—No.
—Eso era innegociable. Tienes que deshacerte de ellas.
Una sospecha empezó a fraguarse en la mente de Martín. Abrió la palma de la mano en la que sujetaba la memoria.
—¿Entonces?
—Formateada —confirmó el hombre—. Borrada completamente.
Martín apretó en el puño el pequeño cuadrado azul, bajó la cremallera de la cazadora y se la guardó en el bolsillo interior.
—Asegúrate de que las borras —insistió el hombre, despacio—. Todas. Y después, verifica que no se han quedado en la papelera de reciclaje del PC. ¿Has entendido bien? Que no quede ni una sola copia —le repitió en voz alta antes de alejarse caminando y desaparecer por la boca del metro de la Plaza de Indautxu.
• • •
—¿Diga?
Ya era la cuarta vez que el teléfono sonaba en menos de media hora y cuando descolgada nadie contestaba. Se estaba empezando a cansar de aquel jueguecito.
—¿Quién es? —insistió Luz sin obtener respuesta—. Para soltar perversiones, llame a la hora de la cena. ¡Degenerado! —gritó al aparato y lo colgó de un golpe.
Se acababa de levantar y no estaba para aguantar a ningún depravado diciendo guarrerías por la línea telefónica, o callándoselas que era lo mismo. Volvió al dormitorio, cogió el abrigo y sacó el bolso rojo del baúl donde lo guardaba. Voló hasta la salida, descolgó las llaves de la manilla y cerró apresurada. Bajó las escaleras de dos en dos. Ni siquiera pasó, como hacía todos los martes y viernes, por casa de María para preguntarle si necesitaba algo del supermercado. La llamaría por teléfono desde la Fundación.
Descubrió que llovía cuando salió al exterior.
Salió corriendo del portal hacia el coche. Llevaba el bolso sobre la cabeza y la vista fija en las baldosas de la acera.
Ya tenía el vehículo a la vista, pero un fuerte golpe la hizo trastabillar. Pero antes de que le diera tiempo a pedir disculpas, notó un fuerte tirón y un segundo más tarde tenía las manos vacías y un punzante dolor en la muñeca. Un chico delgado, con un pantalón de chándal azul y unas deportivas blancas, se precipitó a la calzada y esquivó un par de vehículos. Fue entonces cuando se dio cuenta de que aquel tipo le acababa de robar el bolso.
—
¡Hijo de...!
—gritó.
Era inútil; el
chorizo
ya había desaparecido calle abajo y ella ni siquiera le había visto la cara. Miró a su alrededor solo para descubrir que todo seguía con normalidad. Nadie había movido un solo dedo para ayudarla. Dio una patada a la rueda del coche con todas sus fuerzas. Un dolor insoportable recorrió su pierna hasta la rodilla.
¡Mierda de ciudad!
Volvió a casa, empapada y cojeando.
Menos mal que María tiene copia de mis llaves
, pensó esperanzada mientras pulsaba el botón del portero automático.
Después del susto inicial al verla calada hasta los huesos, a Luz no le costó convencer a la anciana de que lo único que sucedía era que se había olvidado las llaves en casa.
Y ahora, mientras se secaba el pelo con una toalla y se miraba en el espejo la cara lívida, no entendía cómo la anciana se lo había creído.
Y encima tengo que ir a la comisaría a denunciar el robo de toda la documentación
, pensó con pereza. Y ni siquiera podía llamar a Leire para decirle que llegaría más tarde a trabajar. Estaba metiendo las llaves de nuevo en el bolso cuando se llevó una gran sorpresa.
Mi cartera
. Entera y verdadera. La cartera y..., —rebuscó con frenesí— el móvil.
¡Ahí estaba!
Y se acordó de todas las veces que se llevaba el bolso vacío porque olvidaba pasar las cosas de uno a otro.
Así que el ladrón no encontró lo que esperaba
, sonrió divertida.
Miró el reloj. Si se daba prisa todavía podría llegar a la hora a la oficina.
Un rato más tarde aguantaba de nuevo otro chaparrón.
—¡Es que no entiendo cómo eres tan inconsciente y no te has presentado de inmediato en la comisaría de la Ertzaintza a denunciarlo!
Era la cuarta vez en menos de diez minutos que Leire le decía lo mismo.
—Te repito que el tipo solo se ha llevado un pintalabios y las llaves, pero no tiene ninguna referencia de a qué domicilio ni a qué coche pertenecen —se defendió sin dejar de teclear la carta que le había dictado Julio un rato antes.
—¡Eso es lo que tú crees! ¿Y si te ha estado espiando y sabe dónde vives?
Luz levantó la vista de la pantalla y movió la cabeza a los lados con desesperación.
