España invertebrada (11 page)

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Authors: José Ortega y Gasset

Por un lado, la idea de organización social en castas significa el convencimiento de que la sociedad tiene una estructura propia, que consiste objetivamente, queramos o no, en una jerarquía de funciones. Tan absurdo como sería querer deformar el sistema de las órbitas siderales, o negarse a reconocer que el hombre tiene cabeza y pies; la Tierra, Norte y Sur; la pirámide, cúspide y base, 60 es ignorar la existencia de una contextura esencial a toda sociedad, consistente en un sistema jerárquico de funciones colectivas.

El otro elemento que, infiltrándose en el primero, forma el concepto de casta, proviene del criterio para distinguir qué individuos deben ejercer esas diferentes funciones. El indo, dominado por una interpretación mágica de la naturaleza, cree que la capacidad para ejercer una función va adscrita como mística gracia, a la sangre. Sólo podrá ser un buen guerrero el hijo del guerrero, y buen hortelano, el hijo del hortelano. Los individuos son, pues, repartidos en los diversos rangos sociales en virtud de un principio genealógico, de herencia sanguínea.

Elimínese este principio mágico del régimen de castas y quedará una concepción de la sociedad más honda y trascendente que las hoy prestigiosas. Después de todo, la ideología política moderna ha estado dirigida por una inspiración no menos mágica que la asiática, aunque de signo inverso. Se pretende que la sociedad sea según a nosotros se nos antoja que debe ser ¿Cómo si ella no tuviera su inmutable estructura o esperase a recibirla de nuestro deseo! Todo el utopismo moderno es magia. No pasará mucho tiempo sin que el gesto de Kant, decretando como debe ser la sociedad, parezca a todos un torpe ademán mágico.

La magia del
debe ser

La cuestión de las relaciones entre aristocracia y masa suele plantearse desde hace dos siglos bajo una perspectiva ética o jurídica. No se habla más de que si la constitución política, desde un punto de vista moral o de justicia, debe ser o no debe ser aristocrática. En vez de analizar previamente lo que es, las condiciones ineludibles de cada realidad, se procede desde luego a dictaminar sobre como deben ser las cosas. Éste ha sido el vicio característico de los
progresistas,
de los
radicales
y más o menos, de todo espíritu llamado
liberal
o
democrático.
Se trata de una actitud mental sobremanera cómoda. Es muy fácil, en efecto, dibujar una organización social esquemática que presente una faz atractiva. Basta para ello que supongamos imaginariamente realizados nuestros deseos o que, abandonando el intelecto a su puro movimiento dialéctico, construyamos more geométrico un cuerpo social exento de cuanto nos parece vicio y dotado de perfecciones formales análogas a las que tienen un polígono o un dodecaedro. Pero esta suplantación de lo real por lo abstractamente deseable es un síntoma de puerilidad. No basta que algo sea deseable para que sea realizable, y lo que es aún más importante, 61 no basta que una cosa se nos antoje deseable para que lo sea en verdad. Sometido al influjo de las inclinaciones dominantes en nuestro tiempo, yo he vivido también durante algunos años ocupado en resolver esquemáticamente como deben ser las cosas. Cuando luego entré de lleno en el estudio y meditación del pasado histórico, me sorprendió superlativamente hallar que la realidad social había sido en ocasiones mucho más deseable, más rica en valores, más próxima a una verdadera perfección, que todos mis sórdidos y parciales esquemas.

Porque, no hay duda, ese deber ser que desde el siglo XVIII, inventor del
progresismo
pretende operar mágicamente sobre la historia, es por lo pronto, un debe ser parcial. Cuando hoy se plantea la cuestión de cómo debe ser la sociedad, casi todo el mundo entiende que se pregunta por la perfección ética o jurídica del cuerpo social. Queda asi la expresión normativa
debe ser
reducida a su significación moral, y ello hasta el punto de que casi se ha olvidado que la sociedad y el hombre contienen otros muchos problemas extraños por completo a la moralidad y a la justicia.

De esta suerte, cuando se elabora el ideal social, cuando se elucubra aquel tipo más perfecto de sociedad que debe sustituir a los actuales, se incluyen en él tan sólo mejoramientos éticos y jurídicos, dejando fuera todas las demás cuestiones que son moralmente indiferentes. Pero es el caso que estas cuestiones indiferentes para la moral de una sociedad son de una importancia superlativa para su existencia. ¿Es que no hay también para la solución de ellas una norma, un debe ser, bien que exento de significación ética o jurídica? ¿No tiene el labrador un ideal del campo, el ganadero un ideal de caballo, el médico un ideal del cuerpo? De estos ideales, ajenos a la moral y el derecho los cuales no son más que la imagen de aquellos seres en su estado de mayor perfección, emanan normas expresivas de cómo debe ser este campo, este caballo, este cuerpo humano.

El debe ser del moralista, del jurista, es, pues, un debe ser parcial, fragmentario, insuficiente. Pero, al mismo tiempo ¿no es sospechosa una ética que al dictar sus normas se olvida de cómo es en su íntegra condición el objeto cuya perfección pretende definir e imperar?

