¡Ay, Dios!
Era como si un tornado se hubiera colado por la ventana y hubiera arrasado con todo lo que había a su paso.
La consola, que antes estaba a la izquierda de la entrada, yacía ahora cruzada, camino de la habitación. También el sofá estaba dado la vuelta con las patas hacia arriba y mostraba las tripas al mundo. El resto de la sala estaba cubierta por los trozos de lo que había sido la modesta cristalería con la que agasajaba a sus invitados; los cojines, sobre los que se había tumbado la noche anterior, estaban tirados a los pies de la ventana; los volúmenes de la enciclopedia, que le habían regalado con la suscripción anual de uno de los diarios que se compraban en la Fundación, desaparecían debajo de la mole negra del aparato del televisor, el cual, no le cabía duda, había pasado a mejor vida.
¡Ay, Dios!
No fue capaz de entrar. Se dejó caer sobre el felpudo y de rodillas, abrazada al bolso, aguantó las ganas de romper a llorar.
Le costó organizar la mente y, cuando consiguió serenarse, se levantó lo más deprisa que pudo, recogió como un autómata todo lo que se le había caído de las manos, entró en la casa y cerró la puerta. No quería que cualquier vecino descubriera lo que había sucedido.
Recorrió toda la vivienda. Ninguna de las habitaciones se había librado del asalto, ni siquiera la cocina había salido indemne. Alguien se había divertido haciendo estallar los botes de verduras y legumbres, con los que solucionaba más de una comida, contra el suelo. Después de recorrer el campo de batalla, optó por encerrarse en la habitación que había salido más beneficiada en la agresión: el cuarto de baño. Aun así tuvo que recoger las cremas, pinturas, peines y el cepillo de dientes, y volver a colgar la cortina de la bañera.
Sentada en el inodoro, pensó en qué hacer. Lo último que quería era enfrentarse con una horda de funcionarios que la achicharraran a preguntas. Era sábado. Irene comía en casa de sus padres. Leire era la única persona a la que podía recurrir.
• • •
Estaba a punto de cerrar cuando el joven oyó sonar el teléfono de la oficina. Atravesó la tienda deprisa sorteando los muebles antiguos, apilados a la espera de posibles clientes.
—Está limpia —dijo una voz desde el otro lado del teléfono.
—¿Qué demonios haces llamándome a este número? —preguntó irritado.
El interlocutor no se dio por aludido y siguió la conversación.
—La mujer está limpia. No hay nada en su apartamento que nos inculpe.
—¿Estás seguro?
—Todo lo que se puede estar después de comprobar uno a uno los discos y cintas de vídeo que guardaba.
—¿Y el tipo que la acompañaba?
—Él sí. Ese está en el ajo. En su casa no aparece nada, aunque el otro día le pillé hablando con la
pasma
. Algo trama.
—¡Habrás sido discreto!
—El tipo ni se ha enterado. Se pasa todo el día fuera con una u otra mujer. La casa de la chica... ha quedado un poco desordenada —rió—. No te preocupes, creerán que ha sido un robo normal y corriente.
—¡Imbécil! —pareció cavilar unos instantes—. ¿Habrá que cancelar la operación?
—Ni hablar. Puedo mantenerle a raya.
—Más te vale —farfulló—. Entonces, la operación sigue adelante. ¡Y no se te vuelva a ocurrir llamar otra vez a este número!
El joven se quedó mirando el auricular por el que ya solo se oía el sonido de la línea. Esperaba que todo saliera bien. Como sucediera algo, el que le había recomendado trabajar con semejante tipo se iba a enterar. La torpeza y la arrogancia raras veces eran buena combinación en aquel negocio. Y a aquel idiota le sobraban las dos cosas.
Miró el reloj. Ya era hora de cenar. Cuando salió a la calle, lo recibió un aire glacial. Comenzó a bajar la acera mientras, a su espalda, el cartel
Viuda de Ruipérez e Hijos. Arte religioso
se mecía peligrosamente, agitado por el viento.
• • •
Luz todavía temblaba cuando sonó el timbre. Había pasado media hora desde que hablara con su amiga y seguía sentada en el cuarto de baño, sin poder reaccionar, y con miedo de volver a enfrentarse al desastre del otro lado de la puerta.
—¡Luz! ¡Luz! ¡Abre! ¡Somos nosotros! —oyó a Leire por encima de los golpes.
—¡Voy! —gritó y se apresuró a salir del refugio.
Antes de poder decir palabra, su amiga se abalanzó sobre ella y la estrechó entre los brazos. Luz se aferró a Leire como a una tabla en medio de una tormenta. El rato que había pasado sola había bastado para ponerla en un estado de nerviosismo que ni ella misma podía explicar. Haber sido víctima de aquel atraco la hacía sentirse estúpida. Estúpida e indefensa. Y lo odiaba. Aborrecía la sensación de fragilidad que la había invadido en el momento en el que encontró su casa de aquella forma. Además, lo peor de todo era que la necesidad de sentirse protegida casi la había empujado a hacer una monumental memez: había estado a punto de llamar a Martín. Gracias a Dios todavía le quedaba un poco de cordura y se había controlado antes de cometer el mayor error de su vida. Y, ahora que tenía a sus amigos allí, con ella, se alegraba hasta el infinito de no haberlo hecho.
