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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

Espartaco (15 page)

Ella yace con él en el delgado jergón sobre el piso de su celda. La celda es su hogar. La celda es su castillo. Toda su vida conjunta ha transcurrido en aquel cubículo de piedra que mide metro y medio por poco más de dos metros y que contiene sólo un orinal y un jergón. Pero aun dichos objetos no son suyos; nada les pertenece, ni ellos mismos se pertenecen, y ella yace junto a él ahora, tocándole el rostro y los miembros y sollozando dulcemente... ella a quien nadie vio llorar a la luz del día.

(«No doy mujeres, las presto —gustaba decir Baciato—. Se las presto a mis gladiadores. Un gladiador no es bueno en la arena si sus partes se contraen. Un gladiador no es un lecticiario. Un gladiador es un hombre y si no es un hombre nadie pagará diez denarios por él. Y un hombre necesita una mujer. Compro a las incorregibles porque son baratas y, si no puedo amansarlas, mis muchachos lo harán.»)

La noche pasa y el primer halo gris del amanecer entra en la celda. Si Varinia se pusiera de pie, en toda su altura, su cabeza llegaría al nivel de la única ventana de la celda. Si tuviera que mirar fuera de la celda, vería la pista enrejada de la playa de ejercicios y más allá a los dormidos soldados que montan la guardia día y noche. Eso lo sabe muy bien. Celda y cadenas no son lo natural en su vida, como lo son en la de Espartaco.

(Esta mujer tan particular llenó a Baciato de ansiedad y deleite. Sus agentes la habían comprado en Roma por muy poco, en realidad por sólo quinientos denarios, de modo que sabía que la mercadería difícilmente carecería de defectos, pero sólo mirarla despertó ansiedad en él y lo deleitó. Porque era alta y de hermosa figura, como solían ser muchas de las muchachas de las tribus germanas, y Baciato admiraba a las mujeres altas y atractivas. Y, además, era muy joven, de no más de veinte o veintiún años de edad, y a Baciato le encantaban las mujeres jóvenes.

Y más aún, era bastante hermosa y tenía una gran cabellera rubia, y Baciato prefería a las mujeres hermosas con finos cabellos. De modo que no es difícil comprender por qué despertó en el
lanista
tanta ansiedad y lo deleitó tan intensamente.

(Pero la impureza estaba allí y él la descubrió la primera vez que trató de llevársela a la cama. Ella se transformó en una gata salvaje. Se convirtió en un monstruo que daba puntapiés, escupía, arañaba, mordía, y como era grande y fuerte, le costó buen trabajo golpearla hasta dejarla inconsciente. Durante la lucha, todos los objetos de valor que decoraban el dormitorio quedaron hechos pedazos, inclusive un hermoso jarrón griego que él tuvo que usar para golpearla en la cabeza hasta que dejó de luchar. Su ira y frustración fueron tales que creyó que habría sido plenamente justificado el matarla; pero cuando sumó los delicados jarrones, las lámparas y las estatuitas a su costo original, consideró que la inversión era demasiado elevada para permitirle dejarse llevar por la ira. Ni podía de buena fe venderla en el mercado por un precio de acuerdo con su apariencia. Posiblemente porque había comenzado como rufián en los arrabales de Roma, Baciato se preocupaba extraordinariamente por la ética comercial. Se enorgullecía del hecho de que nunca había vendido nada por falsas apariencias. En cambio decidió dejar que los gladiadores la domesticaran, y como ya sentía una poco razonable antipatía por el extraño y silencioso tracio llamado Espartaco —cuyo exterior ovejuno ocultaba una llama respetada por todos los gladiadores de la escuela—, lo eligió como compañero.)

