Espartaco (45 page)

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Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

Se durmió rápida y fácilmente. Su mundo era fácil y sencillo. Su mundo era el mundo de la vida, gobernado por las sencillas leyes de la vida, sin molestias ni complicaciones. Su mundo era el mundo que sobrevivía a todos los mundos...

Lo dejó y fue a donde la estaban esperando para vestirla. Cuatro esclavas iban a ataviarla para que pudiera sentarse a la mesa con el hombre que era dueño de ella. Permaneció sumisa mientras la desvestían y le pasaban la esponja por el cuerpo desnudo. Era aún un hermosísimo cuerpo, de largas piernas, y más hermoso aún por la plenitud de sus senos repletos de leche. La cubrieron con una toalla y se tumbó en un diván, de modo que la
ornatrix
pudiera preparar su rostro y sus brazos.

En primer término, una capa de suave tiza sobre sus brazos y la frente, donde la tiza se esfumaba en las mejillas. Luego el colorete, de rojo suave en las mejillas y de rojo fuerte amarronado en los labios. A continuación se utilizó el
fuligo
, una pasta negra de carbón para destacar las cejas.

Una vez hecho esto, se sentó y dejó que la peinaran.

Su cabello rubio y suavemente lacio fue cuidadosamente conformado en un conjunto de rulos estáticos, mantenidos en su sitio gracias a una pomada y a pequeñas cintitas. Después las joyas. Estaba desnuda, sin la toalla, obediente e indiferente, mientras fijaban en su cabello una diadema. Luego vinieron los aros de oro y, a continuación, un collar también de oro y zafiros, llamado
monile.
En los tobillos y en las muñecas le pusieron pequeños collares haciendo juego, y en el dedo meñique de cada mano un anillo de diamantes. La estaban vistiendo bien, espléndidamente, tal como el más rico hombre de Roma hubiera ataviado a su amante, no a su esclava. No era de maravillarse entonces que aquellas pobres mujeres a cargo del guardarropa no sintieran piedad por ella. ¡Miren cómo lleva, tan sólo enjoyas, la riqueza de un imperio! ¡Como para tenerle lástima!

Por aquel entonces el material más apreciado en Roma no era la seda, sino unas maravillosas y delicadas telas de algodón, tejidas en la India con tal delicadeza de trama que seda alguna podía igualarlas. Por encima de la cabeza deslizaron una
stola
de algodón. Era un vestido largo de líneas sencillas, recogido alrededor de la cintura mediante un cinturón llamado
zona.
El único adorno del vestido era una trencilla de oro en los bordes, y en verdad no necesitaba adorno alguno, tan sencillas y hermosas eran sus líneas. Pero Varinia no podía permanecer indiferente ante el hecho de que cada línea de su cuerpo se mostrara a través de él; era la desnudez lo que implicaba horror y degradación, por lo que se sintió feliz de que sus senos, al descargarse, humedecieran y afearan la parte delantera del vestido.

Sobre su atuendo le pusieron un amplio chal de seda amarilla, que Varinia solía llevar como una túnica. Con él se cubría el vestido, y cada vez que aparecía para la cena, Craso decía:

—Querida, querida, ¿por qué ocultas de ese modo tu hermoso cuerpo? Deja caer libremente tu
supparum.
El vestido que llevas debajo cuesta diez mil sestercios. Por lo menos me corresponde el derecho de contemplarlo si es que no lo hace otro.

Y esa noche, al entrar Varinia en el comedor, volvió a decirlo y esa noche Varinia, obedientemente, volvió a dejar que el chal cayera...

—Me intrigas —dijo Craso—. Me intrigas mucho, Varinia. Creo haberte dicho alguna vez que tuve el placer (o el disgusto) de pasar una noche en mi campamento de la Galia Cisalpina con ese monstruoso
lanista
llamado Baciato. El me hizo tu descripción. Te describió cual una gata salvaje. La descripción muy realista de una mujer a quien no es posible domesticar. Pero no veo signo alguno de eso. Habitualmente eres obediente y sumisa.

