Es por ti (18 page)

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Authors: Ana Iturgaiz

Tags: #Romántico

—Ha sido una suerte que tu padre acabara de llegar con su coche —insistió Luz mirándole de reojo.

—Sí, una suerte.

No te lo crees ni tú
, se dijo divertida.

Ella no se había tragado la mentira de que su vehículo estaba en el taller como tampoco que su padre hubiera salido aquella tarde tan desapacible.
El hombre tenía aspecto de haberse echado una buena siesta tumbado en aquel sillón
.

Observó a Martín de nuevo. Otra vez con aquella fastidiosa reserva. En cuanto se habían metido en el coche, había fruncido el ceño y todavía no se había relajado.
Seguro que hasta los policías mantienen una conversación más amena con los delincuentes que llevan al juzgado
.

—Lo de mi coche ha sido un desastre —dijo de nuevo para obligarle a hablar.

—Sí, un desastre —contestó él ausente.

Cuando llegó la grúa al lugar del percance, ellos ya estaban allí. Sacar el coche de la cuneta no había sido muy complicado. Lo que había sido del todo imposible fue volver a ponerlo en marcha. Luz había intentado arrancar el motor durante más de diez minutos, pero en todas las ocasiones se le caló en cuanto pisaba el acelerador. Ni Martín ni el conductor de la grúa habían sido capaces de hacerlo andar. No había quedado más remedio que cargarlo sobre la plataforma y que se lo llevaran al taller para hacerle una revisión completa. El conductor había mascullado algo sobre un posible agujero en el depósito de la gasolina que ella había preferido ignorar. Ya se encargaría el lunes de llamar a Talleres Gaztelu y de asegurarse que no le cobraran un euro más de lo razonable. No en vano se había molestado en cultivar durante el año anterior una
inocente
amistad con Alberto, el hijo del dueño.

Volvió a posar sus ojos en el chofer. Este seguía solo pendiente de la carretera. Decidió no volver a decir palabra. Estaba harta de iniciar absurdas conversaciones que él cortaba a la primera de cambio. Se quedaría callada hasta que llegaran a Bilbao.

—Al de la grúa le faltaba una mano. ¿Te has dado cuenta?

—Sí, claro.

Luz le atestó una fuerte palmada en el brazo.

—¡Deja de hacer eso!

Pero el chillido se perdió bajo el potente claxon de un autobús de línea que circulaba en sentido contrario y contra el que se abalanzaron. Martín corrigió la dirección bruscamente.

—¿Estás loca? —le gritó sujetando el volante con todas sus fuerzas.

—¡Estás dándome la razón como a los tontos! ¡Y lo odio!

—¡Y tú vas a conseguir que nos matemos!

—¿Vas a atenderme de una vez?

Por la cara que puso, Luz estuvo segura de que, si hubiera podido, habría abierto la puerta del copiloto y la habría lanzado a la fría noche. Martín tardó más de cinco minutos en contestar. Trescientos segundos. Comprobados en el reloj del salpicadero. Eran exactamente las nueve y veintitrés cuando abrió la boca.

—De acuerdo. Te haré caso

Martín no podía confesar que, cuando salieron de la casa de sus padres, había tomado la firme decisión de no prestarle atención. Era la manera más sencilla de alejar de la mente los turbios pensamientos que llevaban toda la tarde dándole vueltas en la cabeza y que ponían a prueba su fuerza de voluntad y la entereza acumulada durante los últimos ocho años.

—Y me contestarás a lo que te pregunte.

—Lo haré.

Lo cierto era que era casi imposible ignorar a aquella mujer.

A Luz le sorprendió la facilidad con la que lo había convencido. Como si lo hubiera estado deseando. Y ahora, que él tenía la guardia baja, no iba a desperdiciar la oportunidad.

Había llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa.

—¿Me vas a contar por qué me has hecho venir esta tarde? Y no me repitas otra vez esa trola de la firma del contrato que guardo en el bolso. —Él la miró un instante con un gesto de... ¿Era un rayo de culpabilidad lo que le acababa de aparecer en la cara? Luz sonrió ante la sospecha de tener el boleto ganador de la rifa e hizo un gesto en dirección a la carretera—. No te despistes o acabaremos debajo de las ruedas de un camión.

Martín volvió a enfocar la vista en la moto que los precedía mientras pensaba a toda velocidad en una excusa razonable que no le hiciera quedar como un novato en el arte de ligar. Pero no se le ocurrió nada.
Nothing at all
.

—Para charlar —soltó con la esperanza de convencerla.

—No cuela. Prueba con otra.

Con que estamos jugando
. Simuló pensar durante un rato.

—Para que tu jefe te diera la tarde libre.

—No pruebes a ganarte la vida como comercial. Mentir no es lo tuyo.

Aquello estaba siendo bastante más entretenido de lo que esperaba ahora que él había entrado en el juego. Giró el cuerpo hacia él y apoyó la rodilla en el asiento. Así estaría más cómoda.