—¿Estás bien?
Leire la observaba angustiada. David le apretó en un hombro en señal de apoyo y Luz le dedicó una sonrisa tranquilizadora.
—Todo está bien. Yo estoy bien —aclaró. Se apartó un poco—. El piso un poco desordenado, como veis —se obligó a bromear.
Leire dio un paso adelante.
—Pero ¿por qué?
Luz se encogió de hombros y les instó a entrar. Cerró la puerta.
—Me la he encontrado así cuando he llegado.
—Esto ha sido el desgraciado que te robó el bolso el otro día. Tenías que haber cambiado la cerradura. ¡Eres la persona más confiada del mundo! Ya te insistí que...
A Luz se le torció el gesto. Lo último que necesitaba era que le echaran un rapapolvo.
—Creo que lo de buscar al culpable deberíamos dejarlo para los profesionales —aconsejó David más centrado—. ¿Has avisado a alguien?
Luz negó.
—Solo a vosotros. No sabía qué hacer —confesó—. He preferido esperar a que llegarais.
Leire comenzó a desabrocharse el abrigo.
—Pues nos has pillado de casualidad. Hace un rato nos han avisado de que ha fallecido uno de los tíos de David y tenemos que acercarnos al tanatorio.
Luz hizo de tripas corazón y se comportó como si fuera una persona cabal.
—Pues entonces, no sé qué hacéis aquí.
—No seas tonta. No pasa nada si llegamos a última hora de la tarde —la tranquilizó David—. ¿Dónde podemos hablar? —preguntó observando el caos a su alrededor.
—No lo sé. Lo único que he ordenado un poco ha sido el cuarto de baño —reconoció Luz—. Estaba a punto de hacer algo con la cocina. Parece la sala de deshechos de una fábrica de conservas.
—No debes tocar nada —dijo David asomando la cabeza para ver si la descripción de Luz coincidía con la realidad—. No está mal. Al parecer, el que ha entrado no tenía nada mejor que hacer que divertirse arrojando uno a uno los tarros que tenías para hacerlos estallar. El vecino de abajo tiene que haberse enterado de lo que estaba sucediendo.
—Abajo no vive nadie.
—Vamos a sentarnos —sugirió Leire.
Por fortuna, la mesa estaba en la zona practicable. Se acomodaron como pudieron en uno de los lados.
—Venga, al grano —se impacientó Leire—. ¿Qué se supone que es lo primero que hay que hacer en estos casos?
—Llamar a la Ertzaintza —sugirió Luz.
—Y avisar al seguro de la casa —añadió David—. Supongo que tendrás una cláusula por robo.
Ella se encogió de hombros. No tenía ni idea. El mismo banco que le concedió la hipoteca le había obligado a suscribir un seguro con ellos y no se había molestado en saber cuáles eran las cláusulas del mismo.
—Tú te encargas de lo primero y yo de lo segundo. David, tú apoyas a Luz. Enteraros bien del trámite a seguir. ¿Dónde tienes el número del seguro?
—En la mesilla de la habitación. En el cajón de abajo.
—Voy a por él, mientras vosotros hacéis la denuncia.
Las gestiones duraron más de lo previsto. Cuando Luz conectó con el Servicio de Información de la Ertzaintza, la persona que le atendió le tomó todos los datos y le indicó que colgara y que en un instante se pondrían en contacto con ella. Tuvo que esperar, impaciente, más de diez minutos hasta que el teléfono volvió a sonar. Y, a partir de ese momento, fue más de lo mismo. Volvió a contar toda la historia de nuevo. Después de que ella hubiera acabado la narración, el ertzaina que le había escuchado comenzó a repetir todo lo que ella acababa de contarle. Y Luz empezó a ponerse de mal humor. Menos mal que a su lado tenía a David, que le indicaba con gestos que se calmara cada vez su tono de voz subía de decibelios.
—Sí, pero ¿van o no van a venir?
—...
—Entiendo, es decir, que tengo que esperar a que aparezca alguien.
—...
—¿Y si no llegan?
—...
—Ya, no se preocupe que no voy a tocar nada mientras tanto.
—...
—y que me tranquilice, claro. Eso lo dice usted porque no ha visto cómo está mi casa —se exasperó haciendo un esfuerzo para no perder los nervios.
—¿Qué te han dicho?
—Lo que has oído. Que viene una patrulla de camino y que no toque nada hasta que ellos lleguen. Debe de ser porque van a tomar las huellas dactilares, como en C.S.I. —comentó con voz burlona.
—Bueno, pues a esperar se ha dicho —dijo él a la vez que se levantaba—. ¿Cómo le irá a Leire?
Cuando encontraron a Leire, esta tenía la frente apoyada en la puerta de la entrada y el móvil pegado a la oreja. No tuvieron que preguntar nada más. Solo con verle la cara, se imaginaron la respuesta.
