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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

Espartaco (16 page)

De todos modos Espartaco no tenía apetito. Los cuatro se sentaron aparte de los otros, y los cuatro compartieron su desdén por los alimentos. Bebieron el vino. Tomaron un trozo o dos de carne y en ciertos momentos se miraron entre ellos. Pero ninguno habló, y la de ellos fue una pequeña isla de silencio en el sordo parloteo que llenaba el comedor. Ni tampoco los otros gladiadores les dirigieron la palabra ni les prestaron mucha atención. Tal era la cortesía del último desayuno.

Todos sabían ya que habían sido emparejados. Nadie ignoraba que Espartaco lucharía contra el negro y que se trataría de daga contra red y tridente. Todos sabían que el tracio y el judío habían sido elegidos para formar la otra pareja. Espartaco habría de morir y lo mismo iba a ocurrirle al joven tracio. La culpa la tenía Espartaco. No solamente se había acostado con la muchacha germana y había hablado siempre de ella como de su esposa y no de otro modo
que
como esposa, sino que hacía que los hombres lo quisieran. Ninguno de los hombres sentados en el recinto podría haber expresado eso explícitamente. Ellos no sabían por qué había ocurrido o precisamente cómo había ocurrido. Todo hombre tiene su modo. Todo hombre tiene miles de pequeños gestos y acciones. La manera suave del tracio, su rostro ovejuno de labios gruesos y nariz quebrada, todo aquello revelaba una calidad que hacía que los hombres aceptaran sus juicios y que fueran a él con sus temores y sus querellas, y que lo buscaran en procura de consuelo y de ayuda para adoptar decisiones. Y cuando él decidía algo, hacían lo que él había dicho. Cuando les hablaba en su suave latín, de curiosa acentuación, ellos aceptaban sus palabras. Él les hablaba y ellos se consolaban. Parecía ser un hombre feliz. Había mantenido la cabeza erguida, cosa que era muy extraña en un esclavo. Nunca inclinó su cabeza. Nunca levantó la voz ni jamás se puso furioso. Su actitud satisfecha lo distinguía de los demás, y de ese modo andaba en aquella impía compañía de entrenadores asesinos y hombres condenados.

—Los gladiadores son animales —solía decir Baciato—. Si uno piensa en ellos como si fueran gente, uno pierde toda perspectiva.

El sencillo hecho era que Espartaco se negaba a ser un animal, y por tal razón se lo consideraba peligroso, y por grande que fuera su habilidad con la daga y por muy beneficioso que pudiera resultar el alquilarlo, Baciato prefirió su provechosa muerte. El desayuno había terminado. Los cuatro hombres que eran privilegio, como decían irónicamente en su propio argot, se alejaron caminando. Eran cosa prohibida aquella mañana. Pero Gannico se acercó a Espartaco, lo abrazó y lo besó en los labios. Era extraño hacer eso y el precio a pagar muy elevado —treinta azotes—, pero entre los gladiadores había pocos que no comprendieran por qué lo había hecho.

V

En el año que siguió, Léntulo Baciato recordó muchas veces aquella mañana y muchas veces sometió los acontecimientos a escrutinio en un intento de comprender si aquellos hechos que conmovieron la tierra podían serle imputados a él. No estaba convencido, por cierto, de que así fuera, y no le resultaba difícil aceptar el hecho de que todo cuanto había ocurrido a continuación había acontecido porque dos petimetres romanos habían deseado ver un combate a muerte. Nunca transcurría una semana sin que hubiera un espectáculo privado en que en su propio circo se presentaran una, dos o tres parejas de gladiadores, y no podía ver que aquello era muy diferente. También pensó en la suerte que habían corrido algunas casas de vecindad que poseía en la ciudad de Roma. Aquellas casas de vecindad, o
insulae
, como se las llamaba, constituían, según público reconocimiento, una de las mejores inversiones que podía hacer un hombre de negocios. No estaban sujetas a ninguna de las vicisitudes de las empresas comerciales; daban una renta permanente y siempre en aumento. Pero en el aumento de esa renta existía cierto peligro. Al comienzo Baciato adquirió dos casas, una de cuatro pisos y una de cinco pisos. Cada una de ellas tenía doce viviendas por piso, y cada vivienda costaba a su inquilino más de novecientos sestercios al año.

