Espartaco (47 page)

Read Espartaco Online

Authors: Howard Fast

Tags: #Historico

En su sueño, Varinia experimentaba un sentimiento algo similar.

—Pero ¿qué estás haciendo aquí, querida mía? —le preguntó él.

—Me están interrogando.

—¿Quiénes?

—Ellos. —Y señaló a los honorables senadores—. Me asustan. —Y advirtió en ese momento que los senadores estaban completamente inmóviles, como si hubieran sido congelados.

—Pero puedes ver que están más asustados que tú —le dijo Espartaco. ¡Lo que era tan típico de él! Veía algo y lo definía lisa y llanamente. Y luego solía asombrarse de que ella no lo hubiera visto del mismo modo. Por supuesto que ellos estaban atemorizados.

—Vamos, Varinia —dijo Espartaco sonriente. Le puso el brazo en la cintura y ella hizo lo mismo con él.

Salieron del Senado y entraron en las calles de Roma. Caminaron por ellas y nadie los advirtió ni los detuvo. En su sueño, Espartaco le dijo:

—Siempre que estoy contigo ocurre lo mismo. Cada que estoy contigo te deseo. ¡Oh, cómo te deseo!

—Cada vez que me desees, puedes tenerme.

—Lo sé, lo sé. Pero es difícil recordarlo. Me imagino se debería dejar de desear lo que se sabe que se puede obtener. Pero yo sigo deseándote. Cada vez te deseo más y más. ¿Tú me deseas en la misma forma?

—En la misma forma.

—¿Siempre que me ves?

—Si.

—Eso es lo que yo siento. Siempre que te veo.

Caminaron un poco más y entonces Espartaco le dijo:

—Tengo que ir a un lugar. Debemos ir a algún lugar y acostarnos.

—Conozco un lugar donde podemos ir —dijo Varinia en su sueño.

—¿Dónde?

—A la casa de un hombre llamado Craso; yo vivo allí.

El se detuvo y retiró el brazo. Se volvió hacia ella y buscó su mirada. Y entonces advirtió la mancha de leche sobre su vestido.

—¿Qué es esto? —le preguntó, olvidando aparentemente lo que le había dicho ella sobre Craso.

—La leche con que alimento a mi hijo.

—Yo no tengo ningún hijo —dijo él. De repente, sintió miedo y retrocedió, alejándose de ella, y luego se marchó. Entonces el sueño llegó a su fin y Varinia despertó y en torno a ella no había sino obscuridad.

VIII

Al día siguiente, Craso se fue al campo, y al atardecer Flavio llevó a Varinia a casa de Graco, tal como lo habían convenido. Cuando llegaron, Graco estaba cenando solo. Una esclava le anunció que afuera había dos personas, Flavio y una mujer. Y que la mujer tenía una criatura en brazos.

—Sí —dijo Graco—. Sí, lo sé. Hay un lugar dispuesto para el niño. Hazlos entrar. —Y luego agregó—: No, no. Lo haré yo mismo.

Casi corriendo fue del comedor a la puerta de entrada. Los invitó personalmente a que entraran. Se mostró muy amable, muy considerado, y les dio una bienvenida digna de invitados merecedores del máximo respeto.

La mujer vestía una larga túnica y, en la sombra del corredor de entrada, a Graco le fue imposible distinguir su rostro. Los acompañó adentro y le dijo a la mujer que podía entregarle al niño o llevarlo personalmente a la habitación del bebé. Ella acunaba al chico en sus brazos y Graco tenía temor de hacer o sugerir algo que pudiera resultarle aprensivo respecto a su preocupación por el niño.

—Tengo aquí a una niñera profesional, para que lo atienda —dijo—. Tengo una pequeña cuna y todo cuanto pueda desear. Estará cómodo y a salvo y nada puede ocurrirle.

—No es mucho lo que necesita —respondió Varinia.

Era la primera vez que Graco oía su voz. Era una voz suave, pero rica en matices y muy profunda; una voz agradable. Echó hacia atrás la capucha de su túnica y él pudo verle el rostro. Llevaba el largo cabello rubio atado hacia atrás, sobre la nuca. No tenía afeite alguno en el rostro, lo que, por extraño que parezca, hacía que los delicados rasgos de su rostro resultaran más perceptibles y más hermosos.

