con su informal aspecto.
—Quiero hacer un regalo —recitó, tal y como le habían indicado aquella mañana que hiciera.
—Busca algo especial. Pase y seguro que encuentra algo que agrade a
su tía
—contestó el dependiente.
Aquella era la señal. Si le quedaba alguna duda, un gesto afirmativo de la persona que tenía delante le confirmó que había llegado al sitio correcto. El tendero se acercó hasta la entrada y giró la llave para cerrar el establecimiento a la vez que daba vuelta al cartel que había colgado del cristal.
Volvemos en diez minutos
vería cualquiera que pasara por la acera aquella fría tarde de noviembre.
—Sígame.
Entraron en una pequeña oficina. Apenas había muebles. Una mesa de despacho destartalada con un anticuado ordenador, un teléfono, un par de sillas y unas baldas eran lo único que decoraba la estancia.
El hombre no se desabrochó la pelliza. Tenía la sensación de que no estaría mucho tiempo allí. Aquello no era precisamente una elegante sala de exposiciones. Claro que el encargo que estaba dispuesto a hacer tampoco era una proposición digna de una galería de arte con representación en ARCO. Le había costado decidirse a dar aquel paso, pero su amigo le había hablado muy bien de la eficacia de aquella gente y él sabía que a Carmen le haría muchísima ilusión.
—Como comprenderá, el almacén lo tenemos en otro sitio más discreto —se disculpó el joven—. Este es un barrio un poco conflictivo por las noches —dijo como si aquello justificara el hecho de tener parte de la
mercancía
a buen recaudo.
—Esta mañana... —comenzó diciendo el visitante.
—Me comentaba que estaba interesado en una imagen —le cortó—. ¿Qué tipo de imagen?
—En realidad no tengo preferencias. Como le he dicho, es un regalo para una persona muy interesada en el arte. Podría ser una imagen de un santo, de una santa, porque... supongo que conseguir una virgen será bastante complicado.
El vendedor hizo un gesto que el hombre no supo interpretar.
—Se podría intentar, pero lo más probable es que sea imposible encontrar algo en buen estado. Y, por lo que me ha explicado por teléfono, esa es una de las condiciones.
—Sí. Tal y como le he dicho esta mañana, lo que busco es algo entre el siglo XII y el XVII. Que sea pequeño, no más de cuarenta centímetros, en perfecto estado y, por supuesto, con los papeles de propiedad
en regla
.
—No se preocupe por eso. Cuando
su amigo
lo reciba,
todo
será legal.
—Eso es lo que me han comentado de ustedes.
—Supongo que también le han indicado la forma de realizar el pago. La mitad será en el momento del encargo y el resto a la entrega.
—Estoy informado.
—¿Plazos?
—No hay prisa. Los regalos de navidad ya los tengo comprados —dijo el hombre con intención de que aquel diálogo no sonara como una conversación entre delincuentes.
—¿Lugar de entrega?
—Digamos que... en algún sitio de la costa levantina.
—Entiendo. Cuando tengamos la mercancía, nos pondremos en contacto con usted —afirmó a la vez que se levantaba.
La conversación había finalizado. El cliente no había tenido tiempo ni siquiera de entrar en calor.
No volvieron a pronunciar palabra hasta que llegaron a la puerta del establecimiento.
—El pedido se hará efectivo cuando recibamos la cantidad que le indiqué esta mañana en la cuenta bancaria que su amigo le proporcionará. Esté atento a los mensajes que le lleguen al móvil firmados por... Andrés Levante —dijo antes de indicarle que se marchara.
Ya en la calle, el hombre se subió el cuello del chaquetón y comenzó a bajar hacia el centro de la ciudad.
• • •
Martín traspasó las puertas del edificio que el Gobierno Vasco tenía en la Gran Vía de Bilbao y salió a la calle. Llevaba allí una semana y todavía no había dejado de llover, pero no le importó. Se abrochó los botones del abrigo y dudó un instante antes de decidirse a poner un pie en la acera.
Y ahora a por el otro asunto
, se dijo mientras se apartaba un mechón de pelo húmedo de la frente.
Un rato más tarde, estaba sentado delante de una joven que se esforzaba en localizar algo que le convenciera.
