Espartaco (11 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

Espartaco lo mira; los otros lo miran, y toda la línea detiene su penosa marcha, su empecinada marcha, y los camellos con sus cargas de agua y trigo también se detienen, y hasta se detienen los capataces con sus látigos y sus picas. Todos miran a la negra cinta del infierno. Y entonces la línea reanuda la marcha.

Cuando llegan a ella, el sol se está poniendo tras la negra roca, que ha ennegrecido aún más, que se ha tornado más salvaje, más siniestra. Ha terminado el día de trabajo y los esclavos van saliendo de los pozos.

«¿Qué son ésos, qué son ésos?», piensa Espartaco.

Y el hombre que camina detrás de él murmura: «¡Dios me ayude!».

Pero Dios no los ayudará a ellos allí. Dios no se encuentra allí; ¿qué podría estar haciendo Dios allí? Y entonces Espartaco comprende que las cosas que ve no son extrañas especies del desierto, sino hombres como él mismo y niños como él lo fuera una vez. Eso es lo que son. Pero la diferencia en ellos ha sido compuesta desde adentro y desde fuera; y para aquellas fuerzas que les dieron formas distintas a las de la humanidad ha habido una respuesta interior, un lento desaparecer del deseo de ser humano. Basta mirarlos... ¡Miradlos! El corazón de Espartaco, que con el transcurrir de los años se había endurecido como la piedra, comenzó a contraerse con miedo y horror. Las fuentes de su íntima piedad, que creía habíanse secado, aún estaban húmedas, y su deshidratado cuerpo todavía era capaz de verter lágrimas. Él los mira. El látigo cae sobre sus espaldas, para obligarlo a moverse, pero no obstante se queda allí y los mira.

Se han estado arrastrando en las galerías y ahora que salen al exterior siguen arrastrándose como animales. No se han bañado desde que se encuentran aquí, y nunca más volverán a bañarse. Su piel es un conjunto de retazos de polvo negro y mugre marrón; su cabello es largo y esta apelotonado, y, cuando no son niños, tienen barbas. Algunos son negros y otros blancos, pero la diferencia es ahora tan pequeña que difícilmente se la toma en cuenta. Todos tienen desagradables callosidades en las rodillas y los codos, y están desnudos, completamente desnudos. ¿Por qué? ¿Es que las ropas los harán vivir más tiempo? La mina tiene un solo propósito, proporcionar beneficios a los accionistas romanos, y aun unas sucias hilachas de vestidos cuestan algo.

Pero hay algo que todos ellos llevan. Cada uno tiene en su cuello un collar de bronce o de hierro, y cuando van saliendo arrastrándose fuera de la roca negra, los capataces unen cada collar a una larga cadena y, cuando el número de encadenados llega a veinte, los hacen marchar hacia su barraca. Debe tenerse en cuenta que jamás nadie escapó de las minas de Nubia; nadie pudo escapar. ¿Un año en las minas y cómo podría uno pertenecer nuevamente al mundo de los hombres? La cadena, más que una necesidad, es un símbolo.

Espartaco clava la vista en ellos y busca a los de su clase, a su propia raza, al género humano, a la humanidad, que es la raza y la clase del hombre cuando el hombre es un esclavo. «Hablad», se dice a sí mismo, «hablad entre vosotros». Pero no hablan. Están silenciosos y muertos. «Sonreíd», se suplica a sí mismo. Pero nadie sonríe.

Llevan con ellos sus herramientas, los picos de hierro, las barras y los formones. Muchos de ellos llevan rústicas lámparas atadas a sus cabezas. Los niños, flacos como arañas, se contorsionan al caminar y pestañean constantemente al entrar en contacto con la luz. Los niños nunca crecen: sirven para dos años a lo más, después de llegar a las minas, pero no hay otro modo de seguir la veta de oro de las piedras cuando se hace más delgada y cambia de rumbo. Llevan las cadenas junto a los tracios, pero ni siquiera vuelven la cabeza para mirar a los recién llegados No tienen curiosidad. No les importa.

Y Espartaco sabe. «Dentro de muy poco a mí tampoco me importará», se dice a sí mismo. Y esto es más aterrador que cualquier otra cosa.

Ahora los esclavos van a comer y los tracios son llevados con ellos. La caverna en la piedra, que es su barraca, ha sido construida en la base de la propia escarpa. Fue construida hace mucho, mucho tiempo. Nadie recuerda cuándo fue construida. Está hecha de bloques macizos de piedra negra, y dentro no hay luz, y la ventilación proviene únicamente de la abertura de cada extremo. Nunca se la ha limpiado. La suciedad depositada allí durante décadas se ha podrido y endurecido sobre el piso. Los capataces nunca entran allí. Si dentro se produjera algún motín, se limitarían a suspender la ración de alimentos y agua; después de haber estado suficiente tiempo sin alimentos ni agua, los esclavos se volverán dóciles y se arrastrarán hacia afuera, como animales que son. Cuando alguien muere dentro, los esclavos sacan el cadáver. Pero a veces un niñito muere en la profundidad de la caverna y nadie lo advertirá ni nadie lo echará de menos hasta que la descomposición de su cuerpo lo ponga en evidencia. Tal clase de lugar es la barraca.

