Espartaco (10 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

—¿Qué es un gladiador? —sonrió Baciato abriendo sus manos—. No es simplemente un esclavo, comprende..., o por lo menos los gladiadores de Capua no son simples esclavos. Son especiales. Si usted hace pelear a perros, no compra perros falderos mimados por niñitas. Si usted hace luchar a hombres, querrá hombres que peleen. Hombres que rumien su hiél. Hombres que odien. Hombres con bazo. Así que yo requiero de los agentes que tengo en el mercado que busquen hombres con bazo. Ese tipo no es conveniente para esclavo doméstico ni tampoco es bueno para los latifundios.

—¿Por qué para los latifundios? —pregunto Craso.

—Porque si un hombre está deshecho, yo no lo quiero. Y si usted no puede doblegar a un hombre, usted puede matarlo, pero no puede hacerlo trabajar. Hará mal el trabajo. Echará a perder a los otros que trabajan. Es como una enfermedad.

—¿Y por qué lucha, entonces?

—¡Ah!..., he aquí la pregunta, y si usted no puede contestarla, entonces no puede trabajar con gladiadores. En los tiempos pasados a los luchadores del circo se les llamaba
bustuarii
, y luchaban por amor a la lucha; estaban mal de la cabeza, había muy pocos y, detalle importantísimo, no eran esclavos. —Se tocó la cabeza significativamente—. Nadie lucha hasta derramar sangre sin estar mal de la cabeza. A nadie le agrada. Al gladiador no le gusta combatir. Pelea porque se le da un arma y se le quitan las cadenas. Y cuando tiene el arma en sus manos, sueña con que es libre..., y eso es lo que quiere, tener un arma en sus manos y soñar que es libre. Y entonces es vuestro ingenio contra su ingenio, porque él es un demonio y usted también tiene que ser un demonio.

—¿Y dónde encuentra a tales hombres? —preguntó Craso, intrigado y cautivado por el relato simple y llano de un hombre que conocía su negocio.

—Hay sólo un lugar donde encontrarlos..., esos que yo prefiero. Sólo un lugar: las minas. Tiene que ser en las minas. Deben venir de algún lugar que, comparado con el, la legión es un paraíso; el latifundio es un paraíso, y hasta el patíbulo es una bendita merced. Allí es donde los encuentran mis agentes. Allí es donde encontraron a Espartaco... y era
koruu.
¿Sabe lo que quiere decir esa palabra?

—Creo que es un término egipcio.

Craso sacudió la cabeza.

—Quiere decir tres generaciones de esclavos —explicó Baciato—. El nieto de un esclavo. En lengua egipcia, también sirve para designar a cierto tipo de abominable animal. Una bestia abyecta. Una bestia intocable entre las bestias, sí, aún para las bestias mismas.
Koruu.
Podríamos preguntarnos por qué surgió esto de Egipto. Yo se lo diré. Hay cosas peores que ser
lanista.
Cuando vine a su campamento, su oficial me miró desdeñosamente. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Todos somos carniceros, o no lo somos, acaso?, y nuestro comercio es la carne trinchada. ¿Entonces, por qué?

Estaba ebrio. Sentía pena de sí mismo aquel gordo entrenador de gladiadores que dirigía la escuela de Capua. Le salió el alma; hasta un gordo y sucio cerdo que tiene un
ludus
, allí donde la arena se convierte en relleno para morcillas tiene un alma.

—¿Y Espartaco era
koruu?
—inquirió suavemente Craso—. ¿Espartaco vino de Egipto?

Baciato asintió.

—Era tracio, pero vino de Egipto. Los explotadores de minas de oro de Egipto compran en Atenas y cuando pueden, compran
koruu
, y a los tracios se los aprecia.

—¿Por qué?

—Existe la leyenda de que son buenos bajo tierra.

—Comprendo. ¿Pero por qué dicen que a Espartaco lo compraron en Grecia?

