Por lo que había podido entender, el jefe no quería que ella estuviera allí y discutía con Martín para se la llevara a otra parte. No pudo escuchar la respuesta de Martín. Volvían a hablar entre susurros.
Mientras tanto, el reportero llevaba ya un rato que había dejado de fingir que le interesaba la colección de música de Martín y atendía a la discusión entre los hermanos.
—¿Y porque no nos la llevamos con nosotros? —le oyó Luz decir.
Los ojos casi se le salieron de las órbitas
¡La iban a raptar!
Martín y el jefe se volvieron al unísono.
—¿Cómo? —preguntaron con la voz alterada y la cara desencajada.
—Al fin y al cabo solo tenemos que ir y escuchar, ¿no? Es eso o quedarnos aquí toda la mañana discutiendo qué hacemos con la mujer.
—¡Ni hablar! —se negó Javier—. Bastante complicado ha sido conseguir el permiso para que pudierais hacer el reportaje como para que ahora aparezcamos con una chica. Sería mi suicidio profesional. Y no voy a pasar por eso. No he firmado todos esos papeles fraudulentos y me he metido hasta el cuello en el barro, para que ahora llegue otro a pedir su parte del pastel.
Yo
he autorizado la salida de esas esculturas,
yo
las he puesto precio y
yo
voy a esta ahí para evitar que desaparezcan.
El acaloramiento de Javier había ido aumentando según hablaba.
—No hace falta que se entere nadie —insistió el periodista—. Cuando lleguemos a Laguardia, la dejamos en cualquier bar a la entrada del pueblo y la recogemos después de acabar el trabajo. —Se volvió hacia Martín—. Igual hasta la podemos integrar entre los componentes del operativo. El reportaje sería más interesante. Ya imagino el titular: “Los entresijos de una operación policial”. Nos quedaría un trabajito fino.
A Martín le entraron unas ganas terribles de pegar un puñetazo a aquel cretino, que anteponía su trabajo a la seguridad de Luz, pero se contuvo. Su hermano esperaba una respuesta.
Intentó sopesar todas las posibilidades lo más rápido que pudo.
Luz, que solo había escuchado retazos de la conversación, había entendido a la perfección la última frase del más bajito.
Confirmado. Son ladrones, ladrones como la copa de un pino
.
—De acuerdo. Nos la llevamos.
¿¡Cómo!?
, fue lo último que pensó Luz antes de ver aparecer por la escalera a quien, apenas un rato antes, había deseado tener desnudo debajo de ella. Y no tenía ninguna pinta de subir para volver a retomar lo que habían dejado.
Definitivamente, soy tonta
. ¿Qué demonios se le había perdido a ella a más de cien kilómetros de su casa?
Cuando Martín había subido a buscarla y le había contado que tenía que marcharse para solucionar un asunto y que ella iba a acompañarle, no había sabido qué decir. Todavía estaba conmocionada por la auténtica identidad de Martín y apenas había atendido a sus palabras.
Importante
había sido una de ellas,
asunto
era otro de los términos, y la peor había sido
peligroso
.
Definitivamente, soy imbécil
. ¿Qué mujer en sus cabales acompaña a su
ex-loquesea
a solucionar un oscuro asunto con sus dos silenciosos compinches? Ella y nadie más que ella. Seguro que Leire tenía la palabra exacta para definir semejante estupidez. Lo reconocía: era una mema, una necia redomada, una cretina, una inconsciente, una insensata, una alocada y una curiosa, estaba intranquila, preocupada y alarmada; pero sobre todo estaba atraída, fascinada y... enamorada.
¿¡Enamorada!? Definitivamente, soy una ingenua
.
Estaba sentada en una pequeña mesa, de un pequeño bar, al otro lado de la muralla de Laguardia, en un frío y triste día de invierno. Y estaba sola, rememorando lo que había sucedido aquel día.
Cuando acabó de descender las escaleras de la casa de Martín, los otros dos hombres estaban ya al lado de la puerta. Al parecer, solo esperaban a que ella apareciera para salir a la calle. Martín la sujetó por el codo y le dio un leve empujón hacia el exterior.
Martín y el jefe de la banda se sentaron en los asientos delanteros de un todoterreno último modelo. A Luz no le quedó más remedio que compartir el asiento posterior con el otro tipo. En cualquier caso, el hecho de que Martín viajara al lado del jefe, indicaba que su
ex-loquefuera
gozaba de un estatus superior al del otro individuo.
No, si al final será el segundo de la banda de delincuentes más buscados por la Interpol
.
El viaje había sido opresivo. Ninguno de los tres hombres dijo una sola palabra mientras viajaron. Martín mantenía la vista fija en el horizonte. Solo de vez en cuando, se giraba hacia ella y le echaba una funesta mirada que Luz no sabía cómo interpretar. De lo que sí estaba segura era de que aquella situación no le gustaba en absoluto. No estaba relajado. Podía notarlo por la fuerza con la que se sujetaba al agarradero de encima de la ventanilla y por la tensión de sus mandíbulas.