Los esclavos entran allí sin las cadenas. Al entrar se las retiran y les entregan un tazón de madera con alimento y una bota de cuero con agua. La bota contiene poco menos de un cuarto, y ésta es la ración que les proporcionan dos veces al día. Pero dos cuartos de agua al día no son suficientes para reponer lo que el calor sustrae del cuerpo en un lugar tan seco, de modo que los esclavos están sujetos a un proceso progresivo de deshidratación. Si otras cosas no los matan, tarde o temprano aquello destruirá sus riñones y, cuando el dolor llegue al extremo de impedirles trabajar, serán abandonados en el desierto, para que mueran.

Todo eso lo sabía Espartaco. El lo sabe todo respecto a los esclavos y la comunidad de los esclavos es la suya. Ha nacido en ella; ha crecido en ella; ha madurado en ella. Conoce el secreto fundamental de los esclavos. Es un deseo, no de placeres, comodidades, alimentos, música, risa, amor, abrigo, mujeres o vino; nada de eso. Es el deseo de aguantar, de sobrevivir. Eso y nada más que eso: sobrevivir. No sabe por qué. No hay razón para tal supervivencia ni lógica en ese sobrevivir; pero tampoco la hay en el conocimiento y en el instinto. Ningún animal podría sobrevivir en esa forina; el modo de sobrevivir no es sencillo; no es una tarea fácil; es mucho más complejo y se requiere más meditación y es más difícil que todos los problemas que haya afrontado la gente que nunca afrontó este problema. Y también hay una razón para ello. Y lo que justamente no conoce Espartaco es la razón.

Pero quiere sobrevivir. Se adapta, se amolda, acepta las condiciones, se aclimata, se sensibiliza. El suyo es un organismo de profunda fluidez y flexibilidad. Su cuerpo conserva fuerza de la libertad de ser liberado de las cadenas. ¡Cuánto tiempo él y sus camaradas llevaron las cadenas a través del mar, remontando el río Nilo, cruzando el desierto.! ¡Semanas y semanas encadenado, y ahora se ve libre de ellas! Se siente más liviano que una pluma, pero esa fortaleza que acaba de encontrar no debe ser desperdiciada. Acepta el agua... más agua de la que ha visto en semanas. La guardará y la sorberá durante horas, de modo que cada gota caiga en los tejidos de su cuerpo. Toma sus alimentos, trigo y cebada pisada cocida con langostas secas. Bueno, en las langostas secas hay fuerza y vida y el trigo y la cebada son el tejido de su carne. Ha comido peor, y hay que hacer honor a todo alimento; aquellos que no lo honran, aunque sea con el pensamiento, se convierten en enemigos de los alimentos, y pronto mueren.

Camina en la obscuridad de la barraca y la fétida oleada del olor a podrido agrede sus sentidos. Pero no hay hombre que muera por el mal olor, y solamente los tontos y los hombres libres se pueden dar el lujo de vomitar. Él no gastará un gramo del contenido de su estómago en cosa parecida. No luchará contra ese olor; no se puede luchar contra tales cosas. En cambio, abrazará ese olor; le dará la bienvenida y dejará que lo penetre y pronto no tendrá por qué aterrorizarse de él.

Marcha en la obscuridad y sus pies lo guían. Sus pies son como ojos. No debe ni tropezar ni caer, porque en una mano lleva la comida y en la otra el agua. Se orienta hacia la pared de piedra y se sienta con la espalda contra ella. No se está tan mal aquí. La piedra es fría y tiene donde apoyar la espalda. Come y bebe. Y en torno a él se sienten los movimientos y el masticar de otros hombres y niños que hacen exactamente lo que hace él, y dentro de él los expertos órganos de su cuerpo le ayudan y con experiencia extraen lo que necesitan del poco alimento y de la escasa agua. Ingiere los últimos granos de alimento de su tazón, bebe lo que pueda quedar y lame luego el interior del recipiente. Esto no está condicionado por el apetito; alimento es supervivencia; cada residuo insignificante de comida constituye supervivencia.

Una vez comidos los alimentos, algunos de los que han comido se sienten más contentos y otros se entregan a la desesperación. No toda desesperación se ha desvanecido en este lugar; la esperanza puede perderse, pero la desesperación se aferra más empecinadamente, y se sienten gemidos y suspiros y se vierten lágrimas, y en alguna arte se deja oír un grito tembloroso. Y hasta alguien habla un poco, una voz débil llama:

—¿Espartaco, dónde estás?

—Aquí, estoy aquí, tracios —responde.

—Aquí está el tracio —dice otra voz. «Tracio, tracio.» Ellos son su pueblo y se reúnen en torno de él. Siente sus manos mientras se apretujan junto a él. Tal vez los otros esclavos escuchan, pero de cualquier manera están profundamente silenciosos. Se trata solamente del cumplido de los recién llegados al infierno. Es posible que los que llegaron antes allí recuerden ahora qué era lo que más temían recordar. Algunos entienden las palabras de la lengua ática y otros no. Es posible que en alguna parte hasta exista memoria de las montañas coronadas de nieve de Tracia, la bendita, la bendita frescura, los arroyuelos discurriendo entre los bosques de pinos y las cabras negras brincando entre las rocas. ¿Quién sabe qué recuerdos perduran en el pueblo condenado de la escarpa negra?

