—Lo tienes muy bien decorado.
—Todavía le faltan muchos detalles —comentó haciendo un gesto en dirección a las paredes desnudas—. Quería mudarme cuanto antes y he puesto solo lo imprescindible.
Luz se fijó en la lámpara de acero colocada entre la pared y el sofá, en la televisión, en la alfombra negra con dibujos blancos que se extendía a sus pies. Y no le cupo duda de que para decorar todo aquello había visitado algunas de las tiendas más “in” de Bilbao. La lámpara, sin ir más lejos, la había visto ella pocos días antes en el escaparate del establecimiento que “Luz Bilbao” tenía en la calle Rodríguez Árias. La impoluta vitrocerámica estaba sin estrenar y parecía recién sacada de una exposición. No tenía muchos muebles, pero la línea color crudo que cubría las puertas de los armarios hacía perfecto juego con la tapicería del sofá.
—Por lo que veo, tenemos distinta concepción sobre lo que es
imprescindible
en esta vida. Cuando yo me fui a vivir a mi casa, hace cinco años, veía la tele sentada en un taburete que trasladaba para cada ocasión desde la cocina.
Él se imaginó a aquella mujer en chándal, con el pelo sujeto de cualquier manera en una coleta, sentada en una banqueta en medio de una habitación solitaria y le entraron ganas de abrazarla. Ganas que se sumaron a las que había ido acumulando durante todo el día desde el momento en el que, obedeciendo a un impulso incontrolable, había llamado a la Fundación para solicitar que fuera ella en persona la que acercara el contrato hasta su casa. Lo había dejado muy claro: nada de mensajeros. Y la treta le había salido bien. Julio González no le había puesto ningún inconveniente a pesar de la molestia y a pesar de la hora. Si en algún momento había tenido alguna duda, aquella mañana se le había despejado. El jefe de Luz era un gusano.
Posó la vista en la mujer que tenía delante.
—¿No te quitas la ropa?
Aquello era ir directo al grano.
Solo el gesto de los ojos de Luz le reveló el malentendido.
—El abrigo. Que te quites el abrigo —pidió con una sonrisa burlona bailando en la boca—.
Solo
el abrigo.
Con que se le puede coger por sorpresa
.
Luz soltó las manos con brusquedad y se desprendió de la prenda con rapidez. Se controló para que los colores no se le subieran a la cara. Se estaba comportando como una puritana que hubiera entrado por error en un burdel.
—Sí, claro. Ya te había entendido.
—Estás un poco alterada ¿no? —dijo sarcástico y añadió con un gesto—: Déjalo sobre el sofá.
¿Alterada? ¿Cómo no iba a estarlo si la miraba con ojos de ir a devorarla en cualquier momento? Y lo peor de todo era que estaba deseando que se le echara encima, aunque en el juego del gato y el ratón ella siempre había preferido ser el gato.
Siempre, excepto ahora
.
—Son los nervios por lo del coche.
Martín no tuvo duda de que aquello era una mentira.
—¿Qué quieres tomar? —Alzó una botella—. ¿Vino? ¿Café?
—Un poco de vino estará bien.
Cuando se dio la vuelta para coger un par de vasos, Luz se estiró el jersey y se puso derecha. Con una fuerte inspiración, recuperó la entereza. Luz, la profesional, había vuelto.
Cogió el archivador del respaldo del sofá y se acercó hasta él. Lo colocó con más ímpetu del necesario sobre la barra que servía de mesa y de separador de ambientes.
—Aquí tienes los papeles.
Él los apartó a un lado.
—Hasta que llegue la grúa, tenemos tiempo para lo que queramos —dijo con voz tremendamente sensual.
Y las rodillas de Luz se convirtieron en plastilina.
• • •
¿Cómo podía quedarse allí parada, mirándole como daba vueltas a un sacacorchos, sin echarle los brazos al cuello y dejarlo sin aliento?
El sonido del líquido al precipitarse sobre el cristal no hizo sino empeorar la sensación de vértigo de su estómago.
—Creo que por aquí tengo algo para picar —comentó Martín mientras se agachaba.
¿Había algo más sexy que unos buenos Levi’s desgastados y apretados sobre un buen trasero masculino?
Con tus huesitos tendré suficiente
, estuvo a punto de decir.
—Buena idea —fue lo que su boca pronunció, para su tranquilidad mental.
—¿Nos sentamos? —invitó él.
¡Ay, Dios! ¿En el sofá? ¡No, en el sofá, no!
No iba a poder controlarse con aquellas piernas a menos de diez centímetros de ella.
Y, mientras lo seguía temblorosa, comenzó a pensar en la pésima idea que sería acostarse con él.
