Read Esas mujeres rubias Online
Authors: Ana García-Siñeriz
Contar una historia es complicado, incluso cuando creemos que disponemos de todos los datos. Resulta mucho más difícil que traducir una ya escrita. Las historias ajenas, y según con qué autores, a veces hasta se pueden mejorar. Con la realidad, resulta del todo imposible.
Pero volvamos a la casilla de salida sin pasar por caja, volvamos al momento en que, tras abandonar Madrid por Barcelona y con mi triste fardo a cuestas, la señora parlanchina me alquiló Mon Repos. A la firma del contrato —o papelucho— y la entrega de una considerable suma en efectivo en concepto de fianza; cuando, a cambio, me dejó un llavero con tres llaves —la de la puerta principal, la de la verja y la de la «sala de máquinas», como si, en vez de una casa, fuera un trasatlántico que hubiera que gobernar— y un consejo: «Si tienes algún problema, ve a Can Julieta; ya no son oficialmente los guardeses, pero ahí siguen para echar una mano.»
Tres semanas llevaba ya encerrada. Desayuno, comida, cena, cama y vuelta a empezar. No tenía horarios ni me molestaba en usar más que cocina, dormitorio y baño. Y una recomendación: «La química está para ayudarte», benditas pastillas. Una cada ocho horas. Los días peores, dos, no más.
Vivía como una anacoreta, lejos del mundo, excepto de los vecinos —sí, la casita, Can Julieta la había llamado la agente inmobiliaria, estaba ocupada—. Escudriñaba el coche cuando se alejaban, hacia Barcelona, y padecía los agudos ladridos de los perros que rompían el silencio del valle. De hecho, una mañana aparecieron en el quicio de la puerta aquellos dos perrillos que nos habían perseguido a... aquella mujer y a mí —uno de pelo rizado y tipo conserje, el otro tan fino que parecía trazado con la punta de un compás—. El galgo —galga, como supe más adelante— lloraba delante de mi puerta y trataba de colarse cada vez que abría una rendija. Ella y un gato, negro, para mayor desasosiego, al que tuve que echar de la cocina a trapazos, pero que consiguió llevarse como trofeo un par de lonchas de jamón.
La temperatura refrescaba y la caldera era un artefacto caprichoso. Aquel día, ya entrado octubre, después de una agresión en forma de ducha a catorce grados, tuve que claudicar. Tomé el sendero que conducía a la vivienda de los vecinos.
Cien metros de pineda y muros de piedra, a la izquierda, saliendo de Mon Repos.
Can Julieta era una casita al estilo de la grande pero más modesta. No la cercaba una verja altanera de sillares de piedra, sino ladrillos desnudos y tablones grisáceos colocados al tuntún. En vez de cedros u olivos centenarios y de jardines en terrazas, una moto cubierta con una lona, un montón de cascotes en una esquina y un haz de leña arrimado contra la pared. El revoco del mismo tono granate oscuro y una breve línea beige que recordaba, como una nota aislada, el estribillo de una sinfonía monumental. Era como una hermana pequeña y bajita parecida a la belleza de la familia que hubiera desistido de arreglarse, desalentada por la aplastante superioridad de la mayor.
Me abrió un chico alto de unos quince o dieciséis años, cabello castaño, ojos oscuros de expresión interrogativa y amable. Iba vestido de manera modesta, pero calzaba unas zapatillas de deporte de esas con rayas multicolores y cojines de aire ultratecnológicos que valen un dineral. Después de explicarle mi problema, me hizo pasar al recibidor, una pieza oscura con un aparador recio de estilo castellano y un perchero al lado de una de esas ventanitas de madera en las que cuelgan las llaves, ordenadas como en un motel. No faltaba el azulejo con el «Que Dios bendiga esta casa» colgando al lado de un payasito de colores vivos que me hizo sonreír. Mi abuela, en su casa de Berria, tenía uno idéntico; me había prometido, a los nueve o diez años, que algún día sería para mí.
Cuando entramos a la sala flotaba un perfume a guiso. Algo delicioso con carne y patatas. El aroma me recordó que se me había pasado la hora de comer. En ese momento se levantaron ladrando al unísono los dos perros: el caniche, «¡Ven aquí,
Mika
!», la llamó el chico, agachándose y tendiendo una mano ancha y protectora hacia el hocico, y la galga, «
¡Parker!
», que, ligera como una bailarina que apenas rozara con la punta de sus zapatillas el suelo, vino directa hacia mí.
—¿Cómo se llama? —le pregunté, extrañada por el nombre del perro.
—
Parker
. Es perra. No se lo hemos puesto nosotros —se disculpó el chaval.
El chico sonrió con aire comprensivo y me imaginé que el perro habría llegado con nombre; igual hasta era un chucho con pedigrí. Uno de esos que añaden al patronímico el del criadero, como si fueran miembros de una casa real. Nosotros tuvimos un bulldog —
ella
— que llegó a casa en brazos de Fernando junto a los papeles que certificaban que estaba libre de los males que aquejan a los perros de raza. Los cruces entre campeones degeneran forzosamente por culpa de tanta consanguinidad.
