Es por ti (15 page)

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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

—Eres una peliculera —rio Leire.

—¿No me digas que no hay algo de verdad en todo lo que he dicho? Y, si no la hay, es porque eres más tonta de lo que creo. Yo lo haría realidad cada sábado si tuviera una casa encantadora y un hombre como el tuyo a mi disposición —dijo con envidia—, pero lo mío es imposible. Por un lado, si enciendo dos fuegos de la cocina a la vez, provoco un incendio, y por el otro, creo que la sequía que sufro en los últimos tiempos no es un problema solo de agua.

Leire no pudo evitar reírse.

—Mira que eres exagerada. Conociéndote, seguro que tú tienes un plan mucho más interesante que el mío.

Luz llevaba más de una década saliendo por la noche sin fallar un solo fin de semana. Se conocía todos los antros de Bilbao y alrededores. En verano, se movía de fiesta en fiesta por todos los pueblos de la costa. Empezaba en junio, por los sanjuanes de Barrika, y acababa en septiembre, en los gansos de Lekeitio, por San Antolín. Pero en invierno se quedaba en la ciudad. A priori no tenia problemas en salir sola de casa y acabar acompañada, pero hacia ya un tiempo que hasta eso le daba pereza. En los meses que había estado con su último novio, había descubierto la placidez de estar solos en determinadas ocasiones y, no lo confesaba, pero Leire le daba envidia. Desde que David había entrado en su vida, era otra persona. Entre ellos había algo especial, aunque no lograba adivinar qué era. Era como si ambos guardaran un bonito secreto que solo compartían entre los dos, dejando al resto del mundo fuera de su relación. Cada vez que Luz pensaba en ellos, se volvía codiciosa y, en su fuero interno, reconocía que deseaba tener a su lado una persona con la que compartir lo mismo de lo que disfrutaban sus amigos.

—Sí, ¡un planazo! Salir, hablar, bailar y beber hasta reventar. Y al día siguiente, maldeciré a todo lo que se me ponga delante, empezando por el sol y acabando por las farmacias por no estar abiertas un domingo a las cuatro de la tarde.

—¿Por qué no te vienes a cenar a casa mañana por la noche?

—¿Y estropearos vuestro maravilloso y lujurioso plan? No, gracias.

—Sabes que puedes acercarte cuando quieras. De hecho, hace tiempo que no pasas una tarde con nosotros. Podría ser una buena oportunidad para que charlemos con tranquilidad.

Y para que me mate David si le estropeo la noche
.

—Pues si lo que quieres es hablar, te vienes el domingo a mi casa, a las seis de la tarde, con una caja de aspirinas. Te invito a un té de jazmín mientras yo me las tomo con un café con sal para recuperarme.

Julio apareció de repente por la puerta de entrada y las pilló charlando relajadas.

—Señoritas —saludó con voz árida y siguió adelante camino de su despacho.

Nada más pasar de largo, Luz le sacó la lengua en un gesto infantil.

—Estas como una cabra —le acusó Leire con ojos divertidos.

—Eso es porque casi me despide el otro día.

—No creo que fuera para tanto.

—Tú no le viste la cara que puso cuando leyó lo que había escrito en el contrato. Si llega a ser por él, me pulveriza con un rayo hiper-mega-fulminante—. Y volvió a sacarle la lengua, aunque Luz sabía que a esas alturas ya estaría sentado detrás de su mesa, atendiendo a la tercera llamada de la mañana.

—Gracias a que estaba Martín y te salvó de la furia de la bestia —comentó Leire cuando recordó la metedura de pata de su amiga.

—Sí, menos mal —contestó Luz absorta en cómo le había salvado el cuello.

—¿Qué vas a hacer a la hora de comer? Te invito a casa. Ayer, David hizo paella de pescado para dos sin darse cuenta de que hoy no llegaría a comer porque tienen la reunión general del trimestre. No podrá escaparse hasta tarde.

—Lo tuyo sí que es chollo: alto, guapo, se muere por tus huesitos y, además, cocina.

A pesar de que la casa de Leire estaba al lado mismo de la Fundación, ya que se encontraba en el jardín de esta, Luz no solía acompañarla para comer. David comía en casa y a Luz le daba apuro estar siempre en medio de su amiga y su pareja. Cuando comenzó a trabajar allí, Leire se había puesto muy pesada para convencerla de que lo hiciera, pero ella se había plantado desde el principio. Si algo tenía claro era que de ninguna manera iba a ser la que sobraba en aquella relación

—Vale —aceptó y levantó un dedo como advertencia—. Solo hoy. Pero que conste que lo hago para que no te deprimas comiendo sola.

—¡Cobarde! —se burló su amiga mientras Luz atendía el teléfono que había comenzado a sonar.

—Es Julio —dijo en un susurro después de mirar la pantalla del receptor.

Leire se calló al instante y observó cómo contestaba a la llamada.