—Sí.

—Me pregunto qué es lo que te ha hecho tan distinta. Me imagino que no tendrás problemas en decírmelo.

—No lo sé. Se lo aseguro.

—Creo que lo sabes, pero dejémoslo. Estás adorable esta noche. Bien acicalada y bien vestida... Varinia, ¿hasta cuándo va a durar esto? Creo haber sido bueno contigo, ¿no es así? El dolor es el dolor, pero compara esto con las minas de sal. Yo podría tomar a tu hijo y venderlo en el mercado por los trescientos sestercios que me pagarían allí y enviarte a ti a las minas. ¿Te gustaría?

—No me gustaría.

—No me gusta hablar en esta forma —dijo Craso.

—Está bien. Usted puede hablar del modo que quiera. Usted es mi dueño.

—No quiero ser tu dueño, Varinia. En realidad, tú eres dueña de mí por completo. Quiero que tú seas mía en la forma en que un hombre posee a una mujer.

—Yo no podría impedirlo...; tal como ninguna otra esclava de la casa podría impedirlo.

—¡Qué cosas dices!

—¿Qué tiene de malo lo que digo? ¿En Roma no hablan todos de esas cosas?

—No quiero violarte, Varinia. No quiero poseerte en la forma en que poseo a una esclava. Sí, he tenido otras esclavas aquí. No sé con cuántas mujeres me he acostado. Mujeres y hombres también. No quiero secretos de tu parte. Quiero que me conozcas como soy. Porque si me amas, será otra cosa. Algo nuevo y hermoso. Cielos, ¿no sabes acaso que me llaman el hombre más rico del mundo? Es posible que no lo sea, pero contigo a mi lado, podríamos gobernar el mundo.

—Yo no quiero gobernar el mundo —dijo Varinia con voz baja, sin entonación. Una voz muerta, que era la que empleaba siempre con Craso.

—¿No crees que yo sería diferente si me amaras?

—No lo sé ni me interesa.

—¿Pero te interesará si le ocurre algo a tu hijo? ¿Por qué no tomas una nodriza? Mira que sentarte ahí con los senos chorreando...

—¿Por qué me amenaza siempre con mi hijo? El niño es suyo como yo soy suya. ¿Cree que amenazándome con matar a mi hijo logrará que lo ame?

—Yo no he amenazado con matar a tu hijo.

—Usted...

—Perdóname, Varinia. Siempre hablamos en torno a lo mismo. Come, por favor. Hago lo que puedo hacer. Te sirvo una cena como ésta. No me digas que no te importa. Podría comprarse una villa por el precio de esta cena. Por lo menos, come. Pica algo. Mira... Déjame que te cuente algo gracioso que ocurrió hoy. Por lo menos para ti será divertido. Y come un poco.

—Como cuanto necesito comer —dijo Varinia.

Entró un esclavo y sirvió pato en una fuente de plata. Otro esclavo lo trinchó. Craso tenía una mesa circular —que acababan de ponerse de moda— con una banqueta en torno a dos terceras partes de la misma. Los comensales se sentaban con los pies suspendidos sobre una pila de almohadones de seda.

—Este pato, por ejemplo. Está ahumado, relleno con trufas y cocinado con melocotones agrios en aguardiente.

—Está muy sabroso —dijo Varinia.

—Sí... te estaba diciendo hace un momento que hoy ocurrió algo gracioso. En los baños se me acercó Graco. Me odia en forma tan virulenta que le resulta imposible ocultarlo. Lo raro es que yo no lo odio. Yo olvido... Tú no lo conoces. Es senador y tiene un gran poder político en Roma... o lo tenía. Su poder se tambalea ahora. Pertenece al grupo de los recién llegados, que salieron de los barrios bajos y se hicieron ricos gracias a los sobornos y los votos por representación. Un verdadero cerdo. No tiene ni orgullo... ni figura; que es lo que siempre ocurre. Ni sensibilidad, de modo que se sentará en su escaño hasta que se le desmoronen los cimientos. Bueno, inmediatamente me di cuenta de que andaba tras de algo. Hizo una gran exhibición de su enorme caparazón de grasa, paseándose de un lado al otro del
tepidarium
conmigo. Y finalmente dio a conocer sus intenciones. Quiere comprarte a ti. Ofreció un precio bastante elevado cuando le dije que no, duplicó la oferta. Estaba muy decidido. Lo insulté, pero fue como si no le hubiera dicho nada.