(Se complació en observar a Espartaco cuando le entregó a Varinia y le dijo: «Ésta es la compañera con quien vivirás. Dale hijos o no, como quieras. Haz que te obedezca, pero no la lastimes ni deformes». Eso fue lo que le dijo a Espartaco mientras éste permanecía silencioso e impasible, mirando con calma a la muchacha germana. Varinia no estaba hermosa en esa ocasión. Había dos cicatrices en su rostro. Un ojo estaba hinchado hasta cerrarse, amarillo y púrpura, y había magulladuras verdes y púrpura en su frente, la nuca y los brazos. «Mira lo que recibes», dijo Baciato, arrancándole el vestido ya en jirones que le había dado, y entonces la muchacha quedó desnuda frente a Espartaco. En ese momento Espartaco la vio y la amó, no por su desnudez, sino porque sin vestidos no estaba desnuda y no se encogió ni trató de cubrirse con los brazos, sino que permaneció allí, sencilla y orgullosamente, sin mostrar ni dolor ni pena, sin mirarlo a él ni a Baciato, pero ensimismándose, conteniendo su mirada, su alma y sus sueños, y conteniendo todas aquellas cosas, porque había decidido entregar la vida, que para ella ya no tenía valor alguno. Su corazón fue en busca de ella.)

(Esa noche ella se arrinconó humildemente en un extremo de la celda, y él no la molestó ni hizo el menor ademán de acercarse a ella, salvo preguntarle cuando comenzó a refrescar: «¿Hablas latín, muchacha?». No hubo respuesta. Entonces le dijo: «Te hablaré en latín porque no sé hablar germano, y como ha comenzado a refrescar quisiera que usaras mi jergón, muchacha...». Pero tampoco hubo respuesta. De modo que empujó el jergón hacia ella y lo dejó entre los dos, y por la mañana estaba allí, y ambos habían dormido sobre las piedras. Pero ésa había sido la primera gentileza sincera de que había sido objeto Varinia desde que la habían apresado en los bosques germanos un año y medio antes.)

Y en esta húmeda noche, que se disuelve en el día, el recuerdo de la primera noche vuelve a ella, y con el recuerdo surge de ella hacia el hombre que duerme a su lado un amor tan intenso que éste tendría que ser de piedra para no sentirlo. Se agita y, de pronto, abre los ojos y la ve brumosamente en la media luz del amanecer y, no despierto del todo aún pero viéndolo todo con mirada interior, la atrae hacia sí y comienza a acariciarla. —¡Oh, querido mío, querido mío! —dice ella.

—Déjame.

—¿Y dónde encontrarás la fortaleza para hoy, amado mío?

—Déjame, tengo fuerzas de sobra.

Entonces ella se deja estar en sus brazos mientras silenciosamente fluyen las lágrimas.

III

Esa mañana se librará el combate, y esa certeza se detecta en el ambiente, y cada uno de los doscientos y tantos desdichados gladiadores lo sabe y responde a ese electrizante conocimiento. Dos parejas se desangrarán en la arena porque dos jovenzuelos han venido de Roma con mucho dinero y en busca de emociones. Dos tracios, un judío y un africano, y como el africano ha sido adiestrado con la red y el tridente, habrá una flagrante desigualdad. Esto muchos
lanistas
no lo permitirían, porque aun cuando uno adiestre a un perro no es para enfrentarlo a un león, pero Baciato es capaz de cualquier cosa por dinero.

El negro, Draba, despierta esa mañana, y en su propia lengua dice: «Día de la muerte, yo te saludo».

Yace en su jergón y piensa en su mujer. Medita sobre el hecho extraño de que todos los hombres, por desdichados que sean, tienen recuerdos de amor, de caricias, de besos, de juegos, de alegrías, de canciones y danzas, y que todos los hombres tienen miedo a morir. Hasta cuando la vida carece de todo valor, se aferran a ella. Aun cuando están solos y lejos del hogar y desprovistos de toda esperanza y toda perspectiva de regresar a su hogar, y están sometidos a todas las indignidades y penas y crueldades y son alimentados como si fueran simples bestias y se los adiestra para que otros se diviertan, aun en esas circunstancias se aferran a la vida.