—Sí. ¿Qué si he venido en coche a trabajar? Sí, ¿por qué? ¿Esta tarde? Pero si hoy es... Sí, claro, como no. Espera que coja la dirección —respondió a la vez que sacaba un rotulador azul del bote que tenía sobre la mesa y comenzaba a garabatear sobre la parte trasera de una hoja usada—. Y esto ¿dónde se supone que está? Bueno, lo buscaré en un mapa. Gracias.

Luz echó una mirada de odio al auricular que sujetaba y colgó el teléfono de golpe.

Leire estaba intrigada, no había entendido nada.

—¿Qué pasa? —preguntó alarmada al ver que Luz se había quedado con las manos apoyadas sobre la mesa y hacía ímprobos esfuerzos por controlar su furia.

—¿No quería arroz?, pues toma dos tazas. Eso es lo que pasa —masculló con la cabeza gacha.

—Pero, ¿qué te ha dicho?

Estaba claro que, fuera lo que fuese lo que había hablado con Julio, no había sido nada agradable.

—¿Que qué me ha dicho? Que el señorito Martín Oteiza no puede venir a firmar el puñetero contrato y ha solicitado que..., como si fuera el Marqués de... de... El señor se ha quedado sin coche y quiere que se lo llevemos a su casa esta misma tarde. Y ¿quién se lo tiene que llevar? La tonta del bote, la pringada, o sea yo.

—¿Adónde tienes que ir si puede saberse?

—Al fin del mundo, creo. ¿Tú sabes dónde está Artea?

—¿El Centro Comercial? En Lejona.

—No, ese no. El pueblo, el pueblo de Artea.

—No.

—Pues ya somos dos, pero como que no me suena que esté a la vuelta de la esquina.

—Vamos a buscarlo.

Leire dio la vuelta a la mesa y se sentó en la silla, delante del ordenador. Buscó en Google Maps
Artea Vizcaya
y los tejados de un pueblecillo aparecieron ante ellas. Se enteraron entonces de que estaba a cuarenta y cinco kilómetros de Bilbao, camino de Álava, y a Luz se le acabó de estropear el día.

—Y todo para que un soberbio haga un garabato al final de una hoja de papel.

—Mujer, búscale el lado bueno. Recorres mundo y sales de entre estas cuatro paredes.

—Si tanto te gusta, vete tú.

—Tengo otros planes.
Alguien
me ha dado una buena idea de cómo pasar la tarde —se burló guiñándole un ojo antes de salir.

• • •

Acababa de poner el motor en marcha cuando una fina lluvia comenzó a caer.
Lo que me faltaba
. Encendió las luces.

Tardó más de tres cuartos de hora en salvar los catorce kilómetros que la separaban de Bilbao y, para entonces, la ligera lluvia se había convertido en un aguacero en toda regla. El incesante movimiento de los limpiaparabrisas apenas desplazaba el agua que le impedía ver el coche que la precedía.

Y todavía le quedaban treinta kilómetros. Miró la hora en la pantalla de su Citroen C3. Eran las cuatro menos cuarto. Se tenía que dar prisa si quería estar de vuelta antes de las seis de la tarde.
Claro que para conseguirlo también tendrán que colaborar las decenas de coches que llevo delante
. Pero, al parecer, los propietarios de los otros vehículos no estaban por la labor de echarle una mano aquella tarde y para cuando se metió en el túnel de Malmasín ya había pasado otro cuarto de hora. Y otro más hasta que llegó a Galdácano.
Las cinco y cuarto
, se dijo, enfadada con su jefe y con el mundo.
Y todo por el antojo de un tipo insufrible y por tener un jefe arrastrado
.

Subió la temperatura del climatizador y dirigió las salidas hacia las manos. Encima se estaba quedando helada.

Conectó la radio en busca de un poco de compañía.
Radio 5
apareció en la pantalla luminosa.
No, esa no
. Pulsó de nuevo el botón y la cantarina voz una locutora llenó el habitáculo. Pero Luz no tenía ganas de escuchar hablar sobre los enormes problemas que tenían que afrontar las universidades españolas y apretó otra vez el mando. “
Os dejamos ahora con uno de los éxitos de los ochenta. A-HA y su Take on me”
.

Esto está mejor
, pensó más animada. Y comenzó a cantar a grito pelado. Aquella era una de sus formas preferidas para exorcizar sus enfados. Cantar le subía la moral.

Bedia, Ibarra, Lemoa, Urkizu. Los carteles con los nombres de los pueblos por los que pasaba desaparecían con la misma rapidez con la que había desterrado su mal humor.

Cuando llegó a Artea detuvo los limpias. Había dejado de llover y se había hecho de noche.

Paró el vehículo a la entrada del pueblo. Encendió la luz interior y echó un vistazo al papel en el que había apuntado la dirección de Martín y que había dejado encima de su bolso, sobre el asiento del copiloto. Solo ponía: Martín Oteiza, el número de un móvil y como dirección
Barrio Errotabarri. Artea
. Así, sin más.

¿Cómo voy a encontrar esto?

