Espejismo (14 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasia

Eso, y la imagen de la muchacha de rostro blanco y ojos extrañamente vacíos, que vestía la centelleante túnica

.La voz de Brigrandon rompió sus preocupantes pensamientos.

—¿Sabéis algo acerca del origen de ese templo?

—No; nada.

Los guijarros crujieron bajo sus pies cuando la arena dio paso a la franja pedregosa. Una vez se hubo enfrentado con las ruinas, Kyre se dio cuenta de que no podía dejar de mirarlas.

—Para conocer toda la historia, tendríais que aprender la antigua lengua de Haven —señaló Brigrandon—. Pero eso resulta imposible, en la actualidad. Han transcurrido tantos siglos desde la época en que se hablaba, que nuestro conocimiento de esa lengua es, como mínimo, poco digno de confianza. Conservamos vivos algunos fragmentos, gracias a ciertas tradiciones, pero no son suficientes para el uso práctico del idioma. ¡Si vos vieseis la cantidad de manuscritos medio deshechos que guardamos para la posteridad, y que ni siquiera somos capaces de traducir con exactitud…! —dijo con una sonrisa—. Lo siento, Kyre. Estoy a punto de dejarme arrastrar por mi tópico favorito. A nosotros, los estudiosos, nos duele la escasez de nuestros conocimientos históricos… Pero volvamos al tema: este templo dejó de ser utilizado en tiempos ya muy remotos, pero, según sabemos, su nombre original era el de Tabernáculo del Ojo.

Kyre miró de soslayo al preceptor, que ya se había puesto en marcha hacia la parte que deseaba explorar.

—¿Un tabernáculo? —preguntó—. Creía que los tabernáculos eran los hogares de los dioses. Y, según el príncipe DiMag, Haven no tiene dioses.

—Eso es cierto. Por lo menos, perdimos a los dioses que antaño teníamos. Pero todavía nos queda el Sol que ilumina los cielos y aunque lo vemos bastante poco, sale a diario y nos garantiza la vida. En Haven, al sol se le llama Ojo del Día… De ahí el nombre del templo.

—¿Culto al sol? —inquirió Kyre, obligándose a mirar de nuevo las ruinas.

—No creo que nuestros antepasados vieran en el Sol aun dios —dijo Brigrandon —.Su idea de los poderes que influyen sobre este mundo era un poco más… «parroquial». De todos modos, el Ojo siempre fue venerado, y en tiempos pasados tenía un paladín humano, cuyo deber consistía en defender todo aquello que la imagen del Sol significaba. Bien podríamos llamarle el Lobo del Sol.

Había hablado en un tono tan natural, que Kyre necesitó unos momentos para darse cuenta de la importancia de lo que Brigrandon acababa de decir. Cuando lo hubo comprendido, se detuvo y tuvo la sensación de que una fría y fantasmal mano le agarraba las vísceras.

—¿Cómo? —dijo con voz serena pero peligrosa.

—Ah, ¿de modo que no os han explicado nada del Kyre original —inquirió el preceptor, que también se había detenido, frotándose la barbilla y, sin duda, un poco desconcertado—. ¿No tenéis noticia del otro Kyre cuyo nombre os pusieron, y a semejanza del cual os crearon?

La pregunta dejó anonadado al joven, que consiguió adoptar una expresión tranquila pese a que los ojos le ardían.

—Nadie me explicó nada.

—Ya… Lo que yo me suponía —murmuró Brigrandon, dispuesto a sacar de nuevo el frasco, aunque desistió de ello y dejó caer la mano—. La princesa Simorh ordenó, sin duda, que fueseis mantenido en la ignorancia, y observo, también, el interés que despertáis en el príncipe DiMag, aunque nuestro soberano —añadió con torcida sonrisa— razona a veces de manera un tanto enigmática. Me figuro, de cualquier forma, que DiMag dio por seguro que encontraríais el modo de formularme ciertas preguntas…

A pesar de la angustiosa incertidumbre despertada en él por la revelación de Brigrandon, Kyre logró esbozar una sonrisa.

—Él mismo lo propuso.