Pararon a comer en Labastida. Al lado mismo de la carretera había dos o tres asadores. Aparcaron junto a la puerta principal de uno de ellos y entraron.
El comedor estaba lleno de gente. Las camareras, vestidas de negro y con una edad más que avanzada para corretear de mesa en mesa, se movían con presteza por el restaurante atendiendo las exigencias de los clientes. Luz se mantuvo callada, sin dejar de echar miradas a Martín, que se había sentado enfrente de ella. Si en algún momento tuvo la esperanza de enterarse de cuál era el asunto que los tres se traían entre manos, la descartó en seguida. El Athletic de Bilbao y la temporada que estaba haciendo fue la única conversación de más de un minuto que escuchó. El resto del tiempo tuvo que conformarse con comentarios casuales sobre el frío, la lluvia, lo pronto que anochecía... y los monosílabos que cualquiera de ellos lanzaba a modo de contestación.
El fin de la comida significó el fin de la conversación y el comienzo de la angustia.
Estaba a punto de que los nervios le hicieran saltar del asiento cuando vio en la carretera el cartel del desvío a El Ciego y, un poco más adelante, otro que indicaba que solo faltaban seis kilómetros para llegar a Laguardia. Y se le cayó el alma a los pies.
La sensación de vacío fue tan agresiva que la congoja se le subió a la garganta y estuvo a punto de ponerse a llorar. Todas las escenas del fin de semana que había pasado en aquella zona con el hombre que estaba apenas a un metro de distancia de ella le llegaron de golpe.
Y se sintió engañada, más todavía que cuando le había encontrado comiendo con la rubia.
Y se sintió utilizada. Había sido seducida por el mayor embaucador del mundo. Ella, que se había jactado de ser inmune a los sentimientos románticos.
Y descubrió que aquello dolía demasiado. No le quedó más remedio que cerrar los ojos para evitar que las lágrimas se le deslizaran por la cara. No quería ver más aquel perfil, ni aquella mandíbula contraída ni aquellos profundos ojos mirándola con alegría, ni quería que la tocara con aquellas manos firmes. Cerró los oídos y la mente a todas las palabras susurradas en los momentos en los que su única realidad había sido él.
—Un cortado —pidió alguien a su lado.
La voz la hizo regresar a la soledad del bar. Movió la cabeza para alejar aquellos infaustos pensamientos y se centró en lo que tenía delante. Estaba sentada en una mesa, de un pequeño bar, en el exterior de la muralla de Laguardia, en un frío y triste día de invierno.
Y estaba sola.
• • •
El último paisano que quedaba, y que había pasado media tarde apoyado en la barra viendo lo que fuera que echaban por la televisión, se marchó y Luz decidió que su paciencia se acababa de consumir por completo.
—¿Me dice lo que le debo?
El dueño de la taberna abandonó el refugio del rincón y se aproximó a la caja.
—Un café solo y dos vinos, ¿no?
Ella asintió.
—Tres con cuarenta.
Luz abrió el monedero que sujetaba en la mano y sacó un billete de cinco euros que depositó sobre la barra. Recogió el cambio y salió a la calle.
—Abríguese —le recomendó su compañero de las últimas dos horas cuando traspasaba el umbral.
Echó la mano al cuello del abrigo y lo apretó para cerrarlo a las inclemencias del febrero más frío que recordaba.
Al otro lado de la calle había una parada de autobús. Media tarde dando vueltas a la posibilidad de largarse de allí y sin enterarse de que tenía la solución a la vuelta de la esquina.
Pero el optimismo le duró poco. Solo el tiempo necesario para leer el horario del autobús con destino a Vitoria.
Está claro que uno viene a este pueblo, pero no le dejan marcharse
. Faltaban más de tres largas horas para conseguir un transporte que le dejaría a sesenta y cinco kilómetros de su casa. No le quedaba más remedio que asumir lo que ya sabía: iba a tener que esperar a una panda de ladrones para que le hicieran de chóferes.
O al menos esa era la conclusión a la que había llegado cuando Martín, después de acompañarla hasta el bar, le había indicado que esperara.
—No tardaremos mucho —le había dicho.
Cuando lo viera, tendría que pedirle que le explicara cuál era el significado de la palabra poco para él.
Cuando lo viera..., si es que volvía a aparecer. Echó un vistazo a su derecha, hacia donde el jefe de la banda había aparcado el todoterreno. El coche seguía allí. Al menos no se habían largado sin ella.
El coche de la banda
. Se rio de sus propios delirios. Era absurdo, completamente ilógico, pensar que Martín se había pasado al lado oscuro. Algo le decía que no estaba en el bando de los malos.
¿Por qué si no se iba a preocupar tanto por mi seguridad?
, fue la pregunta.