Decidió dar un par de vueltas por si encontraba a alguien que le pudiera indicar hacia dónde se tenía que dirigir. Todo fue en vano. Las calles estaban completamente desiertas y de siempre acababa fuera de la población, en medio de la oscuridad más absoluta.

Aquí no viven más de quinientas personas. No me extraña que esté pirado. Cambiar Nueva York por esto trastorna a cualquiera
.

Al final, optó por hacer lo que tenía que haber hecho desde el principio. Se metió en el bar.

—Buenas tardes —anunció en voz alta cuando cerró la pesada puerta de madera.

Inmediatamente, las cabezas se volvieron hacia ella. No todos los días llegaba una joven como aquella. Aquella chica, vestida con un apretado pantalón vaquero y un jersey negro con un enorme cuadrado rosa en el pecho y una melena que parecía haberla metido en una tina de vino tinto, era lo más llamativo que se había visto por Artea en mucho tiempo. Los cuatro ancianos que jugaban a las cartas en una de las mesas dejaron de prestar atención a su pasatiempo habitual y los tres jóvenes que tomaban una cerveza en la barra se olvidaron de la conversación. Solo el camarero continuó con su labor y siguió secando vasos.

Luz recorrió con la mirada todo el recinto y, después, se acercó al mostrador.

—¿Se ha perdido? —preguntó el dueño sin levantar la vista de la faena.

—Pues sí.

—¿Adónde va?

—Busco a Martín Oteiza. Vive en el barrio de Errotabarri, pero no tengo ni idea de por dónde se va.

El hombre se dio la vuelta y colocó la copa reluciente en una de las baldas a su espalda.

—¿Al padre o al hijo?

—¿Perdón?

Se giró contrariado.

—Que si busca al padre o al hijo.

—Al... al hijo, supongo. Tiene unos treinta años.

—El hijo entonces. ¡Julen! —gritó a uno de los jóvenes—. La chica busca a Oteiza, el americano.

El tal Julen se acercó hasta ella.

—Le indico cómo llegar hasta allí.

—Vaya con el americano. No tiene mal gusto —escuchó antes de que la puerta se cerrara tras ella.

Imbéciles
.

Estuvo a punto de volver a entrar y soltarles una grosería. Decidió que no merecía la pena. En menos de un cuarto de hora se habría largado de allí y no volvería a verles el pelo nunca más.

Julen la esperaba junto al coche. ¿Pretendía acompañarla?

—¿Por dónde se va?

—Gire aquí mismo y métase por esa calle —le indicó señalando una entrada a su espalda—. La salida a la carretera general está un poco más adelante, cójala y, como a unos trescientos metros, verá un cartel con el nombre del barrio que le mandará a la izquierda. La casa de los Oteiza es la segunda, su hijo vive un poco más adelante.

Esperó a que él estuviera lo bastante lejos para abrir la puerta del automóvil y meterse dentro de un salto.

Siguió la ruta que el chico le había indicado. No se cruzó con ningún coche. Aquel era, sin duda, un pueblo fantasma. Se incorporó a la N-240 en dirección a Vitoria. Condujo despacio para poder leer todos los carteles con los que se encontraba. A pesar de la precaución, casi se pasa el desvío. Tuvo que girar el volante con rapidez para meterse por un estrecho y oscuro camino.

Las farolas brillaban por su ausencia. Al parecer, solo tenían derecho a iluminación los habitantes del núcleo urbano. La carretera era muy estrecha y Luz conducía con la mente fija en el centro del asfalto. Había avanzado unos doscientos metros cuando detrás de una curva vio un resplandor.
La primera de las casas
, pensó.
Ya queda menos
.

Pero se equivocaba por completo. No se dio cuenta de lo que sucedía hasta que tuvo encima dos enormes faros y sintió como si la enorme boca de un dragón fuera a engullirla de un bocado. Los metros que recorrió, desde que se quedó con el pie pegado al acelerador hasta que pegó el volantazo, transcurrieron a cámara lenta. Sus ojos quedaron cegados por un fogonazo, que la envolvió durante un tiempo indefinido.

Después, solo la oscuridad más absoluta.

• • •

Estoy muerta
, era la frase que le martilleaba en el cerebro.

La repitió una veintena de veces antes de darse cuenta de que aquella hipótesis era totalmente falsa.

No puedo respirar. Me estoy ahogando
, fue lo siguiente que le vino a la cabeza. Intentó llevarse las manos al pecho y se encontró con un globo viscoso que se interponía entre ella y el volante. El airbag había saltado.

Poco a poco, su corazón dejó se tranquilizó y el latido de su cerebro bajó de intensidad. Con temor, movió las piernas, después, los brazos y, por último, el cuello. Al girar la cabeza hacia la derecha, un pinchazo le recorrió la nuca. Se llevó la mano a la zona afectada y la presionó con prudencia.
No parece grave
. La peor parte se la había llevado la pierna derecha. Se había clavado la palanca de cambios en el muslo.
Mañana tendré un moratón del tamaño de un puño
.

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