No necesitó mucho tiempo Baciato para darse cuenta de que un hombre interesado en obtener provecho no hacía otra cosa que aumentar el número de plantas de las casas de vecindad. Algunos basureros sin sentido de empresa poseían casas de planta baja; los hombres ricos poseían edificios de muchas plantas. Rápidamente el
lanista
elevó la casa de cinco a siete plantas, pero cuando agregó la primera planta a la casa de cuatro se produjo un derrumbe que la dejó reducida a ruinas, acongojándolo no sólo con la pérdida enorme que ello implicaba, sino también con la muerte de veinte de sus inquilinos, lo que significó agregar nuevos gastos a la fortuna que debió destinar a sobornos. Algo parecido a esto, es decir, el aumento de cantidad que redundaba en cambios en la calidad, se producía allí en relación a los gladiadores, aunque Baciato sabía que en la práctica él no era peor que la mayoría de los
lanistae
y, en verdad, en mejor que muchos de ellos.

Es cierto que había sido una mala mañana. Primero fue azotado Gannico. No era bueno azotar a un gladiador, pero al mismo tiempo la disciplina de la escuela debía ser la más estricta disciplina del mundo. La violación de la más elemental regla disciplinaria por parte de un gladiador tenía que ser castigada, y el castigo debía ser rápido y despiadado. En segundo lugar, había resentimiento entre los gladiadores por el hecho de que un hombre con daga hubiera de enfrentarse a otro con red y tridente. Tercero, allí estaba la lucha misma.

Baciato estaba esperando en el circo la llegada de los huéspedes. Independientemente de lo que Baciato pensara de aquellos romanos en sentido personal, había que hacer honor al dinero, de lo que tenía plena conciencia. Allí donde encontraba a un millonario —no simplemente a un hombre que tuviera millones de sestercios, sino a uno que pudiera gastarlos— quedaba anonadado ante su propia convicción de ser una rana tan pequeña en un estanque tan grande. Cuando era jefe de pandilla en las calles de la urbe, su sueño consistía en llegar a acumular los cuatrocientos mil sestercios que le darían derecho a ser admitido en la orden de los caballeros. Cuando se convirtió en caballero, sin embargo, comenzó primero por comprender lo que la riqueza significaba, y, pese a todo cuanto había trepado —mediante su propia sagacidad también—, descubrió que aún había un interminable horizonte de peldaños delante de él.

Hay que cumplir cuando el cumplido es merecido. Por eso estaba allí esperando la llegada de Cayo, Braco y los demás; y, en consecuencia, no sabía que Gannico se había hecho merecedor a los treinta azotes. En cambio, acompañó a los huéspedes hacia el palco que había sido construido para ellos, un palco colocado a altura suficiente como para que pudiera verse cualquier lugar de la arena sin necesidad de tener que levantarse o inclinarse. Él mismo dispuso los almohadones de los canapés, de modo que los visitantes pudieran reclinarse con la mayor comodidad y facilidad posible al contemplar los combates. Se les había traído vino helado y pequeños potes con confituras y pichoncitos en miel, de modo que pudieran satisfacer el apetito y calmar la sed. Un toldo a rayas los protegería del sol matutino, y dos esclavos domésticos estaban apostados allí con abanicos de plumas, para el caso de que la fresca mañana se transformara en un caluroso mediodía. Mientras supervisaba los arreglos de la escena, el corazón de Baciato se inflamaba de orgullo, ya que allí había todo cuanto cualquiera pudiera pedir, por delicado que fuera su gusto. Y para que no se aburrieran desde la llegada hasta el momento en que comenzaran los juegos, había dos músicos y una bailarina en la pista del circo.

