España invertebrada (3 page)

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Authors: José Ortega y Gasset

Empeñados en negar, periódicamente, sustantividad a la nación española al tiempo que amagan con el autodeterminismo independentista.

Sin embargo, no puede negarse objetivamente el alto grado de integración en el proyecto colectivo que ha supuesto el apoyo por los partidos nacionalistas a la gobernabilidad del Estado en las dos últimas legislaturas. Su aportación ha sido doble, al apoyar los objetivos europeos comunes —y las políticas económicas y sociales exigibles a tal fin— y, a su vez, al plantear la necesidad de un nuevo marco de financiación para el Estado y las autonomías, que no es sino el desarrollo de las posibilidades constitucionales. No es cierto que se esté pagando a cambio una factura en términos de desequilibrio a favor de esas comunidades, ni menos aún que, por transferir determinadas competencias, como el tráfico rodado a los mozos de escuadra de la Generalitat de Cataluña, se esté cuestionando nada menos que
la unidad de España.

Esta última consideración, que revela cuánto más es lo que une que lo que separa en la gestión de los intereses comunes, nos lleva a propugnar, a la hora de concluir, un mayor entendimiento. A nuestro juicio sería, por el contrario, un grave paso atrás intentar modificar el sistema electoral, para limitar por esta vía la capacidad decisoria que han alcanzado los nacionalistas.

Ortega ya aconsejaba a quienes sienten la realidad nacionalista como problema, desde uno u otro lado, que era mejor en todo caso
conllevar el problema.
Ello exige paciencia en todos. Los Estados compuestos no han terminado de cerrar sus modelos en veinte años. Es verdad que el proceso constituyente no puede permanecer abierto permanentemente, pero no es menos cierto que los Estados Unidos han empleado casi doscientos años en construir su federación a base de conflictos que ha resuelto progresivamente el Tribunal Supremo; tampoco los alemanes lo consiguieron de la noche al día, y nosotros tenemos que hacer nuestro propio camino.

Ese entendimiento pasa, además, por el ejercicio del sentido común, que es exactamente la antítesis del particularismo. Ni el Pacto de Estella, ni el pretendido autodeterminismo con base en una interpretación expansiva de los derechos históricos que la Constitución
ampara y respeta
(Disposición Adicional Primera), ni las
nuevas fronteras
del catalanismo pueden invocar el concepto de soberanía, sencillamente porque, con realismo, carece de sentido, no ya constitucional (artículo 2.1 Constitución Española), sino histórico, actual y de futuro.

Históricamente es cierto que Castilla ha sido la columna del Estado central. Y también que el proceso de incorporación se hizo unificando las instituciones autóctonas en torno a las del Estado: las instituciones valencianas y catalanas fueron derogadas por los Decretos de nueva planta de Felipe V, el Estado Ilustrado fue un Estado centralista, y también lo fue el Estado liberal del siglo XIX y comienzos del XX. Pero deducir de ahí, al recuperar ahora las instituciones de autogobierno, la inexistencia de España, y pretender para las nacionalidades resultantes la soberanía, con cierto efecto retroactivo, es un sinsentido histórico. España era ya una realidad geográfica y colectiva, y un ámbito político común, antes de los Reinos de la Edad Media (Sánchez-Albornoz, Américo Castro, Maragall, etc.) Y la soberanía sólo se alcanza por el conjunto plural en torno a la Monarquía Hispánica.

Menos sentido tiene, si cabe, pretender ahora la soberanía por consecuencia de los llamados hechos diferenciales. La lengua y la cultura propias, la foralidad, etc., tienen sentido si son adición, no exclusión, si son ampliación, no reducción. Reivindicar ahora el autodeterminismo implicaría en el interior de esas comunidades una honda fractura social de consecuencias impensables, y sería inviable desde el punto de vista externo.

En fin, porque tampoco parece que la soberanía pueda resolver para el futuro mucho más; por cuanto su núcleo esencial, las competencias que clásicamente forjaron el concepto, ni siquiera son ya exclusivas del Estado en una Europa con moneda común, defensa integrada y políticas de seguridad y justicia que caminan por la misma senda.

Ochenta años después de que Ortega escribiera
España invertebrada,
la España democrática, autonómica, plural y europea que en este libro alentaba, es ya un proyecto sugestivo de vida en común, capaz de albergar a todos los que comportan estos valores para encarar,
vertebrada y en pie
un nuevo siglo.

Federico Trillo-Figueroa

Nota preliminar

Con
La rebelión de las masas
constituye
España invertebrada
la parte de la obra orteguiana más estrecha y directamente relacionada con la historia y la sociedad españolas y el mundo occidental de nuestros días. Ambos libros están también en íntima relación entre sí; puede decirse que
España invertebrada
es de 1921;
La rebelión de las masas
comenzó a salir en los folletones del diario
El Sol
en 1926.