Y él, que una vez fuera un honesto hombre de su casa, con hogar, mujer e hijos propios, a quien se escuchaba en la paz y se honraba en la guerra; él, que era todo eso, recibe ahora una red de pescar y un tridente y se lo envía a luchar, para que la gente se ría de él o bata las palmas por él.

Murmura la hueca filosofía de los de su condición y su profesión:
«Dum vivimus, vivamus».

Pero es hueca y no proporciona consuelo, y le duelen los huesos y los músculos al ponerse en pie para comenzar el día y forzar su cuerpo y su mente a la tarea de dar muerte a Espartaco, a quien ama y a quien valora por encima de todos los hombres blancos del lugar. Pero acaso no se ha dicho: «Gladiador, no hagas amistad con gladiadores».

IV

Primero fueron a los baños, los cuatro juntos y en silencio. De nada valía hablar, ya que nada había que ellos pudieran decir, y ya que habrían de estar juntos desde entonces hasta entrar a la arena, hablar sólo podría empeorar las cosas.

Los baños ya estaban calientes, y rápidamente se sumergieron en las turbias aguas, como si por todo debiera pasarse sin pensar y sin hacer consideraciones. La casa de baños estaba casi a obscuras, en sus doce metros de largo por seis de ancho, iluminada, una vez que la puerta hubo sido cerrada, por una sola y pequeña lámpara de mica, colgada del techo. Bajo aquella pálida luz el agua del baño era gris obscura, cubierta por el vapor de agua que surgía de la misma, proveniente de las piedras calentadas al rojo que habían sido arrojadas en ella, lo que llenaba todo el baño de un aire saturado de vapor. Penetró en cada poro del cuerpo de Espartaco, aflojó sus músculos y le produjo una extraña sensación de reposo y comodidad. El agua caliente era una maravilla inagotable para él, y nunca logró lavarle del todo de la muerte seca del desierto de Nubia. Y nunca pudo entrar a la casa de los baños sin detenerse a reflexionar sobre el cuidado que se prestaba a los cuerpos de aquellos a quienes se preparaba para morir y a quienes se adiestraba para producir tan sólo muerte.

Cuando producía las cosas que dan vida, trigo y cebada y oro, su cuerpo estaba sucio, era una cosa inútil, algo vergonzoso e inmundo, digno tan sólo de ser golpeado y apaleado, de ser cubierto de puntapiés y latigazos y condenado al hambre, pero ahora era una criatura de muerte y por eso su cuerpo era tan precioso como el amarillo metal que había extraído de las minas de África.

Y, aunque parezca extraño, recién entonces afloró en él el odio. Antes no había lugar para el odio; el odio es un lujo que precisa de alimentos y fuerza y hasta tiempo para, en cierto modo, reflexionar en él. Ahora tenía esas cosas y a Léntulo Baciato como objetivo viviente de su odio. Baciato era Roma y Roma era Baciato. Odiaba a Roma y odiaba a Baciato; y odiaba todo cuanto fuera romano. Había nacido y había sido criado para que se dedicara a la labranza de los campos, el pastoreo del ganado y la extracción de minerales de las minas; pero solamente en Roma había llegado a ver que se educara y adiestrara a hombres con el fin de que se despedazaran a cuchillazos y se desangraran en la arena para risa y emoción de hombres y mujeres bien educados.

De los baños fueron a las mesas para masajes. Como siempre, Espartaco cerró los ojos al derramársele sobre la piel el fragante aceite de oliva y mientras cada uno de sus músculos era ablandado bajo los dedos ágiles y expertos del masajista. La primera vez que le ocurrió aquello tuvo la sensación de ser un animal atrapado, lo invadió una sensación de pánico y terror, de que la insignificante libertad de que era poseedor o hubiera poseído, su propia carne, era invadida por aquellos dedos que lo exploraban y palpaban profundamente. Ahora, sin embargo, podía descansar y sacarle el máximo de ventaja a lo que le proporcionaba el masajista. Doce veces había yacido como ahora; doce veces había luchado, ocho en el gran anfiteatro de Capua, bajo la instigadora demanda de la multitud vociferante y enloquecida por la sangre, cuatro veces en el circo particular de Baciato, para edificación de dos expertos en matanzas que venían de las poderosas y legendarias urbes, que él nunca había visto, a pasar el día con sus damas o sus amantes masculinos contemplando el combate de los luchadores.