Mientras Graco la observaba, Flavio observaba a Graco. Flavio se mantuvo a un lado, interesado, displicente y también intrigado. No se sentía cómodo allí y, tan pronto como tuvo ocasión de hablar, dijo:

—Ahora tengo que hacer los demás preparativos, Graco. Volveré cuando amanezca. Espero que para entonces estarás listo.

—Estaré listo —asintió Graco.

Flavio partió y Graco condujo a Varinia a la habitación que había preparado para el bebé. Había allí una esclava, sentada, y Graco la señaló y le explicó:

—Estará aquí toda la noche. No quitará sus ojos del niño. De modo que nada tiene que temer. Si el niño llora, la llamará inmediatamente. No tiene por qué preocuparse.

—El niño dormirá —dijo Varinia—. Usted es muy amable, pero el niño dormirá.

—Pero usted no necesitará estar atenta por si él niño llora. Tan pronto como ocurra, ella la llamará. ¿Tiene usted apetito? ¿Ha comido?

—No he comido, pero no tengo apetito —respondió Varinia después de haber colocado al niño en la cuna—. Estoy demasiado nerviosa para sentir apetito. Es como si estuviera soñando. Al principio tenía miedo de confiar en ese otro hombre, pero ahora le creo. No me explico por qué hace usted esto por mí. Temo estar durmiendo y me parece que en cualquier momento puedo despertar.

—Siéntese conmigo mientras termino mi cena y posiblemente quiera luego comer algo después.

—Sí, haré eso.

Volvieron al comedor y Varinia se sentó en un diván colocado en ángulo recto con el de Graco. Él no podía reclinarse; se sentó bastante tieso, sin poder quitarle los ojos de encima a Varinia. Advirtió con cierta sorpresa que en modo alguno se sentía inquieto ni tenía aprensión, sino que, por el contrario, experimentaba una gran felicidad, como nunca había conocido antes en su vida. Estaba contento. En toda su existencia nunca había sabido lo que era estar contento. La parecía que todas las cosas andaban bien en el mundo. Las dolorosas incongruencias del mundo habían desaparecido. Se sentía en su hogar, en su casa de su bendita ciudad, en su maravillosa urbe, y sentía un gran cariño por la mujer que estaba sentada frente a él. No intentó establecer cuál era el complejo que había hecho que el único acto de amor de su existencia recayera en la mujer de Espartaco; pensó que lo comprendía, pero no sintió deseo alguno de demostrárselo a sí mismo y analizarlo. Comenzó a hablar de la comida.

—Temo que la encontrará bastante sencilla, en comparación con la mesa de Craso. Suelo comer frutas y carne y pescados sin condimentar, y luego algo especial. Esta noche tengo langosta rellena, que es muy buena. Y un buen vino blanco, que bebo con agua...

Ella no lo escuchaba, pero con percepción poco común, él dijo:

—Usted no entiende, ¿verdad? cuando nosotros los romanos hablamos de alimentos.

—No —admitió ella.

—Me doy cuenta por qué. Nosotros nunca hablamos de lo vacías que son nuestras vidas. Y eso es debido a que dedicamos tanto tiempo a llenar nuestras vidas. De todos los actos naturales de los bárbaros, comer y beber, amar, reír, de todas estas cosas nosotros hemos creado un gran ritual y las hemos hecho objeto de culto. Ya nunca tenemos hambre. Hablamos del hambre, pero nunca la experimentamos. Hablamos de la sed, pero nunca tenemos sed. Hablamos de amor, pero no amamos y tratamos de encontrarle un sustituto al amor en todas nuestras interminables innovaciones y perversiones. Entre nosotros la distracción ha ocupado el lugar de la felicidad y cuando una distracción deja de serlo debemos buscar algo más atractivo, más emocionante..., más y más y más. Nos hemos embrutecido al extremo de ser insensibles a lo que hacemos, y esa insensibilidad crece. ¿Entiende lo que estoy diciendo?