En
España invertebrada
puede verse ya una aplicación del que después llamaría su autor
método de la razón histórica,
al derivar el estado de invertebración española de la
embriogenia defectuosa
que padeció en los tiempos de la formación de nuestra nacionalidad; es decir, en la época del feudalismo. DE ella extrae el autor una nueva concepción de la llamada
decadencia española,
un nuevo concepto de nación como
proyecto sugestivo de vida en común,
semejante al que Castilla representó para los pueblos peninsulares, un estudio del proceso general de integración y descomposición de las naciones, una teoría de la sociedad como una ecuación de minoría ejemplar y masa dócil a ese ejemplaridad, ya concretamente respecto a España, la explicación de fenómenos característicos de nuestra historia como los
pronunciamientos,
los regionalismos y separatismos, la
acción directa,
en suma, los
particularismos
que disociaron a nuestras clases y regiones.

Hay en este libro un capítulo fundamental en la filosofía del autor, el titulado
La magia del debe ser
racional, abstracto y utópico que en sus obras posteriores se amplificaría contra todo racionalismo con esos caracteres.

En resumen patentiza la importancia de esta obra en nuestra bibliografía de historia y sociología españolas y dentro de la propia producción filosófica del autor.

1962.

Prólogo a la Segunda Edición

Este libro, llamémosle así, que fue remitido en las librerías en mayo, necesita ahora, según me dicen, nueva edición. Si yo hubiese podido prever para él tan envidiable fortuna, ni lo habría publicado, ni tal vez escrito. Porque, como en el texto reiteradamente va dicho, no se trata más que de un ensayo de ensayo, de un índice sumamente concentrado y casi taquigráfico de pensamientos. Ahora bien, los temas a que éstos aluden son de tal dimensión y gravedad, que no se les debe tratar ante el gran público sino con la plenitud de desarrollo y esmero que les corresponde.

Pero al escribir estas páginas nada estaba más lejos de mis aspiraciones que conquistar la atención del gran público. Obras de índole ideológica como la presente suelen tener en nuestro país un carácter confidencial. Son libros que se publican al oído de unos cuantos. Esta intimidad entre el autor y un breve círculo de lectores afines permite a aquél, sin avilantez, dar a la estampa lo que, en rigor, es sólo una anotación privada, exenta de cuanto constituye la imponente arquitectura de un libro. A este género de publicaciones confidenciales pertenece el presente volumen. Las ideas que transmite y que forman un cuerpo de doctrina se habrían ido formando en mí lentamente. Llegó un momento en que necesitaba libertarme de ellas comunicándolas, y temeroso de no hallar holgada ocasión para proporcionarles el debido desarrollo, no me pareció ilícito que quedasen sucintamente indicadas en unos cuantos pliegos de papel.

Al encontrarse ahora este ensayo con lectores que no estaban previstos, temo que padezca su contenido algunas malas interpretaciones. Pero el caso es sin remedio, ya que otros trabajos me impiden, hoy como ayer, construir el edificio de un libro según el plano que estas páginas delinean. En tanto que llega mejor coyuntura para intentarlo, me he reducido a revisar la primera edición corrigiendo el lenguaje en algunos lugares e introduciendo algunas ampliaciones que aumentan el volumen en unas cuarenta páginas.

Mas hay dos cosas sobre que quisiera desde luego prevenie la benevolencia del lector.

Se trata en lo que sigue de definir la grave enfermedad que España sufre. Dado este tema, era inevitable que sobre la obra pesase una desapacible atmósfera de hospital. ¿Quiere esto decir que mis pensamientos sobre España sean pesimistas? He oído que algunas personas los califican así y creen al hacerlo dirigirme una censura; pero yo no veo muy claro que el pesimismo sea sin más ni más, censurable. Son las cosas a veces de tal condición, que juzgarlas con sesgo optimista equivale a no haberse enterado de ellas. Dicho sin ambages, yo creo que en este caso se encuentran casi todos nuestros compatriotas. No es la menor desventura de España la escasez de hombres dotados con talento sinóptico suficiente para formarse una visión íntegra de la situación nacional donde aparezcan los hechos en su verdadera perspectiva, puesto cada cual en el plano de importancia que le es propio. Y hasta tal punto es así, que no puede esperarse ninguna mejora apreciable en nuestros destinos mientras no se corrija previamente ese defecto ocular que impide al español medio la percepción acertada de las realidades colectivas. Tal vez sea yo quien se encuentra perdurablemente en error; pero debo confesar que sufro verdaderas congojas oyendo hablar de España a los españoles, a su infatigable tomar el rábano por las hojas. Apenas hay cosa que sea justamente valorada: se da a lo insignificante una grotesca importancia, y, en cambio, los hechos verdaderamente representativos y esenciales apenas son notados.