Al escuchar ladrar a los perros, se incorporó del sofá una mujer que supuse sería su madre. Yacía medio adormilada enfrente del televisor, con el sonido a medio volumen, como un murmullo que arropara la siesta. En cuanto nos vio, se levantó y se pasó la mano por el pelo para ponerse presentable.
—... Me había quedado traspuesta... —se justificó, con una risa cantarina.
Apagó el aparato y me tendió la mano. Me agradó la firmeza de su apretón. Nunca me ha gustado la gente que te besa nada más conocerte. Y, por aquel entonces, tocar a otro ser humano me resultaba tan desagradable como el contacto con algo que tuviera escamas en lugar de piel.
El chico le informó de que yo era la vecina, «La que vive en Mon Repos». Ella asintió con un «¡Ah!» carente de sorpresa y salió hacia la cocina a preparar un café, a la vez que insistía en que me sentara sin miedo a los perros. «No hacen nada», dijo mientras pasaba la mano por encima de la perra gris, que aceptó la caricia como un tributo, inmóvil y hermosa sobre la vulgar alfombra multicolor.
No voy a pegar ojo, pensé cuando entró cargando con una cafetera con forma de casa sobre una bandeja atestada de tacitas tintineantes, palmeritas glaseadas y bollitos nevados, un azucarero con forma de chalet suizo y una jarrita-vaca de porcelana blanca con pintas de color gris. Se sentó de nuevo, haciendo salir el aire de los cojines, riéndose de sí misma y de sus carnes abundantes de treinta y muchos ingratos años que se movían completamente independientes de la voluntad de su dueña al ritmo del bamboleo del café.
—¡Vaya prisa que se han dado! La casa grande ocupada... —exclamó, como para ella misma, y extendió un tapete de hilo blanco con bordados de vainicas.
Se llamaba Josefina, me explicó mientras ponía la mesa. Y su hijo, que ya había desaparecido hacia los confines de los dormitorios, Julián. Cambió de tono y, sonriendo, se dirigió a mí.
—¿Vas a vivir aquí sola?
—Sí. Con un gato negro que pasa a verme de vez en cuando; creo que viene a buscar comida, más bien...
—Debe de ser el gato de Estela, pobre animal. Yo también le echo de comer de vez en cuando —dijo, acariciando otra vez a la perra que se había acercado hasta ella, buscando su mano—. ¡Deja sitio a la
Mika
! —reconvino a la gris, cariñosa, sujetándola por el collar.
«Y está tan celosa de la otra que no la deja ni acercarse a mí.» Supuse que era uno de esos perros que abandonan los cazadores después de servirse de ellos, y las miré con simpatía a las dos.
Conversamos un poco de todo y en algún momento me contó que se había separado, sin hacer ninguna referencia al marido, ex, o lo que fuera, y que vivía con su padre, «¡Me va a volver loca!», y añadió con resignación: «¡Ya no sé ni lo que es un hombre, y eso que en casa tengo tres!». Y ya, más seria, me explicó que era enfermera en el Hospital del Mar. «Búscame allí —dijo, medio en broma—, sólo si necesitas que te ingresen; lo podría arreglar.» A cambio, no hizo amago de querer saber nada sobre mis circunstancias personales y yo tampoco se las aclaré. Hablar de mí suponía soltarlo todo. Y allí, y entonces, no quería ser yo.
—¿Así que traduces libros? —dijo, retomando la escasa información que le había proporcionado.
Había recurrido a mi vocación para presentarme sin despertar sospechas ni comentarios, con un trabajo que justificara una vida anárquica e invitara a la soledad.
La verdad era que no tenía en mi cuenta más que un libro. Una novela policíaca, de un autor belga que se había vuelto célebre después de resultar muerto en un accidente de coche y que un amigo editor necesitó con urgencia cuando se produjo su inesperada revalorización. Lo había terminado en mes y medio, robándole tiempo a las noches —y a ella—, sintiéndome tan culpable que casi no lo había podido disfrutar. La vida que llevábamos no me había permitido emplearme con método y, aunque a veces pasaba al español textos cortos o me divertía traduciendo cuentos para mi hija, no podía decirse que la de traductora fuera mi profesión.
Josefina soltó una risa alegre y me sirvió un poco de café. Miró los bollitos con deseo, y me pasó el plato, tentándome, y rechazando mi oferta de vuelta... En su lugar, dio varios sorbos, después de añadir dos destellos de sacarina con la resignación de la dieta perpetua.
—Y esa mujer que te la ha alquilado —preguntó directamente— ¿ha sido Inés?
—No me acuerdo de su nombre, pero, Inés, seguro que no.
Me estrujé la cabeza tratando de acordarme... ¿Elia Montero?, ¿Cornejo?; no. Era algo así, pero no.
—Es una de esas señoras maduras que sacan provecho de los contactos de tiempos mejores —la definí, sin apiadarme de ella—. Negocia con las casas de sus conocidos, como haciéndoles un favor.