—Algo entiendo —respondió Varinia.

—Y yo tengo que comprenderla a usted, Varinia. Tengo que comprender por qué tiene miedo de que esto sólo sea un sueño. Usted tiene mucho que ganar con Craso. Pienso que hasta se casaría con usted, si usted realmente se lo propusiera. Craso es un gran hombre. Es uno de los hombres más grandes de Roma, y su poder y su influencia son casi increíbles. ¿Usted sabe lo que es un faraón egipcio?

—Sí, lo sé.

—Bueno, en este momento, Craso tiene más poder que un faraón egipcio. Y usted podría ser más grande que una reina egipcia. ¿Le causaría eso alguna felicidad?

—¿Con el hombre que mató a Espartaco?

—¡Ah!, pero considere... Él no lo hizo personalmente— Ni conoció a Espartaco ni sentía odio alguno por él. Yo soy tan culpable como él. Roma destruyó a Espartaco. Pero Espartaco está muerto y usted vive. ¿No desea lo que Craso puede ofrecerle?

—No lo quiero —respondió Varinia.

—¿Qué es lo que usted quiere, mi querida Varinia?

—Quiero ser libre —dijo ella—. Quiero irme de Roma y nunca más volver a ver Roma en mi vida. Quiero ver a mi hijo creciendo en libertad.

—¿Tanto significa ser libre? —preguntó Graco, genuinamente intrigado—. ¿Libre para qué? ¿Libre para morirse de hambre, para ser asesinado, para carecer de hogar... Libre para trabajar la tierra como la trabajan los campesinos?

—No sé cómo decírselo —manifestó Varinia—. Traté de decírselo a Craso, pero no supe cómo hacerlo. Ni sé como decírselo a usted.

—Y usted odia a Roma. Yo amo a Roma, Varinia. Roma es mi sangre y mi vida, mi madre y mi padre. Roma es una prostituta, pero me moriría si tuviera que dejarla. Lo siento en este momento. Y porque usted está sentada allí, mi ciudad me domina. Pero usted la odia. Me pregunto ¿por qué? ¿Espartaco odiaba a Roma?

—Estaba contra Roma y Roma estaba contra él. Usted lo sabe.

—Pero cuando derribara a Roma, ¿qué se proponía construir en lugar de Roma?

—Quería un mundo en el que no hubiera esclavos ni amos, sino sólo personas que vivieran juntas, en paz y hermandad. Decía que tomaría de Roma lo que fuera bueno y hermoso. Construiríamos ciudades sin murallas, y todos los hombres vivirían en paz y hermandad, y no habría más guerras ni más miseria ni más sufrimientos.

Graco permaneció un rato silencioso y Varinia lo observó con curiosidad y sin temor. Porque a pesar de su obesidad exterior, de su enorme masa, era un hombre en quien quería confiar y al que consideraba distinto a todos cuantos había conocido antes. Había en él una peculiar honestidad, una honestidad puesta del revés. Era una cualidad que, en cierto modo, le hacía recordar a Espartaco. No era nada que pudiera especificarse. Nada físico, ni siquiera un modo. Era más bien un ejemplo de su manera de pensar y, en ciertos momentos, solamente en ciertos momentos, decía cosas como las hubiera dicho Espartaco.

Permaneció silencioso durante bastante tiempo y cuando volvió a hablar lo hizo comentando lo que ella había dicho antes, como si no hubiera transcurrido tiempo alguno.

—De modo que ése era el sueño de Espartaco —dijo—. Hacer un mundo en que no hubiera más látigos y nadie a quien azotar... sin palacios y sin chozas de barro. ¡Quién sabe! ¿Qué nombre va a ponerle a su hijo, Varinia?

—Espartaco. ¿De qué otro modo podría llamarlo?

—Espartaco es un nombre adecuado. Sí, por supuesto. Y será alto y orgulloso y fuerte. ¿Y le contará sobre su padre?

—Sí, le contaré.

—¿Qué le dirá? ¿Cómo le explicará? Vivirá en un mundo en que no hay hombres como Espartaco. ¿Cómo le explicará qué fue lo que hizo de su padre un hombre puro y noble?