—A ver esta. Para que me dieras tu opinión sobre la decoración de la casa —dijo simulando una seriedad que estaba lejos de sentir.

Luz hizo un gesto de duda con la cabeza.

—No vas mal. Pero ¿no se te ocurre algo mejor?

Él desvió la mirada de la carretera durante un segundo, suficiente para atrapar el brillo de aquellos ojos.

—Ayúdame tú que eres la experta.

Y Luz se dispuso a socorrerle. De muy buena gana. Ya había tomado una decisión. Llevaba media tarde con una sola idea en mente. Y era no dejarle escapar de su cama. La presa no iba a salir corriendo ahora que lo tenía tan cerca.

—A ver, a ver. Probemos a cambiar un poco la frase anterior. ¿Qué te parece esta?
Para que me ayudaras a probar los muebles del piso superior
—aventuró con voz sugerente.

Y a Martín no le quedó más remedio que rendirse ante aquella voz que llevaba horas intentando apartar del cerebro y que ahora le decía entre mudos susurros
¡aquí estoy!

—Me gusta la idea.

—A mí también —confesó ella mientras se aventuraba a apoyar una mano en su rodilla.

—Creo que, por el momento, no ha tenido el éxito deseado.

Como respuesta, Luz deslizó los dedos por su pierna mientras se deleitaba con la sola idea de que por fin ambos habían llegado al mismo.

—Igual lo podemos solucionar —murmuró con voz sugerente.

Su norma número dos:
“no liarse nunca con un conocido”
, acababa de saltar por los aires.

• • •

Tardaron en encontrar aparcamiento. Después de abandonar el vehículo del padre de Martín en una esquina, tuvieron que recorrer tres calles antes de llegar a la casa de Luz. Ninguno de ellos habló, ninguno hizo amago de tocarse. Ni siquiera se miraron. Solo caminaban, uno al lado del otro, con prisa.

Cuando llegaron al portal, Luz se sintió una inútil. Apenas conseguía encajar la llave en la cerradura. ¿Tan nerviosa estaba? Era la primera vez, desde hacía mucho, pero que mucho tiempo, que estaba tan acelerada.

Comenzaron a subir las escaleras. Martín miró impaciente la placa de madera en la que se indicaba el número del piso que alcanzaban. Después de subir tres plantas, la respiración se le había hecho más pesada. Por lo que le había contado Luz, todavía faltaban dos. Se alegró de que no hubiera ascensor. Si se hubiera metido en la cabina, con ella a menos de diez centímetros, no se habría podido contener.

Aunque, pensándolo bien, aquella situación tampoco era baladí. Subir ciento ocho escaleras detrás de ella, se había convertido en un auténtico suplicio.

—Sería gracioso que ahora no pudiéramos entrar —comentó ella alterada mientras buceaba sin descanso por el fondo del bolso.

¿Quién me habrá mandado volver a meter el llavero dentro cuando lo he tenido en la mano hace unos instantes?

En otras circunstancias, Martín hubiera encontrado la gracia a la situación, pero en ese instante lo único que deseaba era que la llave apareciera de una maldita vez. Así que metió la mano en aquel saco y se puso a rebuscar junto a ella. Aunque buscar, buscar, lo que se dice buscar, no buscó mucho. Dejó de hacerlo cuando se tropezó con unos dedos calientes que se enroscaban con los suyos.

Cuando Luz sintió que las manos de Martín recorrían todos sus nervios, alzó la cabeza y clavó la vista en él.

—¿Quieres hacer el favor de estar quieto? —murmuró con ojos anhelantes.

—No —contestó él tocándola por dentro del jersey, más arriba de la muñeca.

Él se había inclinado hacia adelante y apoyaba la frente sobre su sien. Luz sintió un torrente de sangre que le fluía por las venas hasta llegar a aquel punto y su cuerpo se encendió. Por su bien, volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo. Y, por fin, encontró lo que buscaba.

—Un segundo y estamos dentro.

—¿Luz? ¿Eres tú?

La voz de una anciana ascendía por la escalera desde el piso inferior. Martín se separó a regañadientes.

—¿María? —preguntó ella alarmada. Se acercó al pasamanos y se asomó por encima de él—. ¿Sucede algo?

Una viejilla, con el pelo azul de tan blanco, miraba hacia arriba con cara de ansiedad. Sobre la ropa, llevaba puesto la bata de guata azul, que Luz conocía tan bien.

—Solo estaba preocupada. Hace un par de días que no te veía —comentó la viejilla inquieta.

—No te preocupes, María, todo está bien. No te molestes en subir. Mañana me paso por tu casa para ver lo que necesitas —añadió amable, sin dejar de pensar en el hombre que tenía a su lado y con el que estaba a punto de que la detuvieran por escándalo público.

—Bien, entonces, me vuelvo a casa. Hasta mañana.

—Que tengas buena noche.

Luz escuchó una risita divertida.

—¿Desde cuándo ejerces de señorita de compañía de ancianitas? —le preguntó mientras jugaba con su pelo y depositaba un tierno beso en la base de la nuca.