«Tracio» lo llaman, y ahora los siente en todos lados, y cuando extiende una mano siente el rostro de uno de ellos, todos cubiertos de lágrimas.

Ah, las lágrimas son un derroche.

—¿Dónde estamos, Espartaco, dónde estamos? —murmura uno de ellos.

—No estamos perdidos. Recordamos cómo hemos venido.

—¿Quién se acordará de nosotros?

—No estamos perdidos —repite.

—Pero ¿quién se acordará de nosotros?

No se puede hablar de esa manera.

Él es casi un padre para ellos.

Porque para hombres que lo doblan en años él es el padre, según la vieja costumbre de la tribu. Todos ellos son tracios, pero él es el tracio.

De modo que él les canta suavemente, al igual que un padre cuenta un cuento a sus hijos:

Así como en la playa rompe impetuosa el agua.

En cerrada formación ante el viento del oeste,

Surgiendo translúcida desde el fondo del océano

Y encurvándose sobre la tierra al romper,

Su blanca espuma con decisión arroja lejos.

Así también y en tal orden los danaítas avanzaron,

Sin titubeos, hacia el frente de batalla...

Se posesiona de ellos y contiene sus penas, pensando para sí mismo: «¡Qué maravilla, qué magia hay en la vieja canción!». Los libera de aquella terrible obscuridad y los lleva a las perladas playas de Troya. ¡Allí están las blancas torres de la ciudad! ¡Allí están los dorados guerreros, cubiertos de bronce! El suave canto sube y desciende y suelta los nudos del terror y la ansiedad, y en la obscuridad se siente cómo se mueven y cómo gesticulan. Los esclavos no necesitan saber griego y, además, en el dialecto tracio de Espartaco poco queda de la lengua ática; ellos conocen ese canto, en que se conserva la vieja sabiduría de un pueblo y se la mantiene para los tiempos de tribulaciones...

Finalmente Espartaco se echa a dormir. Dormirá. Joven como es, hace mucho que hizo frente y dominó al terrible enemigo del insomnio. Ahora él mismo se sosiega y explora los recuerdos de la infancia. Quiere frescura, limpios cielos azules y sol y suaves brisas, y allí está todo eso. Yace entre los pinos observando cómo pacen las cabras, y junto a él está un hombre viejo, muy viejo. El viejo le enseña a a leer con un palo, el viejo traza letras y más letras en la tierra.

—Lee y aprende, hijo mío —le dice el viejo—. Así nosotros los esclavos, llevamos un arma con nosotros. Sin ella, somos como las bestias del campo. El mismo Dios que le dio el fuego al hombre le dio el poder de escribir sus pensamientos, de modo que pueda recordar los pensamientos de los dioses en los dorados tiempos pasados. En aquel entonces los hombres estaban cerca de los dioses y podían hablar con ellos cuando querían, y entonces no había esclavos. Y ese tiempo volverá.

Y Espartaco recuerda y sus recuerdos se transforman en un sueño y duerme...

Por la mañana es despertado por el doblar del tambor. Hacen doblar el tambor a la entrada de la barraca y su retumbar hace eco y vuelve a repetirse a lo largo de la caverna de piedra. Se levanta y en torno a él siente cómo se levantan sus compañeros esclavos. En la extrema obscuridad avanzan hacia la entrada. Espartaco lleva consigo su tazón y su bota; si los olvidara, no habría para él alimentos ni agua en ese día; pero él conoce bien la vida de la esclavitud y no hay en ella variantes tales que no pueda prever. Al avanzar siente la presión de los cuerpos en torno a él y se deja llevar con ellos hacia la abertura del extremo de la barraca de piedra. Y durante todo ese tiempo el tambor sigue retumbando.

Falta una hora para que amanezca y el desierto tiene la frescura que siempre tendrá. En esta única hora del día el desierto es un amigo. Una suave brisa refresca el rostro de la escarpa. El cielo es de un maravilloso azul obscuro y el suave centelleo de las estrellas desaparece lentamente, único signo de feminidad en aquel triste, desahuciado mundo de hombres. Hasta los esclavos de las minas de oro de Nubia —de las que ninguno volverá— deben tener un pequeño descanso; y entonces se les da la hora antes del amanecer, de modo que sus corazones se llenen de un punzante amargo dulzor que reviva sus esperanzas.

Los capataces están agrupados a un lado, masticando pan y bebiendo agua. Hasta dentro de cuatro horas no se les dará ni pan ni agua a los esclavos, pero una cosa es ser capataz y otra es ser esclavo. Los capataces están envueltos en mantas de lana y cada uno de ellos lleva un látigo, una pesada cachiporra y un largo cuchillo. ¿Quiénes son estos hombres, los capataces? ¿Qué es lo que los trae a este terrible lugar del desierto donde no habita mujer alguna?

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