No es que ellos prestaran mucha atención ni a la música ni a la danza, ya que apuntaban a cosas mucho más importantes, y, según el amigo casado de Braco —Cornelio Lucio era su nombre—, a juzgar por su nervioso parloteo, aquello era lo que hacía falta para vivir decentemente en Roma en esos días. Baciato permanecía allí y escuchaba; estaba ansioso por saber qué era lo que se necesitaba para vivir decentemente en esos días, y la conversación lo sorprendió cuando escuchó que Lucio había pagado cinco mil denarios por un nuevo
libarius
, una fortuna por un hombre que tan sólo horneaba pasteles.

—Pero no se puede vivir como un cerdo..., ¿no es así? —preguntó Lucio—. Ni siquiera en la forma en que vivía mi padre. Si se quiere comer decentemente, son necesarios por lo menos cuatro: el pastelero, el
cocus
, el
pistores
e indudablemente el
dulciarius
, o de lo contrario hay que enviar al mercado por dulces ya cocinados y arreglárselas sin eso.

—No veo cómo podría uno arreglarse sin eso —dijo su esposa—. Todos los meses un nuevo
tonsores
; nadie que no fuera un dios podría afeitarte bien, pero si yo pido un peinador o un masajista extra...

—No es que se necesiten cien esclavos —le dijo Braco afablemente—: es preciso adiestrarlos, y aun cuando se los haya adiestrado, hay que considerar si el esfuerzo vale la pena. Tengo un
privata
para mi ropa, un griego de Chipre, capaz de recitar a Homero de memoria durante horas. ¡Imagínense! Nunca limpia ni lava. Todo lo que le pido es que mantenga algún orden en mis ropas. Tengo un armario para las túnicas. Todo lo que deseo es que cuando ya no quiero una túnica determinada la coloquen en ese armario. Una túnica en el armario donde se guardan mis túnicas. Podría enseñársele a un perro a que lo hiciera, ¿verdad?

De modo que si yo digo: «Raxides, dame mi túnica amarilla», pueda darme mi túnica amarilla. Pero no es así. Y ocuparía más tiempo enseñarle a él que hacerlo yo personalmente.

—Tú no puedes hacer eso personalmente —protestó Cayo.

—No..., por supuesto que no. Muchacho, mira qué clase de vino nos sirve el
lanista.

Baciato fue rápido.

—Cisalpino —alardeó enseñando la jarra.

Braco escupió delicadamente con un dedo al costado de la nariz.

—¿Cómo se le ocurrió poner almohadones si yo no le dije que quisiéramos almohadones? ¿Tiene vino de Judea,
lanista ?

—Por supuesto, y del mejor. Un rosado claro, el más claro de los rosados. —Y gritó a uno de los esclavos que trajera vino de Judea inmediatamente.

—Díselo a él —le dijo Lucio a su esposa, que le estaba susurrando algo.

—No...

Braco se inclinó hacia ella, le tomó la mano y la apretó contra sus labios.

—¿Quieres decirme algo, querida?

—Te lo diré al oído.

Le habló al oído y Braco respondió:

—Por supuesto, por supuesto. —Y entonces le dijo a Baciato—: Traiga aquí al judío antes de que pelee.

Baciato nunca alcanzaba a descubrir el fondo de las acciones que realizaba la gente bien nacida. Sabía que había algo oculto, pero no podía precisarlo en modo alguno, y no podía encontrar un resquicio o razón que le diera la pauta que le permitiera ocultar su origen en un esquema de comportamiento. Cada grupo que alquilaba su circo para un espectáculo privado se comportaba diferentemente. ¿Quién podía entenderlos?

Baciato mandó a buscar al judío.

Éste llegó entre dos entrenadores, entró en el palco y se quedó allí esperando de pie. Aun estaba cubierto con su larga y rústica túnica de lana, y sus claros ojos verdes parecían piedras. Nada vio con aquellos ojos. Simplemente se quedó allí.