Un escalofrío recorrió la espalda de Luz.
Tengo que entrar en casa cuanto antes
. Se dio la vuelta y se desprendió de su abrazo.

—Tengo muchas facetas que tú no conoces —dijo con picardía a la vez que giraba la llave y empujaba hacia dentro.

—Estoy ansioso por que me las enseñes todas —deseó Martín con voz sugerente

Luz se alegró de haber dedicado parte de la tarde anterior a adecentar el piso. Echó un vistazo rápido. La sala estaba recogida. Pensó en el dormitorio. No recordaba haber dejado nada tirado por el suelo ni haberlo acumulado en el respaldo de la silla. Dio gracias por haber tenido la precaución de poner la lavadora. Su hermana siempre le decía que el desorden en el que vivía era su venganza particular por la manía obsesiva de su madre de tener cada cosa siempre en su sitio.

—La casa es pequeña, pero... —se excusó mientras intentaba inútilmente desabrocharse el abrigo.

Había dado un par de pasos cuando el cuerpo de Martín se interpuso en su camino. La acorraló hasta conseguir que retrocediera y se apoyara en la puerta. Le quitó el bolso de las manos, le soltó la bufanda y los dejó caer. Apartó sus manos del abrigo para continuar él mismo con la tarea.
¡Dios, pero mira que es guapo!
, pensó encandilada ante aquellos ojos que la obligaban a mirarlo sin descanso.

—¿Te parece bien si pasamos del resto de la casa y me enseñas la habitación? —murmuró con voz ronca, inclinado sobre su cuello.

Un suave hormigueo le recorría la zona donde la respiración de él se detenía.

Martín le ayudó a desprenderse de la prenda y la depositó sobre una consola, al lado de la puerta.

—¿Y si te digo que la sala y mi habitación es la misma cosa?

Luz tomó conciencia de que el juego había comenzado. Y era su turno.

Lo empujó con suavidad para separarlo de sí y le bajó la cremallera de la cazadora con parsimonia. La deslizó sobre sus hombros y tiró de sus mangas para hacerla caer.

De mala gana, él despegó los ojos de ella y alzó la cabeza. Dejó vagar la mirada. Un sofá color arena, el mueble de la televisión, un par de lámparas...

—Me parece estupendo. Soy una persona que se amolda a todo —aseguró introduciendo las manos por debajo de su jersey.

El estómago de Luz dio un brinco al sentir el contacto de los dedos. Se obligó a relajarse y se dejó llevar por las sensaciones que él le provocaba, al deslizarlos por el borde de la cintura hacia su espalda.

—Creo que me está empezando a interesar tu propuesta —comentó complacida en alusión a la petición de pasar directamente al dormitorio.

Procedió a desembarazarse de la chaqueta de punto gris de Martín.

—¿Empezando? Pensaba que estabas más que interesada en aceptar este trabajo.

Sus labios se acercaron hasta su boca y la recorrió con la punta de la lengua dejando tras de sí el frescor de una mañana de invierno. Luz se estremeció con la intensidad de su propia respuesta.

—Todavía no lo sé. No me has dicho cuáles son las condiciones —aclaró mientras le atrapaba el lóbulo de la oreja y lo mordisqueaba con deleite.

Las manos de Martín habían llegado al broche del sujetador y estuvo tentado a abrirlo para notar cómo sus senos se desplegaban en sus manos, pero se contuvo. Quería alargar hasta el infinito el gozo de verla temblar entre sus dedos. Necesitaba saber que era consciente de cada una de sus caricias y agotar el tiempo de placer antes de formar parte de ella.

—Antes de nada, quisiera ver una muestra de los dotes de la candidata —añadió empujándola con sus caderas contra la puerta.

Luz se apretó contra él y posó los ojos en su boca.

—Sé besar así —aseguró a la vez que adaptaba sus labios carnosos a los de Martín.

Y, como si de un tango se tratara, bailó con ellos hasta que consiguió arrancarle un gemido.

—Umm. No sé si me interesa —declaró un Martín jadeante con la frente apoyada sobre ella.

—Puedo intentar esforzarme un poco más —sugirió traviesa acariciándole la nuca.

—Inténtalo —la retó él con ojos vidriosos.

Lo intentó. Y lo consiguió.

Sujetó su cara y se introdujo en él. Exploró toda la boca sin que interviniera. Le excitaba ser la que llevaba el control, pero cuando él decidió salir del anonimato y unirse a ella, la ligera tirantez que había sentido momentos antes debajo del ombligo se convirtió en un palpitante dolor que amenazó con extenderse a todo el cuerpo.

—¿Qué te parece?

—Esto está mucho mejor. ¿Algo más?

Cuando se separaron, Luz echó de menos el tacto de su piel sobre su vientre, sobre su pecho, sobre sus piernas. Fue como si se lo hubieran arrebatado sin tenerlo todavía. Y aquella arrolladora sensación solo se hizo soportable por el convencimiento de que lo que anhelaba con tanta fuerza aún estaba por llegar.

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