No debiera olvidarse un momento que en la comprensión de la realidad social lo decisivo es la perspectiva, el valor que a cada elemento se atribuya dentro del conjunto. Ocurre lo mismo que en la psicología de los caracteres individuales. Poco más o menos, los mismos contenidos espirituales hay en un hombre que en otro. El repertorio de pasiones, deseos, afectos nos suele ser común; pero en cada uno de nosotros las mismas cosas están situadas de distinta manera. Todos somos ambiciosos; mas en tanto que la ambición del uno se halla instalada en el centro y eje de su personalidad, en el otro ocupa una zona secundaria, cuando no periférica. La diferencia de los caracteres, dada la homogeneidad de la materia humana, es ante todo una diferencia de localización espiritual. Por eso, el talento psicológico consiste en una fina percepción de los lugares que dentro de cada individuo ocupan las pasiones; por tanto, en un sentido de la perspectiva.

El sentido para lo social, lo político, lo histórico, es del mismo linaje. Poco más o menos, lo que pasa en una nación pasa en las demás. Cuando se subraya un hecho como específico de la condición española, no falta nunca algún discreto que nos cite otro igual acontecido en Francia, en Inglaterra, en Alemania, sin advertir que lo que se subraya no es el hecho mismo, sino su peso y rango dentro de la anatomía nacional. Aun siendo, pues, aparentemente el mismo, su diferente colocación en el mecanismo colectivo lo modifica por completo.
Eadem sed aliter:
las mismas cosas, solo que de otra manera: tal es el principio que debe regir las meditaciones sobre la sociedad, política, historia.

La aberración visual que solemos padecer en las apreciaciones del presente español queda multiplicada por las erróneas ideas que del pretérito tenemos. Es tan desmesurada nuestra evaluación del pasado peninsular, que por fuerza ha de deformar nuestros juicios sobre el presente. Por una curiosa inversión de las potencias imaginativas, suele el español hacerse ilusiones sobre el 17 pasado en vez de hacérselas sobre el porvenir, que sería más fecundo. Hay quien se consuela de las derrotas que hoy nos infligen los moros, recordando que el Cid existió, en vez de preferir almacenar en el pasado los desastres y procurar victorias para el presente. En nada aparece tan claro este nocivo influjo del antaño como en la producción intelectual. ¡Cuánto no ha estorbado y sigue estorbando para que hagamos ciencia y arte nuevos, por lo menos actuales, la idea de que en el pasado poseíamos una ejemplar cultura, cuyas tradiciones y matices deben ser perpetuadas!

Ahora bien ¿no es el peor pesimismo creer, como es usado, que España fue un tiempo la raza más perfecta pero que luego declinó en pertinaz decadencia? ¿No equivale esto a pensar que nuestro pueblo tuvo su hora mejor y se halla en irremediable decrepitud?

Frente a ese modo de pensar, que es el admitido, no pueden ser tachadas de pesimismo las páginas de este ensayo. En ellas se insinúa que la descomposición del poder político logrado por España en el siglo XVI no significa, rigorosamente hablando, una decadencia. El encumbramiento de nuestro pueblo fue más aparente que real, y por tanto, es más que real aparente su descenso. Se trata de un espejismo peculiar a la historia de España, espejismo que constituye precisamente el problema específico propuesto a la atención de los meditadores nacionales.

La otra advertencia que quisiera hacer al lector queda ya iniciada en lo que va dicho. Al analizar el estado de disolución a que ha venido la sociedad española, encontramos algunos síntomas e ingredientes que no son exclusivos de nuestro país, sino tendencias generales hoy en todas las naciones europeas. Es natural que sea así. Las
épocas
representan un papel de climas morales, de atmósferas históricas a que son sometidas las naciones. Por grande que sea la diferencia entre las fisonomías de éstas, la comunidad de época les impone ciertos rasgos parecidos. Yo no he querido distraer la atención del lector distinguiendo en cada caso lo que me parece fenómeno europeo de lo que juzgo genuinamente español. Para ello habría tenido que intentar toda una anatomía de la época en que vivimos, corriendo el riesgo de dejar desenfocada, sobre tan largo paisaje, la silueta de nuestro problema nacional.

Ciertamente que el tema —una anatomía de la Europa actual— es demasiado tentador para que un día u otro no me rinda a la voluptuosa faena de tratarlo. Habría entonces de expresar mi convicción de que las grandes naciones continentales transitan ahora el momento más grave de toda su historia. En modo alguno me refiero con esto a la pasada guerra y sus consecuencias. La crisis de la vida europea labora en tan hondas capas del alma continental, que no puede llegar a ellas guerra ninguna, y la más gigantesca on frenética se limita a resbalar tangenteando la profunda víscera enferma. La crisis a que aludo se había iniciado con anterioridad a la guerra, y no pocas cabezas claras del continente tenían ya noticia de ella. La conflagación no ha hecho más que acelerar el crítico proceso y ponerlo de manifiesto ante los menos avizores.

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