Incumpliría su norma número dos. A saber,
“no liarse nunca con un conocido”
. Una medida que solo se había saltado una vez: con su anterior novio. Este había sido un compañero de clase de inglés, aunque todo había sucedido el último día de academia, cuando había muchas posibilidades de no volver a encontrarlo por la calle
. Un rollito de una noche
, había pensado. Aunque la noche había durado casi seis meses. Hasta que el pobre se topó con la norma número uno: “
Huir de los que les gusta la palabra
siempre”.
—A ver si el de la grúa llega pronto —comentó Martín cuando se sentaron en el asiento. Bebió un sorbo de vino y se quedó esperando a que ella dijera algo.
Del todo imposible porque Luz se había quedado muda.
Cuando le observó sacar la punta de la lengua para capturar una gota que se le había quedado colgando del labio inferior, ella se olvidó de todo lo demás. Se extasió viéndola desaparecer con lentitud dentro de su boca. Y quiso ser una intrépida aventurera para adentrarse en aquella cueva desconocida y perderse entre sus simas.
—Si llego a saber lo que me aguardaba, yo misma hubiera pinchado las ruedas —masculló con un hilo de voz.
—¿Decías?
Luz se dio cuenta entonces de que había pronunciado aquellas palabras. ¿Estaba loca? Aquello iba en contra de la norma número tres: “
que ellos no se enteren nunca de lo que realmente estás pensando”
. Necesitaba serenarse un poco o iba a dinamitar en una tarde todo su catálogo vital, que tantos años le había costado redactar.
—¿El cuarto de baño? —preguntó intentando no parecer aturullada.
—Arriba —indicó él.
Mientras subía la escalera, su cerebro giraba en todas direcciones. Estaba desconcertada consigo misma. Se suponía que no estaba interesada en aquel tipo, y entonces ¿por qué cada vez que posaba los ojos en cualquier parte de su anatomía sentía un cosquilleo alrededor de los pezones y se le aceleraba el pulso? No quería imaginar lo que sucedería si él se acercaba lo suficiente para hacerle notar el calor de su respiración en la garganta.
Soy una persona adulta y puedo controlar mis instintos
, se repetía cada vez que ponía un pie en un peldaño camino del piso superior.
Pero Luz no estaba preparada para lo que encontró cuando llegó arriba. Fue como si el panel luminoso de bienvenida a Las Vegas se le cayera encima.
Delante de ella, tenía la cama más grande que había visto nunca. Un enorme cuadrado de al menos dos metros de lado. Blanco. Inmaculado. Un prado cubierto de nieve. Un campo alfombrado de margaritas. Una esponjosa nube que invitaba a tumbarse sobre ella y que se extendía a los pies de una descomunal fotografía aérea de una larga cadena de montañas cuajadas de árboles por completo.
Luz se sintió volar y no pudo resistir la tentación de experimentar la emoción de estar en el cielo.
Se acercó y se sentó en el borde con cuidado y, cuando comprobó que del colchón no iba a salir ni un solo crujido que la delatara, se dejó caer hacia atrás. La sensación de ingravidez aumentó aún más cuando vio en el techo un enorme ventanal que dejaba ver un gran pedazo de cielo.
No pudo imaginar un placer mayor que despertarse en aquella cama, después de una noche de delirio, y sentir el calor del cuerpo desnudo de Martín junto a ella mientras miraba las nubes pasar delante de los ojos.
Rectificó su opinión sobre el sitio. Renunciaría a hablar con la vecina del quinto a cambio de dormir
siempre
en aquel lugar.
Un crujido apenas imperceptible procedente de algún sitio, la sobresaltó y se levantó de repente. Esperó unos segundos con el corazón acelerado intentando localizar de dónde había venido aquel ruido.
No, no ha sido nada
.
Se coló en el servicio con rapidez y cerró la puerta con mucho cuidado. No quería que él se enterara de que había estado en su habitación más tiempo del razonable.
Martín tragaba saliva mientras descendía los últimos escalones. No había podido resistir la tentación de seguirla cuando la había visto ascendiendo hacia el dormitorio. Él también pensaba que aquel cuarto era impresionante. Nadie, ni siquiera Javier, sabía cómo lo había decorado y no había podido evitar espiarla para ver su reacción.
Pero había sido un error. Cuando la vio acostada sobre la colcha, con los brazos extendidos, se había tenido que contener para no llegar hasta arriba y tumbarse sobre ella. Deseaba, con urgencia, tenerla debajo y que le rodeara la cintura con sus piernas y rodar unido a ella por el colchón. Quería sentir la suavidad de su piel sobre la suya y que ella sintiera el latido de su deseo. Y soñaba con ordenarle, con la voz enronquecida, que se desnudara y se dejara las botas puestas.
No tenía que haber subido
, pensó al notar una intensa presión en la entrepierna. Había sido un error. Un grave error.
Luz se entretuvo en el servicio más de lo debido y tiró de la cadena en dos ocasiones para que quedara claro dónde se encontraba. Y para cuando puso el pie en el piso inferior, Martín había desaparecido.