Y yo que pensaba que esto sería más sencillo
.
Al principio, había encargado a Javier que hiciera el favor de buscarle un sitio dónde vivir. No pedía mucho: un dormitorio, un salón donde le entrara un sofá y el televisor, un baño, una cocina y otro cuarto más para montar el laboratorio y, lo más importante, no tener vecinos. Pero había resultado misión imposible. Su hermano no había encontrado nada que le pareciera razonable. Además, el hecho de que Martín no quisiera que sus padres se enteraran aún de que se volvía a España, había complicado las cosas mucho más. Al final, había optado por alojarse durante un par de semanas en un hostal y buscar su nuevo hogar por su cuenta.
Llevaba dentro de la inmobiliaria más de una hora revisando fichas de casas, adosados, pareados, caseríos, muros derruidos y hasta una casa torre y no había encontrado nada que le interesara.
—Creo que este es perfecto —dijo la mujer—. Sopelana. 3 habitaciones, gran salón, 3 baños, garaje y txoko. 420.000€ —y le mostró una bonita casa, pegada pared con pared con otras veinte.
Martín observó a la chica, irritado. Una fila entera de adosados no era lo que él entendía por “no tener vecinos
”
.
—La encuentro demasiado... urbana.
—¿Y esta otra? Barrika. Chalet pareado. 4 dormitorios dobles, 3 baños, parcela de 673 metros cuadrados. 662.000€
Martín la miró asustado. Estaba empezando a pensar que aquella mujer había perdido el juicio en el rato que llevaba atendiéndole.
—Esta es demasiado... ¿cara?
—Sí, claro. No me había fijado —dijo retirando las fotos que había sacado del expediente—. Espere un momento que creo que puede haber alguna más. —Hizo amago de levantarse, pero Martín se lo impidió con un gesto.
—No se preocupe. Creo que por hoy es suficiente.
Salió de la inmobiliaria de mal humor. Aquel contratiempo había echado a perder el día. Había pensado que no sería complicado localizar un lugar agradable en el que instalarse. Necesitaba tranquilidad. No le apetecía lo más mínimo meterse en un piso en medio de Bilbao. No por el momento. Quería disfrutar de un poco de intimidad y tener la posibilidad de respirar aire puro durante una buena temporada.
Cuando pasó por la plaza de Egillor, camino del aparcamiento de la calle Maximo Agirre, la lluvia volvió a arreciar y no tuvo más remedio que meterse en la cafetería Lepanto a esperar a que pasara la tormenta. Solo a él se le ocurría dejar el coche en un parking de la otra punta de la ciudad cuando, desde que existían las zonas de aparcamientos regulados, no había problema de estacionamiento. Solo a él. Una persona que, por el momento, se sentía más extraña en su ciudad natal que un pingüino en medio de la selva amazónica.
A aquella hora de un día laborable apenas había nadie. Se sacudió el abrigo con las manos para quitarle el agua que lo empapaba y pateó el suelo antes de acercarse a la barra. Bandejas y platos llenos de pinchos le dieron la bienvenida.
Esto sí que es un lujo
.
—Un vino, por favor —pidió al camarero sin dejar de pensar cuál de todos aquellos pequeños manjares le apetecía más.
—¿De qué tipo?
—Ah, perdone. Un vino tinto —comentó distraído mientras paseaba su mirada ansiosa por los exquisitos bocados repartidos a lo largo del mostrador.
El hombre no se movió del sitio. Martín volvió a dirigirle la mirada.
—Un tinto —repitió dudando de que lo hubiera dicho antes.
El camarero suspiró, resignado.
—¿Qué tipo de vino quiere? Navarro, Rioja, Ribera de Duero, Somontano, de año, crianza, reserva...
Martín se sintió estúpido. Solo a él se le ocurría estar en una tierra en la que pedir vino en un bar era como entrar en una carnicería y pedir carne.
No, definitivamente, hoy no es mi día
.
—Un crianza de Rioja —pronunció despacio, poniendo toda la atención en lo que estaba diciendo.
Un segundo después, se le hacía la boca agua delante de una copa de la que salía un penetrante aroma a ¿fruta madura? cada vez que se la acercaba a la nariz y de una bandeja con una degustación de las delicias que había elegido.