Ahora, como siempre que yacía sobre la mesa de masaje, revivía esos momentos. Los tenía grabados en la mente. Ninguno de los horrores de las minas o de los campos era comparable al horror que se apoderaba de uno cuando debía entrar a la arena apisonada del circo; no había temor como ese temor; ninguna indignidad era comparable a aquella indignidad de ser elegido para matar.

Y de ese modo aprendió que no había forma de vida humana inferior a la del gladiador, y que su cercana proximidad a la bestia era recompensada con el mismo ansioso cuidado otorgado a los caballos de raza, aunque Léntulo Baciato o cualquier otro romano se habría sublevado ante la idea de que se matara a un buen caballo en la arena. Llevaba su propio manto de temor y de indignidad, y ahora el masajista trazaba con sus dedos la trama de cada hebra y de cada contrahebra del tejido de cicatrices.

Había tenido suerte. Nunca le habían seccionado un nervio, ni quebrado un hueso, ni vaciado un ojo, ni había recibido un puntazo de daga en el tímpano o la nuca ni sufrido ninguna de esas heridas especiales y particulares que tanto temían sus camaradas y con las que soñaban en noches de sudor, agonía y terror. Nunca lo habían desjarretado ni le habían perforado los intestinos. Todas sus heridas habían sido simples
mementa
, como las llamaban ellos, y no podía ni quería atribuirlo a habilidad.

¡Habilidad en el matadero! «Ningún esclavo se convierte en soldado», decían ellos. Pero él era rápido como un gato, casi tan rápido como el judío de ojos verdes, la criatura del odio y del silencio que yacía en la mesa junto a la suya, y era muy fuerte y muy precavido. Aquello era duro..., pensar y no enfadarse.
Ira est mors.
Y los que se enfadan en la arena, mueren. El temor era algo distinto, pero no la ira. Para él no era duro. Toda su vida sus pensamientos habían sido el instrumento de la supervivencia. Poca gente sabía eso. «El esclavo no piensa absolutamente en nada.» Y «el gladiador es una bestia». Eso decían, y era obvio, pero dentro de él era completamente al revés. De vez en cuando un hombre libre sobrevive por el pensamiento; pero de día en día el esclavo debe pensar en vivir, que es otra clase de pensamiento, pero pensamiento al fin. El pensamiento era el compañero del filósofo, pero el adversario del esclavo. Cuando Espartaco dejó a Varinia esa mañana, la borró de su vida. Ella no debía existir, para él. Si él vivía, ella viviría, pero ahora no estaba ni vivo ni muerto.

Los masajistas finalizaron su labor. Los cuatro esclavos descendieron de las mesas y se envolvieron en las largas túnicas de lana, las mortajas, como se las llamaba, y cruzaron el patio en dirección al comedor. Los gladiadores ya estaban desayunando, cruzados de piernas sobre el suelo y tomando los alimentos de pequeñas mesitas situadas frente a ellos. Cada hombre recibía una ración de leche agria de cabra y un tazón con potaje de trigo cocido con trocitos de grasa de cerdo. El
lanista
daba bien de comer y muchos de los hombres que llegaban a su escuela saciaban su apetito por primera vez en sus vidas, al igual que los condenados antes de ser clavados en dos crucifijos. Pero para los cuatro que tenían que aparecer en la arena, había solamente un poco de vino y unas pocas rebanadas de pollo frío. No se pelea bien con el estómago lleno.

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