Solo debe ser lo que puede ser, y solo puede ser lo que se mueve dentro de las condiciones de lo que es. Fuera deseable que el cuerpo humano tuviese alas como el pájaro; pero como no pude tenerlas, porque su estructura zoológica se lo impide, sería falso decir que debe tener alas.

El ideal de una cosa, o, dicho de otro modo, lo que una cosa debe ser, no puede consistir en la suplantación de su contextura real, sino, por el contrario, en el perfeccionamiento de ésta. Toda recta sentencia sobre cómo deben ser las cosas presupone la devota observación de la realidad.

Por tanto, desde el punto de vista
ético
o
jurídico
no se puede construir el ideal de una sociedad. Ésta fue la aberración de los siglos XVIII y XIX. Con la moral y el derecho solos no se llega ni siquiera a asegurar que nuestra utopía social sea plenamente justa, no hablemos de otras calidades más perentorias aún que la justicia para una sociedad.

¿Cómo? ¿Cabe exigir de una sociedad que sea alguna otra cosa antes que justa? Evidentemente, antes que ser justa una sociedad tiene que ser sana, es decir, tiene que ser una sociedad. Por tanto, antes que la ética y el derecho, son sus esquemas de lo que debe ser, tiene que hablar el buen sentido, con su intuición de lo que es.

Resulta completamente ocioso discutir si una sociedad debe ser o no debe ser constituida con la intervención de una aristocracia. La cuestión está resuelta desde el primer día de la historia humana; una sociedad sin aristocracia, sin minoría egregia, no es una sociedad.

Volvamos la espalda a las éticas mágicas y quedémosnos con la única aceptable, que hace veintiséis siglos resumió Píndaro en su ilustre imperativo
llega a ser lo que eres.
Seamos en perfección lo que imperfectamente somos por naturaleza. Si sabemos mirarla, toda realidad nos enseñará su defecto y su norma, su pecado y su deber.

Ejemplaridad y docilidad

Una tosca sociología, nacida por generación espontánea y que desde hace mucho tiempo domina las opiniones circulantes, tegiversa estos conceptos de masa y minoría selecta, entendiendo por aquella el conjunto de las clases económicamente inferiores, la plebe, y por ésta las clases más elevadas socialmente. Mientras no corrijamos este quid pro quo no adelantaremos un paso en la inteligencia de lo social.

En toda clase, en todo grupo que no padezca graves anomalías, existe siempre una masa vulgar y una minoría sobresaliente. Claro es que dentro de una sociedad saludable, las clases superiores, si lo son verdaderamente, contarán con una minoría más nutrida y más selecta que las clases inferiores. Pero esto no quiere decir que falte en aquellas la masa. Precisamente lo que acarrea la decadencia social es que las clases próceres han degenerado y se han convertido casi íntegramente en una masa vulgar.

Nada se halla, pues, más lejos de mi intención, cuando hablo de aristocracia, que referirme a lo que por descuido suele aún llamarse así.

Procuremos pues, trasponiendo los tópicos al uso, adquirir una intuición clara sobre la acción recíproca entre masa y minoría selecta, que es, a mi juicio, el hecho básico de toda sociedad y el agente de su evolución hacia el bien como hacia el mal.

Cuando varios hombres se hallan juntos, acaece que uno de ellos hace un gesto más gracioso, más expresivo, más exacto que los habituales, o bien pronuncia una palabra más bella, más reverberante de sentido, o bien emite un pensamiento más agudo, más luminoso, o bien manifiesta un modo de reacción sentimental ante un caso de la vida que parece más acertado, más gallardo, más elegante o más justo. Si los presentes tienen un temperamento normal sentirán que, automáticamente, brota en su ánimo el deseo de hacer aquel gesto, de pronunciar aquella palabra, de vibrar con pareja emoción. No se trata, sin embargo, de un movimiento de imitación. Cuando imitamos a otra persona nos damos cuenta de que no somos como ella, sino que estamos fingiendo serlo. El fenómeno a que yo me refiero es muy distinto de ese mimetismo. Al hallar otro hombre que es mejor, o que hace algo mejor que nosotros, si gozamos de una sensibilidad normal, deseamos llegar a ser de verdad, y no ficticiamente, como él es, y hacer las cosas como él las hace. En la imitación actuamos, por decirlo así, fuera de nuestra propia personalidad, nos creamos una máscara exterior. Por el contrario, en la asimilación al hombre ejemplar que ante nosotros pasa, toda nuestra persona se polariza y orienta hacia su modo de ser, nos disponemos a reformar verídicamente nuestra esencia, según la pauta admirada. En suma, percibimos como tal la ejemplaridad de aquel hombre y sentimos docilidad ante su ejemplo.

He aquí el mecanismo elemental creador de toda sociedad; la ejemplaridad de unos pocos se articula en la docilidad de otros muchos. El resultado es que el ejemplo cunde y que los inferiores se perfeccionan en el sentido de los mejores.