—¿Sé yo acaso por qué se dicen todas las tonterías que se dicen? Pero yo sé dónde fue comprado él, porque yo lo compré. En Tebas. ¿Duda de lo que digo? ¿Soy un mentiroso? Soy un gordo
lanista
, un hombre solitario sentado bajo esta asquerosa lluvia de Galia. ¿Por qué vivo tan solitario? ¿Qué derecho tiene usted a mirarme con desprecio? Su vida es su vida. La mía es la mía.

—Me siento muy honrado de tenerlo por huésped. Yo no lo miro con desprecio —dijo Craso.

Baciato sonrió y se inclino hacia el.

—¿Sabe lo que yo quiero? ¿Sabe lo que yo necesito? Somos dos hombres de mundo, usted y yo. Necesito una mujer. Esta noche. —Su voz se volvió suave y ronca y supliente—. ¿Por qué necesito una mujer? No por placer, sino por soledad. Para cicatrizar las heridas. Usted tiene mujeres... Los hombres nunca se apartan voluntariamente de las mujeres.

—Hábleme de Espartaco y Egipto —dijo Craso—. Después hablaremos de mujeres.

III

De modo que ocurrió que antes de que se hablara de un infierno cristiano en libros y en sermones —y posiblemente también después— ya existía en la tierra un infierno que los hombres habían visto y al que miraban y conocían muy bien. Porque está en la naturaleza del hombre el que solamente pueda escribir sobre los infiernos que él mismo ha creado primero.

En el mes de julio, cuando el tiempo es seco y horrible, sube por el Nilo desde Tebas. Sube hasta la primera catarata. Te encontrarás ya en la propia tierra del demonio. ¡Mira cómo la cinta verde a lo largo de la ribera se ha encogido y blanqueado! ¡Mira cómo las colinas y montículos del desierto lo son de arena cada vez más fina! Humo y polvo; el viento las toca y vuelan aquí y se levanta en tentáculos más allá. Cuando el río discurre lentamente —y así ocurre durante el tiempo seco— una costra de polvo blanco lo cubre. El polvo está también en el aire y ya el calor es intenso.

Pero por lo menos corre un poco de viento en el lugar. Ahora has pasado la primera catarata y debes internarte en el desierto de Nubia, que se extiende hacia el sur y hacia el este.

Intérnate en el desierto lo suficiente como para dejar atrás el escaso viento que sopla sobre el río, pero no tanto como para alcanzar al menos un soplo de la brisa del mar Rojo. Y ahora sigue hacia el sur.

De pronto el viento se ha detenido y la tierra está muerta. Únicamente el aire está vivo, cristalizado, y resplandece por el calor, y los sentidos humanos carecen ya de valor porque el hombre ya no ve nada tal como es; todo está alterado y se ve encorvado y torcido y combado por el calor. Y el desierto también ha cambiado. Es una idea errada la que tiene mucha gente de que el desierto es igual en todas partes; pero desierto significa solamente falta de agua y esta falta de agua varía enormemente en grados, y el desierto varía también de acuerdo con la naturaleza del suelo y del paisaje donde se encuentra. Hay desiertos rocosos y desiertos montañosos y desiertos de arena, y blancos desiertos de sal y desiertos de lava... y existe también el desierto del movedizo polvo blanco, donde la muerte es el mandato absoluto.

Aquí no crece absolutamente nada. No se conocen aquí los arbustos secos, retorcidos, duros, del desierto de rocas; ni la solitaria maleza rastrera del desierto de arena; aquí no se conoce nada.