Porque la rubia se ha marchado y ahora espera que le calientes la cama
, la respuesta.
Siempre había odiado la voz de su conciencia. Y, lo peor de todo, era que tenía el mismo tono que su madre cuando le gritaba
¡María Luz!
Hizo un esfuerzo por volver a ser una persona normal y tener unos razonamientos lógicos y sensatos. Solo necesitaba concentrarse para convocar cualquier otra imagen que contrarrestara aquella.
Leire a veces chilla más que mi madre
.
Anoche, Isabella aún no se había marchado. De hecho, ella lo llamó, pero él prefirió quedarse contigo
, le dijo la representación de su amiga con tono cariñoso.
Apretó con más fuerza el cuello del abrigo.
Los focos de un coche la sacaron de su ensimismamiento. Se estaba helando.
No puedo quedarme aquí parada
.
Se volvió hacia el pueblo. La calle en la que se encontraba rodeaba el exterior de la muralla. Allí no había nada más que coches estacionados y algunos restaurantes. La gente, las tiendas y las casas estaban al otro lado de aquel muro, que se alzaba desde hacía más de siete siglos. Buscó con la mirada una de las entradas. Estaba de suerte. A apenas unos metros a su izquierda, se abría la Puerta de Santa Engracia. Se dirigió hacia allí.
Sabía que en dos pasos llegaría a la Plaza Mayor. No había un alma por la calle. Los bancos de los soportales también permanecían abandonados. Elevó la vista a la fachada del Ayuntamiento. En la visita anterior, Martín y ella compraban unas botellas en la tienda de vinos alojada en los bajos de la plaza cuando dieron las doce del mediodía.
¡Los muñecos!
, había gritado una mujer y se había precipitado fuera del establecimiento. Se asomaron por la puerta detrás de ella y vieron como unas figuras vestidas con trajes regionales aparecían en una plataforma que sobresalía del reloj y daban unos pasos de baile al ritmo de la música.
Seguro que con este frío ni los muñecos se atreven a salir
.
Por fortuna, la tienda estaba abierta.
—¿Buscaba algo en concreto? —le preguntó la chica desde el otro lado del mostrador.
—No, gracias. Solo estaba mirando.
Luz permaneció dentro todo el rato que le pareció razonable, sin embargo, llegó un momento en el que tuvo que decidir el siguiente paso. Apenas habían pasado veinte minutos desde que había salido del bar. Daría una vuelta por el pueblo y, después, llamaría a Martín y le enviaría un ultimátum. Suspiró antes de volver a salir a la calle.
Llegó a la esquina de la Calle Mayor, giró hacia la izquierda y comenzó a bajar. Una ráfaga de aire le congeló las orejas. Se subió con decisión los cuellos del abrigo, apretó el nudo del pañuelo de colores, que se había puesto a modo de bufanda, y enterró las manos en el fondo de los bolsillos. La noche anterior, con las prisas, se había dejado los guantes en casa
Si tenía alguna esperanza de encontrarse con un ser humano, la desechó en seguida. Pasó a los pies de la Iglesia de San Juan. Las sombras de las ramas de los árboles se mezclaban con los relieves de la fachada del templo y hacían que la plaza pareciera un lugar digno de cualquier película de terror. Un chirrido a su espalda le provocó un escalofrío. Se giró asustada para encontrarse con la hoja superior de la puerta de un caserón moviéndose adelante y atrás a causa del viento. Se estremeció de nuevo.
Que no se diga que le tienes miedo a estar en la calle
, se animó mientras volvía a reanudar la marcha. Caminó un poco más, hasta que vio la puerta de San Juan al fondo de la calle. Si seguía por aquella calle, se saldría del pueblo. Dudó. La duda estaba entre volver por el mismo camino y pasar otra vez al lado de las sombras que tan malas vibraciones le habían causado o cambiar de rumbo.
Una ráfaga de viento se coló por entre los huecos del abrigo que los botones no habían conseguido cerrar. Seguir allí parada iba en contra de la sensatez humana. La taberna del hotel, donde habían estado alojados el fin de semana, daba a la calle. Era un sitio agradable, decorado en plan rústico. Podría entrar un rato antes de realizar la dichosa llamadita.
¿Por qué no la hago de una vez y me dejo de líos?
Prefirió no contestar a su propia pregunta.
Si no recordaba mal, la entrada estaba en la calle Páganos. Se dirigió hacia allí.
• • •
Estar estaba, pero cerrada. Pegó la cara a la puerta para escudriñar dentro. Al fondo, en el pasillo que conectaba el establecimiento con la Posada, había claridad y pudo distinguir la prensa de las uvas, transformada en una artística barra sobre la que impartían los cursos de cata que organizaba el propio hotel. Las sillas estaban ordenadas y colocadas alrededor en espera de futuros alumnos. La pared lateral, que en la visita anterior había visto forrada hasta el techo de botellas, lucía ahora algunos huecos.