Esta capacidad de entusiasmarse con lo óptimo, de dejarse arrebatar por una perfección transeúnte, de ser dócil a un arquetipo o forma ejemplar, es la función psíquica que el hombre añade al animal y que dora de progresividad a nuestra especie frente a la estabilidad relativa de los demás seres vivos.

No es éste lugar oportuno para rebatir las interpretaciones materialistas y, en general, utilitarias de la historia, arcaicos armatostes, cien veces descalificados, que aportan soluciones metafísicas a problemas de hecho como son los históricos. Y el hecho es que los miembros de toda sociedad humana, aún la más primitiva, se han dado siempre cuenta de que todo acto puede ejecutarse de dos maneras, una mejor y otra peor: de que existen normas, o modos ejemplares de vivir y ser. Precisamente la docilidad a esas normas crea la continuidad de convivencia que es la sociedad. La indocilidad, esto es, la insumisión a ciertos tipos normativos de las acciones, trae consigo la dispersión de los individuos, la disociación. Ahora bien: esas normas fueron originariamente acciones ejemplares de algún individuo.

No fue pues, la fuerza ni la utilidad lo que juntó a los hombres en agrpaciones permanentes, sino el poder atractivo de que automáticamente goza sobre los individuos de nuestra especie el que en cada caso es más perfecto. Educados en un tiempo de relativa disociación, nos cuesta, como es natural, algún esfuerzo representarnos el estado de espíritu que lleva a la formación de una sociedad, porque es justamente opuesto al nuestro.

Las más primitivas leyendas y mitos sobre creación de pueblos, tribus, hordas, aluden patéticamente a personas sublimes, dotadas de prodigiosas facultades, padres del grupo social. Con un torpe evemerismo muy siglo XIX, se ha explicado esto siempre diciendo que los hombres reales, un tiempo influyentes en el grupo, fueron luego idealizados, ejemplarizados por la posteridad. Pero sería inverosímil esta ideación a a si aquellos personajes no hubieran en vida suscitado este ideal entusiasmo, si no hubieran sido de hecho ideales o arquetipos. No se hizo de ellos modelo porque en vida fueron influyentes, sino, al revés, fueron influyentes, socializadores, porque fueron desde luego modelos.

En la misma angostura de las paredes donde se desarrolla la sociedad familiar, padre y madre son modelos natos de los hijos, y además, ideales el uno del otro. Cuando este influjo se aniquila, la familia se desarticula.

No se debe olvidar nunca, si se quiere llegar a una idea clara sobre las fuerzas radicales productoras de socialización, el hecho, cada vez más comprobado, de que las asociaciones primarias no fueron de carácter político y económico. El Poder, con sus medios violentos, y la utilidad, con su mecanismo de intereses, no han podido engendrar sociedades sino dentro de una asociación previa. Estas primigenias sociedades tuvieron un carácter festival, deportivo o religioso. La ejemplaridad estética, mágica o, simplemente vital de unos pocos atrajo a los dóciles. Todo otro influjo o
cracia
de un hombre sobre los demás que no sea esa automática emoción suscitada por el arquetipo o ejemplar en los entusiasmos que le rodean, son efímeros y secundarios. No hay, ni ha habido jamás, otra aristocracia que la fundada en ese poder de atracción psíquica, especie de ley de gravitación espiritual que arrastra a los dóciles en pos de un modelo.

Se dice que la sociedad se divide en gente que manda y gente que obedece: pero esta obediencia no podrá ser normal y permanente sino en la medida en que el obediente ha otorgado un íntimo homenaje al que manda el derecho a mandar.

Un hombre eminente, en vista de su ejemplaridad, fue dotado por la muchedumbre dócil de cierta autoridad pública. Muere aquel hombre, y su autoridad queda como un hueco social, especie de forma anónima que otros individuos vendrán a ocupar unas veces con mérito bastante, otras sin él. A la postre, el prestigio de la autoridad durará lo que dure el recuerdo de las personas que la ejercieron.

La obediencia supone, pues, docilidad. No confundamos, por tanto, la una con la otra. Se obedece a un mandato, se es dócil a un ejemplo, y el derecho a mandar no es sino un anejo de la ejemplaridad.

Todas las demás formas de sociedad, tan complejas a veces y de tan intrincada anatomía, suponen esa gravitación originaria de las almas vulgares, pero sanas, hacia fisonomías egregias.

De esta manera vendremos a definir la sociedad, en última instancia, como la unidad dinámica espiritual que forman un ejemplar y sus dóciles. Esto indica que la sociedad es ya de suyo y nativamente un aparato de perfeccionamiento. Sentirse dócil a otro lleva a convivir con él y, simultáneamente, a vivir como él, por tanto, a mejorar en el sentido del modelo. El impulso de entrenamiento hacia ciertos modelos que quede vivo en una sociedad será lo que esta tenga verdaderamente de tal.

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