—Eres una paranoica. No era más que un colgado dando el primer palo del día para conseguir algo de pasta para la dosis diaria. Esta tarde, miraré en las papeleras del barrio. Estoy segura de que las llaves aparecerán dentro de una de ellas y el bolso, al lado de cualquier contenedor de basura. Lo que no tengo ninguna esperanza de recuperar es la barra de labios, que, por cierto, era de Christian Dior —explicó con intención de hacer una gracia que su amiga no captó—. Seguro que se la ha llevado de regalo a su churri —afirmó volviendo a su trabajo.
Leire la observó con firmeza. Comenzaba a darse por vencida ante la seguridad de su amiga.
—Al menos, llama a Martín y pídele que te acompañe esta tarde a casa.
Luz paró de teclear.
—¿A ese? —inquirió con desdén con los ojos fijos en el papel—. Está muy ocupado. No tiene tiempo para mí.
—No seas mala persona.
—¿Yo? Perdona, pero me lo dejó muy clarito ayer en un mensaje que me encontré grabado en el contestador automático.
Esta semana estoy muy liado. Te llamaré cuando pueda
, decía el muy capullo con voz lastimera. Se pensará que me va a dar pena —farfulló en voz baja.
—Entonces, voy yo contigo esta tarde.
Luz alzó la cabeza de nuevo.
—¿Estás chalada? ¿Te vas a hacer catorce kilómetros de ida y otros tantos de vuelta solo para que no suba la escalera yo sola? ¿Y lo dice una persona que hasta hace unos meses tenía una llave colgada de la puerta del jardín con el riesgo de cualquiera la descubriera y entrara sin pedir acuerdo?
—Voy a llamar a David para que a la salida del trabajo vaya a tu casa y te espere en la calle.
—¡Leire! —gruñó Luz con tono amenazador
—Vale, vale, ya te dejo en paz —aseguró dirigiéndose a la salida—. Al menos, podrías cambiar la cerradura.
—Lo pensaré.
—Te ha costado encontrar un día para invitarme a comer —le espetó Irene a Luz cuando se encontraron en el restaurante en el que habían quedado
—¿A mí? Bonita, creo que eras tú la que me debías una compensación por haberme obligado a acompañarte a la tortura aquella de los aztecas.
—¡Pero si eso fue hace más de cinco meses!
—Lo sé —aclaró resuelta.
Se acordaba a la perfección. Había sido el jueves ocho de septiembre, a las cinco de la tarde para más señas. Había sido el día que se lo había vuelto a encontrar ocho años después. Ya lo decía el refrán: La mujer es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Y, al parecer, lo que a ella se le había puesto delante era un buen pedrusco.
—Venga, rencorosa, vamos adentro que tengo hambre. ¿Has reservado para las dos y media como te dije? —Luz simuló no haberla oído. Pero su hermana la conocía demasiado bien—. ¡Luz! ¡No has llamado!
Esta se encogió de hombros mientras la obligaba a acercarse al antiguo patio de butacas.
—No te preocupes que no te vas a quedar sin comer.
A Luz le encantaba aquel sitio. Era un antiguo cine que hacía ya años alguien había reconvertido en bar de copas de noche y restaurante de día. A mediodía, ofrecían uno de los menús más atractivos de Bilbao por un precio más que razonable. La decoración era moderna y funcional, con unas enormes sillas de plástico blancas que parecían estar hechas a medida de aquel espacio.
Ambas hermanas siguieron a una chica morena de pelo corto que les condujo hasta una de las mesas vacías. Cruzaron el antiguo patio de butacas y subieron las escaleras hasta el escenario.
—Es la primera vez que estoy aquí arriba —confesó Luz mientras cogía la carpeta que la chica le ofrecía—. Me siento como Montserrat Caballé en mi primer concierto.
Y, ni corta ni perezosa, se levantó, abrió la carta e hizo amago de ponerse a cantar.
—Siéntate, payasa —exclamó su hermana completamente avergonzada—, que todo el mundo nos está mirando.
Luz se giró y miró hacia abajo, apenas había cuatro o cinco mesas ocupadas.
—Exagerada. Si no hay casi nadie. Tú y tus prisas por llegar pronto.
—Espera un cuarto de hora. Verás como no cabe un alfiler y se forma una cola descomunal. Desde navidades he intentado venir dos veces y siempre he tenido que acabar comiendo en otro sitio.
Luz examinó lo que tenía a su alrededor.
—Lo cierto es que está bien. Me gusta la iluminación.
—También. Y los comensales. Y el ambiente de las noches. —Luz vio sonreír a Irene—. Los abuelos no se acercan a este oscuro antro de perdición.
—¡Cómo está cambiando mi hermana pequeña! Voy a tener que volver a casa para meterte en vereda —anunció mientras le guiñaba un ojo.
Luz se había marchado de casa hacía ya muchos años, cuando descubrió que ni ella aguantaba a su madre ni su madre la soportaba a ella. Eran por completo incompatibles. Y, desde el momento en el que puso un pie fuera de la casa de sus padres, siempre temió que la relación con su hermana se enfriara hasta congelarse por completo. Así había sido en un primer momento, pero hacia ya años, después de una bronca familiar en plena Nochebuena, ambas habían decidido que no merecía la pena portarse como si se odiaran cuando lo que deseaban en realidad era ser una familia.