Entra, pues, en este desierto. Avanza con ahínco por el polvo blanco y siente cómo golpea en tus espaldas ola tras ola de terrible calor. Tan caliente como todo lo imaginable pero lo suficiente como para permitir que un hombre viva, tal es el calor que existe allí. Abre una huella a través de este desierto caliente y terrible, y tiempo y espacio se harán infinitos y monstruosos. Pero seguirás y seguirás y seguirás. ¿Qué es el infierno? El infierno comienza cuando los más sencillos y necesarios actos de la vida se hacen monstruosos, y esta convicción ha sido compartida en todas las edades por aquellos que han probado los infiernos que el hombre hace sobre la tierra. Ahora es espantoso caminar, respirar, ver, pensar.

Pero esto no sigue así para siempre. De pronto se observa un trazado y aparece un aspecto más del infierno. Ante ti surgen negras colinas, extrañas colinas negras de pesadilla. Éste es el campamento de las piedras negras. Avanzas hacia la piedra negra y entonces ves que está toda veteada con filones de brillante mármol blanco. ¡Oh, cuan blanco es este mármol! ¡Oh, cómo centellea y brilla y con qué celestial lustre, porque los senderos del cielo están pavimentados con oro y el blanco mármol es rico en oro! Por eso es por lo que los hombres vienen a este lugar, y es por eso por lo que estás aquí, porque el mármol es rico y abundante en oro.

Acércate más y mira. Hace mucho tiempo que los faraones egipcios descubrieron este campamento de rocas, y en esos tiempos sólo disponían de herramientas de cobre y bronce. De modo que solamente pudieron picar y raspar en la superficie y nada más. Mas después de generaciones de estar raspando la superficie, el oro se agotó y fue necesario ir hacia la profundidad de la roca negra y echar a un lado el mármol blanco. Eso fue posible porque pasó la edad del cobre y vino la edad del hierro, y ahora los hombres pueden trabajar el mármol con picos y con cuñas de hierro y machos de diez kilos.

Pero fue necesaria una nueva clase de hombres. El calor y el polvo y las contorsiones físicas necesarias para seguir la retorcida vena conteniendo oro, dentro de la roca, hizo imposible el empleo de campesinos, ya fueran de Etiopía o de Egipto y el esclavo común costaba demasiado y moría muy pronto. De modo que a este lugar fueron traídos endurecidos soldados hechos prisioneros y niños
koruu
, nacidos de esclavos que habían nacido de esclavos en un proceso en el que podían sobrevivir únicamente los más fuertes y duros. Y hacían falta niños, porque cuando la vena se estrechaba, en la profundidad del campamento de roca, únicamente un niño podía ir allí a trabajar.

El viejo esplendor y el poderío de los faraones desapareció y las arcas de los reyes griegos de Egipto quedaron vacías, la mano de Roma había caído sobre ellos y los tramites de esclavos de Roma se hicieron cargo de la explotación de las minas. De todos modos, nadie como los romanos sabía hacer trabajar verdaderamente a los esclavos.

Llegas a las minas como llegó Espartaco, con ciento veintidós tracios encadenados de cuello a cuello, arrastrando sus cadenas ardientes a través del desierto, por el largo camino desde la primera catarata. El duodécimo hombre contando desde adelante es Espartaco. Está casi desnudo, como están casi desnudos todos ellos, y pronto estará completamente desnudo. Le cubre los ijares un jirón de género, y tiene largo cabello y le ha crecido la barba, tal como todos los hombres de la línea tienen barba y largos cabellos. Las sandalias están completamente gastadas, pero lleva lo poco que ha quedado de ellas por la protección que aún puedan proporcionarle; si bien la piel de sus pies tiene poco más de un centímetro de espesor y es dura como el cuero, no por ello constituye suficiente protección contra el ardiente desierto de arena.