—Entonces espera que yo responda a tales preguntas. El príncipe sabe bien que, pese a mis defectos, nunca me prestaría a un engaño ni a colaborar en una evasión. Debo entender que quiere que conozcáis los hechos. Esto resulta claro, aunque no me atrevería a afirmar cuáles son sus razones —dijo con un suspiro, a la vez que meneaba la cabeza—. Puede ser, o no, que su único motivo sea el de fastidiar a Simorh. Un triste estado de cosas… Pero, por muy retorcidas que sean sus razones, lo cierto es que os habéis ganado el favor de DiMag. Es una ventaja mayor de lo que os imagináis.

Kyre recordó el comentario hecho por el príncipe la noche anterior, y de nuevo halló una implicación que no entendía.

—¿Y por qué no habría de considerarlo una ventaja?

—Hay quien no lo vería de ese modo… Pensad: un soberano inválido, hombre virtualmente recluso, sin un hijo que pueda sucederle en el trono y con un diezmado ejército, que él tampoco se encuentra en situación de conducir… En semejantes circunstancias, no faltan los hombres ambiciosos que pudieran sentir la tentación de ver en el príncipe DiMag una causa perdida.

«Quiero tu lealtad», había dicho DiMag la noche anterior. Y Kyre empezaba a entenderle.

Se volvió y contempló la ciudad de Haven, extendida al otro lado de la bahía hasta apoyarse en los acantilados. A la luz del Sol, la antigua población resultaba hermosa… la piedra suave y salpicada de diminutas chispas diamantinas, allí donde los rayos iluminaban las partículas de cuarzo incrustadas en la roca. Las tres torres del castillo, de centelleantes ventanas, dominaban orgullosas la escena. Era, en efecto, una ciudad hermosa, aunque de una belleza surcada de intrigas, corrupción y decadencia…

Brigrandon dijo con voz reposada:

—Estoy dispuesto a contestar vuestras preguntas, Kyre. Al menos, lo intentaré, aunque no sé si os gustará lo que vais a oír.

El joven sonrió con frialdad.

—Quiero saber la verdad, maestro Brigrandon.

Estridentes voces les llegaron desde la lejanía, y el anciano erudito miró hacia el mar.

—Éste no es el momento ni el lugar para hablar con tranquilidad —dijo—. Ya se acercan los niños. Hemos de regresar a la ciudad, y esta tarde aún tenemos clase. Nos veremos después, amigo. Venid a mis aposentos esta noche. Cenaréis y beberéis conmigo. Y entonces veremos qué se puede hacer.

Dieron la espalda al templo en ruinas y se encaminaron de nuevo hacia la franja arenosa, interceptando el paso a Gamora y los demás niños, que procedían de una cresta de rocas. Gamora llevaba la falda mojada, y los empapados zapatos colgados de una mano. Con la otra sostenía una concha que deseaba mostrar a Kyre.

—¡Mira! —exclamó la chiquilla con cara radiante, enseñándole su tesoro—. ¡Mira qué lisa la ha dejado el mar, y qué colores tan bonitos tiene!

La concha ocupaba toda la mano de Gamora, y era casi translúcida. La superficie interior estaba cubierta de nácar y, al contacto con la luz, resplandecía como un fulgurante arco iris.

Kyre sonrió:

—Es preciosa, mi princesa.

—La pondré en mi habitación, para mirarla cada día —declaró ella.

Los demás niños se mantenían unos pasos atrás, mientras Gamora parloteaba feliz, pero Kyre se dio cuenta de que sus ojos, aunque con cierto disimulo, no se apartaban de él. El pequeño grupo arrancó finalmente hacia las puertas de la ciudad. Poco les faltaba para alcanzar el arco de arenisca, cuando por él salió en rápida formación una patrulla de unos seis hombres armados, que lucían fajas de color carmesí sobre los hombros de sus jubones de cuero. El jefe saludó a Gamora, que estaba demasiado entusiasmada con su concha para verlo, y la patrulla se alejó con firme paso a través de la arena, en dirección a la orilla.

Kyre se detuvo a observar a los hombres.

—¿Recorren la playa cada día? —preguntó.

—Cada vez que cambia la marea —explicó Brigrandon.

Era, simplemente, otro rito; otra vacía tradición. A veces, sin embargo, las patrullas descubrían algo más que objetos flotantes o arrojados a la playa. Le resultaría difícil olvidar a la criatura muerta a manos de DiMag en el gran salón del castillo… Kyre apenas contuvo un estremecimiento.

—¿Tenéis frío? —inquirió Brigrandon.