—¿Por qué no me vendió a él? —preguntó Varinia.

—¿A él? Pero, querida, tendrías que verlo, aunque fuera sólo una vez, transportando sus montones de carne. ¿O que eso no te importaría?

—No me importaría —dijo Varinia.

Craso apartó el plato y se la quedó mirando. Bebió un vaso de vino y se sirvió otro, y entonces, en un súbito arranque de ira, arrojó el vaso a través de la habitación. Luego habló controlando sus palabras.

—¿Por qué me odias de ese modo?

—¿Es que tengo que amarlo, Craso?

—Sí. Porque te he dado mucho más de lo que jamás tuviste junto a Espartaco.

—No, jamás —dijo ella.

—¿Por qué? ¿Por qué no? ¿Qué era él? ¿Un dios?

—No era ningún dios —repuso Varinia—. Era un hombre sencillo. Un hombre corriente. Era un esclavo. ¿Sabe usted lo que eso quiere decir? Usted ha pasado su vida entre esclavos.

—¿Y si te llevara al campo y te entregara a un campesino cualquiera, podrías vivir con él y amarlo?

—Solamente puedo amar a Espartaco. Nunca amé a otro hombre. Ni nunca amaré a otro hombre. Pero podría vivir con un esclavo del campo. Sería, en cierto modo, algo parecido a Espartaco, aunque Espartaco era un esclavo de las minas y no un esclavo del campo. Eso es todo lo era. Usted cree que soy muy simple, y eso es lo que soy, también soy tonta. A veces ni siquiera entiendo lo que usted dice. Pero Espartaco era más simple de lo que yo soy. Y, comparado con usted, era como un niño. Era puro.

—¿Qué quieres decir con puro? —preguntó Craso, dominándose—. ¡Bastante atención he prestado ya a tus tonterías! Espartaco era un enemigo de la sociedad, alguien que se puso al margen de la ley. Era un carnicero profesional que se convirtió en un asesino, en un enemigo de todo cuanto hermoso y decente ha creado Roma. Roma trajo paz y civilización al mundo entero, pero ese sucio esclavo lo único que sabía era incendiar y destruir. ¡Cuántas villas yacen en ruinas debido a que los esclavos no conocieron ni entendieron la civilización! ¿Por qué lo hicieron? ¿Qué lograron en los cuatro años que combatieron contra Roma? ¿Cuántos miles de personas murieron porque los esclavos se sublevaron contra Roma? ¡Cuánta miseria y sufrimiento ha padecido el mundo porque esa chusma soñaba con libertad... libertad para destruir!

Ella permanecía silenciosa, la cabeza inclinada, los ojos mirando al suelo.

—¿Por qué no respondes?

—No sé cómo contestar —dijo Varinia con calma—. No sé lo que significan esas cuestiones.

—He permitido que me digas cosas que no habría tolerado a nadie en la tierra. ¿Por qué no me respondes? ¿Qué querías decir cuando aseguraste que Espartaco era puro? ¿Soy menos puro que él?

—No sé —dijo Varinia—. A usted no lo comprendo. No comprendo a los romanos. Sólo conozco a Espartaco.

—¿Y por qué era puro?

—No sé. ¿No cree usted que yo misma me lo he preguntado? Posiblemente porque era un esclavo. Tal vez porque sufrió tanto. ¿Cómo puede comprender usted lo que un esclavo sufre? Usted nunca fue esclavo.

—Pero puro; tú dijiste puro.

—Para mí era puro. No podía hacer cosas malas.