—Alguna de las señoronas amigas de Inés, seguro; mucha fachada y luego... —dedujo Josefina, sin ningún reparo—. Inés Vallés-Bruguera, con guión —precisó, mirándome con intensidad a los ojos—, Vallés-Bruguera, de Mon Repos.
—Ni idea. No sé quién es esa Inés —respondí, mirándola a mi vez.
Quizás se suponía que debía conocerla pero no me sonaba de nada. De hecho, todavía no sabía ni de quién era la casa. En el contrato figuraba como titular Dreams and Money S. L., una sociedad con sede en Andorra, sin ningún nombre de persona física o real.
Al ver que Josefina no tenía empacho en entrar en los asuntos de los propietarios, decidí dejarme llevar. En aquellas tres semanas había tenido tiempo de seguir en la casa las huellas de sus ocupantes, preguntarme el porqué de las obras inacabadas y de las puertas por las que no se podía pasar.
—¿Y por qué la alquilan? —le pregunté—, ¿es por la obra? Hubiera sido más lógico ponerla en el mercado una vez terminadas las mejoras.
—No tengo ni idea —respondió tomando uno de los bollos, con cautela, entre el índice y el pulgar—, necesitarán el dinero. —Lo giró sobre sí mismo sin decidirse a morderlo—. En esa familia están acostumbrados a derrochar.
—¿Esa Inés es la dueña? —le pregunté, enseñando mi total ignorancia. Al fin y al cabo, podrían haberme informado mínimamente.
—No —respondió, depositando el bollito en su plato—, la dueña es Estela, su hermana. Estela Vallés-Bruguera —repitió despacio como había hecho antes con Inés, esperando mi reacción.
En ese momento la perra gris emitió un quejido como el de un niño que añora a su madre, y Josefina bajó la mano hasta la alfombra y buscó su lomo de pelo corto y brillante, del mismo tono que el terciopelo de la butaca que había en la biblioteca de la casa grande. Eran las dos del mismo color.
—Y, entonces, ¿qué tiene que ver esa Inés en todo esto? —pregunté, algo avergonzada de ser tan entrometida.
Josefina jugueteaba de nuevo con el bollo y lo hacía girar entre sus dedos, sin acabar de lanzarse. Detuvo el movimiento para contestar.
—Estela está desaparecida, pero su familia quiere creer que está muerta. O puede que de verdad haya muerto; aunque lo dudo mucho —dijo, santiguándose—, no lo sé...
Josefina acercó la pequeña esfera hojaldrada hasta su boca y de un mordisco seco engulló la mitad. Aguardé, sorprendida, a que me aclarara algo más de esa Estela de la que no sabía nada.
—Una semana antes me había dejado las llaves y me pidió que le guardara en el trastero algunas cosas, y que lo cerrara. Yo estaba de guardia, así que me dejó el llavero en el porche, dentro de un sobre y debajo del felpudo, sin más.
Se pasó un dedo por los bordes de la barbilla, buscando trazas de migas o azúcar que delataran su debilidad.
—Para mí, que ella lo tenía previsto; si no, ¿por qué iba a dejarme ese encargo?, además, no la han encontrado, aunque la buscaron a fondo... el bosque, la casa... ¿No has oído nada de esta historia?, si salió en todas partes, hasta en la televisión... hará unos seis meses, antes de Navidad...
Hice memoria. En aquella época yo no estaba para nada. Fue cuando la ingresamos, justo la última vez antes de que todo pasara. Cuando Fernando tardó más de cuarenta y ocho horas en hacer acto de presencia en el hospital. Podría haberse declarado la tercera guerra mundial sin que yo fuera consciente de ello.
Pero ¿por qué creían que estaba muerta?, ¿había habido algo más? Mon Repos estaba realmente apartado... ¿algún detalle escabroso que debiera saber? Aquella condenada mujer de las llaves me había puesto al día de todas las truculencias de las casas vecinas excepto de la única que contaba.
Mientras yo me hacía estas conjeturas, Josefina trataba de vencer la tentación hecha carne de bollos y de palmeras.
Parker
se le adelantó y metió el hocico dentro del plato. La ahuyentó con la mano, con un «¡Quita de ahí, sinvergüenza!».
—Ésta está cogiendo muy malas costumbres, ¡menuda galga!; es como una señora mayor, consentida y zalamera, que sólo quiere comer jamón de York.
—¿Y si de verdad le ha pasado algo? —insistí.
Josefina suspiró y tomó la cafetera. La tapa era un tejado de brezo y el pitorro un tronco de árbol cubierto de nudos con un pequeño elfo agarrado al final. Una pieza maestra del
kitsch
que, junto a la vaca y el chalet suizo, componían casi un asentamiento rural. Reprimí mis pensamientos. Era una mujer agradable y hospitalaria, y me había dado su confianza. Me ofreció rellenarme la taza. «No, gracias —rehusé—, tengo problemas de sueño.» No le expliqué que si me tomaba un gramo más de cafeína las pastillas ya no me harían efecto. Y que las noches en blanco eran en negro para mí...