¿Dónde se habrá metido?
Le llegó un chorro de aire frío que se colaba por la abertura de la puerta.
¿Habrá salido?
Se asomó a la luz de los dos faroles del exterior. A primera vista no parecía haber nadie. Escuchó atenta, pero solo alcanzó a oír el regular golpeteo de la lluvia sobre el tejado del porche. Salió un poco más. Se abrazó para intentar mantener su calor corporal por encima del punto de congelación. Cuando se acercó a la esquina izquierda de la casa, lo oyó hablar.
La voz llegaba de la parte posterior de la vivienda. Al girar en la esquina, descubrió un coqueto puente de madera y pasó sobre él en dirección a donde procedían las palabras que arrastraba el aire.
—Entonces nos vemos mañana por la tarde. ¿En tu casa? ¿Con Elisa y los niños? No me gusta. ¡Ah, vale! Si se van a casa de tus suegros, perfecto.
Luz llegó hasta una puerta que había detrás de la casa y, cuando miró dentro, Martín la descubrió y le indicó que entrara.
En el rincón más próximo a la puerta, se veían unos cuantos muebles apoyados en la pared. Pudo apreciar un somier, un colchón y un tablero que supuso sería el cabecero de la cama. Lo que vio en el resto de la estancia la dejó estupefacta.
De todas las paredes colgaban unas finas cuerdas, que iban de lado a lado, llenas de fotografías sujetas por una de las esquinas con pinzas de madera de tender la ropa.
Las identificó en seguida. Martín las había sacado el fin de semana que habían pasado en la casa rural. Se paró delante de la que tenía más cerca.
La playa de Deba
. Se movió con lentitud hasta la siguiente.
La iglesia de Santa María
. Un pórtico precioso.
El puerto de Mutriku
. Parecen barquitos de juguete.
Un primer plano de la virgen de Itziar. Un segundo plano de la virgen de Itziar. El perfil de la virgen de Itziar
. El recorrido continuaba en la siguiente pared. Martín seguía sus movimientos, interesado por su reacción ante lo que vería a continuación.
Luz intentó adivinar qué era aquella maraña roja que tenía delante. No era lana, no eran hilos, era... ¡Era una imagen de su pelo! Sin ser consciente, dirigió una mano a su melena y se apartó un mechón que le caía por la frente. No se atrevió a darse la vuelta y mirar a Martín. Se le había acelerado la respiración. Otra mirada un poco más allá le indicó que aquello no había hecho más que empezar. La segunda imagen era una toma de su cara. La tercera, una de cuerpo entero. La cuarta, un primer plano de sus ojos y, en la siguiente, la mitad de sus labios y el pequeño lunar que tenía a la izquierda de la boca y, la última, una instantánea de sus manos mientras hacía girar el anillo de plata que siempre llevaba en la mano derecha.
No tuvo que darse la vuelta para saber que él estaba detrás de ella. Lo sentía a un palmo de su cuerpo. El vello de la nuca se le erizó. Deseó recostarse sobre su pecho, cerrar los ojos y que él la rodeara con los brazos, pero no se atrevió. Dudó en formular la pregunta que bailaba en su mente desde el momento en el que había descubierto que ella era el tema principal de aquella exposición.
—¿Por qué? —murmuró al fin, con la vista fija en la pared repleta de imágenes propias.
—Porque estabas allí —fue la sencilla respuesta.
Aquella era la contestación natural. Al fin y al cabo, él era un fotógrafo profesional y aquello era lo que hacía: tirar fotos a diestro y siniestro sin importar qué o quién estuviera en el centro del objetivo. Pero algo le decía que no era cierto, que aquellas tres palabras, aparentemente tan creíbles, no mostraban la realidad. Y ella no iba a dejar escapar la oportunidad de saber la verdad. Se giró con rapidez y le miró a los ojos.
—Mentiroso —le provocó.
Él la observaba muy serio. Dejó pasar los segundos en silencio y, cuando Luz comenzaba a pensar que había estropeado el momento de intimidad, sus labios se curvaron en una sonrisa sugerente. Sonrisa que se paralizó de repente para ser sustituida por unas arrugas que aparecieron en medio de la frente.
Le vio meter la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacar el teléfono.
—La grúa —anunció justo antes de descolgar.
—Tus padres son encantadores —comentó Luz para romper el hielo.
—Como todos, supongo —contestó Martín mientras comprobaba la distancia que les separaba del coche que les precedía y pisaba el freno.
No como todos
, se dijo ella cuando recordó a sus propios progenitores y lo poco que los echaba de menos.
Luz los acababa de conocer. Dos simpáticos viejecillos a los que la había presentado como “una amiga de trabajo”. Ella habría jurado que se habían alegrado más de lo razonable cuando habían aparecido para pedirles el coche y poder llevar a Luz hasta Bilbao.