La mujer sonrió tontamente. Cayo estaba espantado. Era la primera vez que un gladiador estaba al alcance de su mano, sin pared ni barrotes entre ellos, y no bastaban los dos entrenadores para tranquilizarlo. No había nada de humano en aquel judío de ojos verdes y fina boca, la nariz ferozmente ganchuda y el cráneo rapado.

—Dígale que se quite la túnica,
lanista
—ordenó Braco.

—Desvístete —murmuró Baciato.

El judío continuó de pie unos instantes; luego, de pronto, dejó caer la túnica y permaneció desnudo delante de ellos, el musculoso cuerpo tan inmóvil como si hubiera sido tallado en bronce. Cayo se quedó mirándolo fascinado. Lucio se hacía el aburrido, pero su esposa fijó la mirada en él con la boca ligeramente abierta, la respiración dificultosa y acelerada.

—Animal bipes implume
—dijo Braco, con voz cansina.

El judío se agachó, recuperó su túnica, se volvió y desapareció. Los dos entrenadores lo siguieron.

—Hágalo pelear primero —dijo Braco.

VI

Por aquel entonces la ley no exigía que, cuando un tracio o un judío lucharan en la arena con la tradicional daga, o tal vez mejor, con el cuchillo ligeramente curvado, que se conocía como
sica
, se le proporcionara un escudo de madera para defenderse, y aun cuando aquella ley fue aprobada, con frecuencia se la ignoraba. El escudo, al igual que los tradicionales grebas y casco de bronce, se imponían al dramatismo esencial que implicaba el uso del cuchillo, en especial al increíble juego de movimiento y agilidad que exigía a los gladiadores. Hasta unos cuarenta años antes —y hasta esa época la lucha de parejas era bastante infrecuente— al combate corriente en el circo se le llamaba
samnites
, y los gladiadores luchaban con pesada armadura, llevando el gran escudo oblongo de la legión, el
scutum
, y la espada hispánica, la
spatha.
Aquel espectáculo no era ni muy emocionante ni muy sangriento, y el chocar de escudo contra escudo y espada contra espada podía prolongarse durante horas, sin que ninguno de los pares se hiriera mayormente. Asimismo, en esos tiempos el
lanista
era más despreciado que un proxeneta; por lo general, se trataba de un jefecillo de pandilla que hacía pelear a unos cuantos esclavos agotados y dejaba que se acuchillaran hasta que uno de ellos caía muerto por la enorme pérdida de sangre o por extenuación. Muy a menudo, el
lanista
era también proxeneta, es decir, era tratante de gladiadores y de prostitutas simultáneamente.

Dos innovaciones revolucionaron la lucha de parejas e hicieron de un espectáculo aburrido la locura de Roma y llevó a muchos
lanistae
a ocupar bancas en el Senado, poseer residencias veraniegas y amasar fortunas millonarias. La primera fue resultado de la penetración militar y comercial de Roma en África. Los negros, muy raros en el pasado, hicieron su aparición en el mercado de esclavos, con su altura y fortaleza. Un
lanista
tuvo la idea de darle a un negro una red y un tridente y enfrentarlo en el circo a una espada y un escudo. Esto conquistó inmediatamente la fantasía de los romanos; los juegos dejaron de ser fortuitos. El proceso se completó con la segunda innovación, que fue resultado de la penetración en Tracia y Judea y el descubrimiento de dos razas fuertes e independientes de campesinos cuya arma principal en la guerra era un cuchillo corto, curvo y afilado como una navaja. Aun más que los
retiarii
, es decir, los hombres de la red, este hecho transformó el combate de gladiadores. Rara vez se usaba el escudo o la armadura. El pesado chocar del
samnites
evolucionó hacia la velocidad de relámpago de los duelos con daga, electrizantes, plenos de horripilantes heridas, abundante derramamiento de sangre, destripamiento, habilidad y dolor y movimientos de centella.

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