—¿Cómo sabe usted que Espartaco era puro y noble? —le preguntó Varinia.

—¿Es tan difícil saberlo? —respondió Graco asombrado.

—Para cierta gente es difícil saberlo. ¿Sabe lo que voy a decirle a mi hijo? Creo que usted me comprenderá. Le diré una cosa muy sencilla. Le explicaré que Espartaco era puro y noble porque hizo frente al mal y se opuso al mal y combatió contra el mal... y que nunca en su vida hizo las paces con lo que estuviera equivocado.

—¿Y eso lo hizo puro?

—No soy muy inteligente, pero creo que eso haría puro a cualquiera —contestó Varinia.

—¿Y cómo sabía Espartaco lo que era justo y lo que era injusto? —inquirió Graco.

—Lo que era bueno para su gente era justo. Lo que les hacía daño era injusto.

—Ya veo —asintió Graco—, el sueño de Espartaco y la manera de ser de Espartaco. Soy demasiado viejo para soñar, Varinia. De otro modo soñaría demasiado sobre lo que yo he hecho con esa única vida que se da al hombre para que viva. Una vida... y parece tan corta, tan sin sentido, tan sin objetivo. Es como un momento. El hombre nace y muere, sin poesía ni razón. Y aquí estoy yo, sentado con este obeso y feo cuerpo que tengo. ¿Era Espartaco un hombre muy guapo?

Ella sonrió por vez primera desde que entró en la casa. Sonrió y luego comenzó a reír y luego la risa se trocó en lágrimas y apoyó el rostro en la mesa y lloró.

—Varinia, Varinia... ¿Qué es lo que dije?

—Nada —se enderezó y secó sus lágrimas con la servilleta—. No es por nada que haya dicho usted. Amaba tanto a Espartaco. Él no era como ustedes los romanos. Ni tampoco como los hombres de mi tribu. Era tracio, de rostro ancho y aplastado, y cierta vez, al ser golpeado por un capataz, se le rompió la nariz. La gente decía que por eso tenía aspecto ovejuno, pero para mí era como debía ser. Eso es todo.

Las barreras habían desaparecido entre ellos. Graco extendió la suya y le tomó la mano. Nunca en su vida se había sentido tan cerca de una mujer ni tampoco tan confiado en ella.

—Querida, querida —dijo—, ¿sabes lo que me he dicho a mí mismo? Primero, que quería una noche de amor contigo. Después lo rechacé. Después quise una noche de distinción y respeto. También rechacé eso. Todo cuanto quería entonces era gratitud. Pero hay algo más que la gratitud, ¿verdad, Varinia?

—Sí, hay más —dijo ella con franqueza.

Y entonces él comprendió que en ella no había ni duplicidad ni artificio. No tenía otra manera de hablar que la de expresar lo que pensaba. Le tomó las manos y se las besó y ella no las retiró.

—Esto es lo que quiero —dijo él—. Lo tendré hasta el amanecer. ¿Quiere estarse aquí sentada conmigo y hablar conmigo y beber un poco de vino y comer algo? Hay tanto que quiero decirle y tanto que quiero oírle decir. ¿Se sentará conmigo hasta el amanecer, y entonces vendrá Flavio con los caballos, y usted dejará Roma para siempre? ¿Hará eso por mí, Varinia?

—Y también por mí —dijo ella—; quiero hacerlo.

—No intentaré darle las gracias, porque no sé cómo agradecérselo.

—No tiene nada que agradecerme —dijo Varinia—. Me está haciendo tan feliz como nunca imaginé que podría volver a ser. Nunca pensé que podría volver a sonreír después de la muerte de Espartaco. Siempre pensé que la vida sería como un desierto. Y, sin embargo, él acostumbraba a decirme que la vida era más importante que cualquier otra cosa. Nunca llegué a comprenderlo tan bien como lo comprendo ahora. Ahora quiero reír. No puedo comprenderlo, pero quiero reír.

Other books

Black Tide Rising by R.J. McMillen
Orchid Blues by Stuart Woods
HisMarriageBargain by Sidney Bristol
Private Sorrow, A by Reynolds, Maureen