—¿Y crees que era bueno organizar un levantamiento e incendiar medio mundo?

—Nosotros no incendiamos al mundo. Todo cuanto queríamos era nuestra libertad. Lo único que queríamos era vivir en paz. Yo no sé hablar como usted habla. No tengo educación. Ni siquiera soy capaz de hablar bien su idioma. Cuando usted me habla, me confundo. Pero, cuando Espartaco me hablaba, no me confundía. Yo sabía lo que nosotros queríamos. Queríamos ser libres.

—Pero eran esclavos.

—Sí. ¿Y por qué unos han de ser esclavos y otros libres?

Craso, con mayor suavidad, dijo:

—Tú ahora has estado viviendo en Roma, Varinia. Te he llevado por la ciudad en mi litera. Has visto el poderío de Roma, el infinito e ilimitado poderío de Roma. Los caminos romanos se extienden por todo el mundo. Las legiones romanas montan guardia en los límites de la civilización y contienen a las fuerzas de la obscuridad. Las naciones tiemblan a la vista de la vara del legado, y dondequiera haya aguas, las naves de Roma dominan los mares. Tú viste cómo los esclavos aplastaron a algunas de nuestras legiones, pero aquí en la ciudad apenas si se le prestaba atención. Hablando razonablemente, ¿es concebible para ti que unos cuantos esclavos pudieran haber derribado al más extraordinario poder que haya conocido el mundo, un poder que todos los imperios de la antigüedad no podrían igualar? ¿Comprendes? Roma es eterna. El sistema romano es el mejor sistema que haya concebido la humanidad y durará para siempre. Eso es lo que quiero que comprendas. No llores por Espartaco. La Historia dio Cuenta de Espartaco. Tú tienes que vivir tu propia vida.

—Yo no lloro por Espartaco. Nadie llorará nunca por Espartaco. Pero tampoco lo olvidarán nunca.

—¡Ah, Varinia, Varinia...! ¡Qué tonta eres! Espartaco ya no es más que un fantasma y mañana ese fantasma será llevado por el viento. Dentro de diez años nadie se acordará de él. ¿Por qué habrían de recordarlo? ¿Es que hay algo de historia en la rebelión de los esclavos? Espartaco no construyó; solamente destruyó. Y el mundo recuerda solamente a los que construyen.

—Creó esperanza.

—Varinia, repites palabras como si fueras una niña. Creó esperanza. ¿Esperanza para quién? ¿Y dónde están esas esperanzas ahora? Se las ha llevado el viento, como si fueran cenizas, como si fueran polvo. ¿No te das cuenta de que no hay ni habrá nunca en el mundo otro dictado diferente al de que los fuertes gobernarán a los débiles? Varinia, yo te amo. No porque eres una esclava, sino a pesar de ese hecho.

—Sí...

—Pero Espartaco era puro —dijo él con amargura.

—Sí, Espartaco era puro. »

—Dime en qué sentido era puro.

—No puedo decirlo. No puedo decirle cosas que usted no entendería.

—Quiero comprender a Espartaco. Quiero combatirlo. Luché contra él cuando vivía y lucharé contra él ahora que está muerto.

Ella movió su cabeza. «¿Por qué se empecina conmigo así? ¿Por qué no me vende a otro? ¿Por qué no hace conmigo lo que quiere? ¿Por qué no me deja tranquila?»

—Te pido que me digas una cosa sencilla, Varinia. ¿Existió, en realidad, un hombre llamado Espartaco? ¿Por qué nadie puede contarme nada de él?

—Se lo he dicho...

Varinia se detuvo y él, esta vez amablemente, le dijo:

—Continúa. Varinia. Continúa. Quiero ser tu amigo. No quiero que tengas miedo de hablarme.

—Yo no tengo miedo. Nunca volví a tener miedo después de haber conocido a Espartaco. Pero es difícil hablar de él. Usted lo llama asesino y carnicero. Pero él fue el mejor y el más noble de los hombres.

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