Mal.
• • •
Aquello era una pesadilla. Bastante peor de lo que nunca habría supuesto.
Luz se agarró a la mesa para no echarse al cuello del hombre que tenía delante.
—¿Otra vez? ¿Me está diciendo que se lo tengo que repetir de nuevo? ¿Me está usted pidiendo que, a pesar de que ya he relatado mis desgracias con todo lujo de detalles a la chica que me cogió el teléfono, al otro... compañero suyo con el que me pasaron después, a la pareja de jovenzuelos que aparecieron por mi casa, al de la mesa de la entrada y a usted, tengo que volver a narrarlo de nuevo por quinta vez?
—Si es usted tan amable —le dijo aquel ertzaina con voz calmosa.
Era un tipo calvo, con problemas de sobrepeso y, al parecer, sordo.
Luz le observó con antipatía. ¿No se suponía que les hacían unas pruebas físicas para entrar en el cuerpo?
Pues este debió festejar que las había aprobado con una buena cena y todavía no ha dejado de comer
.
—No, no soy amable, mire usted por dónde. La cordialidad se me acaba de agotar —decidió—. Me marcho a
mi
casa que, como usted imaginará, tengo muchas cosas que hacer en ella.
—Señorita, cálmese.
—¡¿Qué me qué?! —gritó de pie y con las manos apoyadas sobre la mesa.
Eso ya era el colmo, después de lo que le había sucedido, encima ese... cara de torta le insinuaba que estaba poniéndose histérica. ¡Y qué si quería ponerse histérica! ¡Tenía todo el derecho del mundo a ponerse como le diera la gana! Era su casa la que habían saqueado y de la que se habían llevado la cámara de fotos, el reproductor de DVD y todas las películas que tenía.
El hombre la miró con cara de susto y, cuando Luz le hizo un gesto para instigarle a desafiarla, se volvió hacia la persona que ocupaba la mesa contigua. En ella había una mujer de la que Luz no se había percatado hasta ese momento.
Era joven, y guapa y Luz pudo ver cómo fruncía el ceño en dirección al... zampabollos aquel. Si al menos fuera ella la que la atendiera... Pero no tuvo suerte. El papanatas que le había estado tomando declaración pareció reaccionar ante la mirada contrariada de la chica.
—Pase por aquí, por favor —le dijo a la vez que la sujetaba por el codo y le urgía a acompañarle.
Luz estuvo a punto de desembarazarse de él y dejarle con dos palmos de narices, pero lo pensó mejor. Cuanto antes acabara con aquello, sería mucho mejor para todos. Así pues, obedeció a la presión que el hombre ejercía sobre su brazo y le siguió hasta una sala.
—Pase, por favor. Siéntese. Enseguida regreso con el informe de la denuncia para que lo firme.
Luz se limitó a quedarse callada.
Cuando salió, examinó el sitio. En el centro había una sencilla mesa. Unas sillas a su alrededor completaban el mobiliario. Una ventana ocupaba una de las paredes de lado a lado. ¿Sería aquello una sala de interrogatorios? Desde la ventana se veían los coches que pasaban por la Avenida del Lehendakari Agirre.
Luz no pudo pensar en nada más porque la puerta se abrió en aquel momento. El gordo volvía de nuevo.
—Aquí le traigo el informe. —Le acercó unos papeles grapados entre sí—. Léalo despacio, las veces que sean necesarias, hasta que esté segura de que todos los detalles que usted recuerda están reflejados en él. Y, solo entonces, fírmelo —añadió mientras se sentaba a su lado.
¿Qué le había sucedido a aquel tipo para volverse tan agradable? Seguro que la mujer de la mesa le había cantado las cuarenta.
Luz hizo lo que le indicaba. Lo leyó con detalle y lo repasó varias veces. Desde el punto en el que contaba cómo le habían robado el bolso días antes hasta el momento en el que había entrado en su casa, incluyendo los puntos en los que negaba entender qué había pasado por la mente de los ladrones cuando decidieron llevarse una mala cámara de fotos que le había tocado en una rifa de Navidad en su trabajo anterior, un reproductor de DVD, que no valía ni treinta euros, y su colección de películas adquiridas en el top manta y, en cambio, habían abandonado un televisor SONY, en el que había invertido parte del finiquito de la otra empresa, y un más que respetable equipo de música.
—Ya está —anunció después de garabatear la firma en la última hoja de la denuncia.
El agente se había levantado en el momento en el que Luz comenzó a releer el informe y, durante todo aquel rato, había estado mirando por la ventana hacia la calle
—Bien —comentó mientras se acercaba a ella—. Ya se puede marchar.
Camino de la salida, volvió a pasar por el lugar en el que había estado antes. La mujer seguía en el mismo sitio. Se dedicaba a ojear fotos. Luz la sonrió al pasar y ella le guiñó un ojo como respuesta. El gruñido que soltó el hombre que la acompañaba le confirmó la idea de que había tenido algo que ver con el cambio de actitud de aquel dechado de profesionalidad que la había atendido.