¿Qué apariencia tiene este hombre, Espartaco? Tiene veintitrés años de edad ahora que arrastra la cadena a través del desierto, pero no se sabe por su aspecto; para los de su clase existe la intemporalidad de la herramienta, ni juventud ni madurez ni envejecimiento, sino la intemporalidad de la herramienta. De la cabeza a los pies, en los cabellos, en la barba y en el rostro, está cubierto con la polvorienta arena blanca, pero debajo de la arena su piel es de un tostado marrón, como sus ojos obscuros e intensos que salen de su cadavérico rostro al igual que ardientes carbones de odio. La piel bronceada es inherente a la vida de los de su tipo, porque los esclavos de piel blanca y rubios cabellos de las tierras nórdicas no pueden trabajar en las minas; el sol los quema y los mata, y mueren en medio de los más tremendos dolores.

Es difícil afirmar si es alto o bajo, porque los hombres encadenados no caminan erectos, pero el cuerpo está curtido a latigazos, reseco por el sol, deshidratado pero no descarnado.

Porque en tantas generaciones hubo un proceso de espigamiento, de aventamiento y en las rocosas colinas de Tracia la vida nunca fue fácil, de modo que cuanto sobrevive es fuerte y se aferra con denuedo a la vida. El puñado de trigo con que se alimentan a diario, los chatos y duros bizcochos de cebada son absorbidos hasta extraerles el último residuo de sustancia y el cuerpo es lo suficientemente joven para sostenerse a sí mismo. La nuca es gruesa y musculosa, pero presenta llagas ulceradas allí donde se asienta el collar de bronce. Los hombros están cubiertos de músculos y tan iguales son las proporciones del cuerpo que el hombre parece más pequeño de lo que es. El rostro es ancho y debido a que la nariz le fue rota a raíz de un bastonazo asestado por un capataz, aparece más chata de lo que en realidad es, y como sus obscuros ojos están muy separados, adquiere una mansa expresión ovejuna. Bajo la barba y el polvo, la boca aparece ancha y con labios gruesos, sensuales y sensitivos, y si se contraen —en una mueca, nunca en una sonrisa— se ve que los dientes son blancos y parejos. Las manos son grandes y cuadradas y tan hermosas como suelen ser algunas manos; en realidad, lo único hermoso que tiene son las manos.

Éste, pues, es Espartaco, el esclavo tracio, hijo de un esclavo que fue a su vez hijo de esclavo. No hay hombre que conozca su destino y el futuro no es un libro que se pueda leer y aun el pasado —cuando el pasado es trabajo agotador y nada mas que trabajo agotador— puede disolverse en un lóbrego lecho de incontables dolores. Éste, pues es Espartaco, que no conoce el futuro y no tiene motivos para recordar el pasado y a quien nunca se le ha ocurrido que los que trabajan puedan llegar jamás a hacer otra cosa que trabajar, ni tampoco que nunca llegue un tiempo en que el hombre pueda trabajar sin que el látigo fustigue sus espaldas.

¿En qué piensa mientras avanza penosamente a través de la arena caliente? Bueno, habría que saber que cuando un hombre arrastra una cadena, piensa muy poco, en muy pocas cosas, y la mayor parte del tiempo lo mejor es no pensar en otra cosa que en cuándo se volverá a comer otra vez, beber nuevamente, dormir de nuevo. De modo que no hay pensamientos complicados en la mente de Espartaco o en la mente de cualquiera de los tracios, los camaradas que con él llevan las cadenas. A los hombres se los transforma en bestias y ellos no piensan en los ángeles.

Pero ahora estamos al final de un día y la escena está cambiando, y los hombres de ese tipo se aferran a pequeñas excitaciones y cambios. Espartaco mira hacia arriba y allí está la negra cinta de la escarpa. Hay una geografía de los esclavos y aunque ellos no conocen la forma de los mares, la altura de las montañas o el curso de los ríos, conocen muy bien las minas de plata de Hispania, las minas de oro de Arabia, las minas de hierro del África del Norte, las minas de cobre del Cáucaso y las minas de estaño de Galia. Tienen su propio léxico del horror, su propio refugio en el conocimiento de otros lugares peores que en el que están; pero en el mundo entero no hay nada peor las negras escarpas de Nubia.

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