Observó a su hermana recorrer el menú. Dudaba qué pedir para comer. A Luz se le dulcificó la mirada.
Al fin y al cabo ella y Leire son toda mi familia
.
• • •
—¡Esto estaba de muerte! —exclamó Irene cuando depositó la cuchara en el plato vacío. Echó un vistazo al patio de butacas mientras esperaba a que su hermana finalizara—. Ya te había dicho que se llenaba. Hasta los guiris lo han descubierto —explicó mirando a una despampanante rubia que se dirigía a los servicios con un movimiento de cadera digno de una diva de la pasarela—. Te acabas de perder ver desfilar a una diosa del Olimpo.
—Es lo que tiene poner un Guggenheim en nuestra vida. Hasta hace unos años éramos conocidos por ser la ciudad más contaminada del país y ahora nos visitan hasta las estrellas de Hollywood.
—No te burles. Te aseguro que esa chica era una de ellas.
La llegada del segundo plato hizo que la conversación tomara un cariz más gastronómico.
—¡Umm! Esto tenía que estar prohibido. Voy a pedir otra porción —se deleitó Luz ante la tarta de queso con arándanos más rica que había comido nunca.
—¡Si te has comido tu ración y la mitad de la mía! Ya has acabado. Nos vamos que yo tengo que volver a fichar dentro de veinte minutos.
Luz renunció a otro plato de postre y la siguió. Ya estaban casi en la caja registradora cuando Irene hizo una seña en dirección a una mesa, situada cerca de la salida.
La diosa
, formó con los labios.
Luz se giró con curiosidad. Su hermana tenía razón; aquella chica era espectacular. Que era extranjera estaba claro.
Del norte de Europa, por lo menos
. Tenía una melena casi platino cortada a la altura de los hombros y con un flequillo muy marcado. Ni la camisa azul turquesa semitransparente que vestía ni el escote de vértigo que lucía contribuían en absoluto a que pasara inadvertida. Sin embargo, lo que más llamaba la atención eran los ojos, que exhibía sin recato a juego de la ropa.
Luz se sintió en desigualdad de condiciones. La rubia levantó la vista y se la quedó mirando fijamente con una sonrisa burlona.
Y era de ella de quién se reía.
—No sé si envidio más a la rubia o a él —escuchó a Irene.
No fue hasta ese momento que Luz se fijó en el hombre a su lado. Y le entraron unas ganas incontrolables de asesinar a alguien.
Se acercó hasta los dos comensales dispuesta a no pasar desapercibida por aquel que acompañaba a aquella mujer.
—¡Que aproveche! —dijo a su espalda con todo el retintín que pudo.
Martín se giró de inmediato.
¿Pillado in fraganti?
—¿Qué haces aquí?
—Si te parece, estoy buscando piso —le espetó mordaz—. ¿Y tú? Trabajando, por lo que veo.
—Es Isabella. Mi jefa —aclaró—, mi ex jefa.
La rubia hizo un gesto de saludo con la cabeza sin dignarse a simular un gesto de amabilidad.
Jefa y maleducada
.
Luz escuchó a su hermana musitar un
ya pago yo
, pero apenas le hizo caso. Tenía demasiadas cosas que atender.
—Encantada —saludó Luz en perfecto castellano.
—
She is Luz. My
... —dudó un instante—,
a friend
.
Martín se debatía entre levantarse o quedarse sentado, dado que Isabella no se había movido de la silla. Al final optó por lo segundo para no dejar en entredicho el comportamiento de su acompañante.
Además, ellas ya se marchan
.
—Acabo de volver.
—¿Volver? ¿Acaso te habías ido?
—Isabella está buscando un entorno que le sirva para un reportaje para el próximo otoño.
—
Laguardia is very beautiful
.
Luz se volvió hacia él con los ojos encendidos. Deseó volver a tener veinte años y el panel de información del pasillo principal de la universidad a su disposición. Se iba a enterar el mundo entero de la opinión que aquel hombre le merecía. Pero se conformó con que leyera en su mirada todo lo que pensaba de él.
Si es que la refulgente belleza de la rubia no le ha dejado ciego por completo
.
Un movimiento a su izquierda le recordó que Irene tenía prisa.
—Me alegro de haberte visto —dijo con voz seca.
Sin esperar respuesta, se dirigió hacia la salida taconeando. Solo se permitió respirar cuando, después de atravesar todo el bar, las negras puertas se cerraron detrás de ellas.
—¿Quién era?
—Nadie importante. Un amigo —farfulló ante el estupor de su hermana—, un ex amigo.
• • •
Isabella observaba cómo Martín seguía con la vista a aquella bajita y desvergonzada mujer hasta que esta desapareció por la puerta del fondo.
—Es guapa —reconoció. Había elevado la voz con intención de sacar a Martín de su mutismo—. Si no fuera por ese color del pelo...