—No —respondió Kyre, con un movimiento de cabeza—. Sólo… pensaba.

Con los niños siguiéndoles, cruzaron el arco que les conducía a la claustrofóbica ciudad.

El palpable miedo que Hodek tenía de ella fue un acicate para el temperamento de Calthar, alimentando el odio que ya sentía hacia él y el corro de pusilánimes aduladores que necesitaba a su alrededor para dar cuerpo a la escasa confianza que tenía en sí mismo. Expresamente, Calthar les había convocado en la antecámara de sus aposentos, en vez de reunirles en uno de los grandes salones de la ciudadela, como era costumbre. Quería que respiraran el ambiente de poder que imperaba en aquel lugar, y que se acobardasen. Les demostraría que, pese a los altisonantes títulos con que el propio Hodek y sus secuaces se significaban, quienes mandaban en realidad eran las Madres, y ella sola podía hablar en su nombre y con su voz.

Se hallaba sentada con las piernas cruzadas en un estrado tallado de una sola losa de obsidiana. La cámara era de dimensiones reducidas, y no había en ella más que el estrado y un par de lámparas de aceite de pescado, colocadas sobre elevados anaqueles, de forma que su luz arrojara grotescas y amedrentadoras sombras. Calthar conocía la importancia de las impresiones externas, y sintió satisfacción al ver la desazón en los rostros de los miembros del Consejo, a medida que entraban en la estancia y se situaban en ella lo mejor que podían. Esperó a que estuvieran todos colocados y, entonces, dijo sin más preámbulos:

—Habéis recibido mi mensaje, y supongo que os dais cuenta de su urgencia y su importancia. Os he mandado venir para informaros de cómo pienso afrontar el asunto.

Los allí reunidos percibieron de sobra la furia que escondían sus palabras, e intercambiaron significativas miradas.

Hodek carraspeó y contestó con voz hueca:

—Antes de seguir adelante, Calthar, creo… creemos todos… que convendría poner en claro ciertos aspectos…

Junto a Hodek había un joven de sorprendentes cabellos plateados veteados de negro y con una fea señal de nacimiento en la mejilla derecha. Asintió éste, y sus ojos miraron directamente a los de la hechicera cuando dijo:

—En mi opinión debiéramos hablar con Talliann y escuchar lo que tenga que decirnos…

Calthar clavó en él unos ojos llenos de maldad, y el joven bajó enseguida la vista. Akrivir, hijo de Hodek, era siempre el segundo, después de su padre en recibir el desprecio de Calthar. Resultaba raro verles juntos, ya que Akrivir odiaba a su progenitor y, aunque nunca había podido averiguar toda la verdad, le hacía responsable de la prematura muerte de su madre, acaecida largo tiempo atrás. El odio que le inspiraba su padre sólo era superado por el que sentía hacia Calthar, con la única diferencia de que, así como despreciaba a Hodek, a ella la temía. Akrivir no constituía una amenaza para Calthar: por el contrario, le encontraba divertido y si le había elevado tan pronto a la categoría de consejero, era para saborear las amargas discusiones que, de manera invariable, se producían entre padre e hijo, para mayor enojo del primero.

Cuando Akrivir se encogió bajo la fiera mirada, Calthar supo de sobra qué le impulsaba en su deseo de hablar con Talliann. Adoraba a la muchacha, y tal idea le parecía a Calthar aún más despreciable que la imperecedera obsesión que por ella misma experimentaba el viejo. Akrivir abrigaba la absurda ilusión de llegar a ser el amante o incluso el esposo de Talliann, al igual que Hodek deseaba a Calthar y había soñado con domarla. En opinión de Calthar, el hijo era tan tonto como su padre. Talliann no era para él, y resultaba tan absurdo que pretendiera cortejar a la muchacha como enamorarse de la propia Luna.

—Poner en claro ciertos aspectos… —Calthar repitió las palabras de Hodek con un suave desprecio, en un tono que las convertía en una obscenidad—. Hablar con Talliann…

Dejó que esas palabras flotaran en la viciada atmósfera hasta que el último eco se hubo desvanecido, mientras sus ojos, enormes y destructivos, arrancaban chispas de luz de las vetas de pirita y cuarzo que surcaban las paredes de roca. Su lengua lamió rápida el labio inferior, y con una violencia que hizo estremecer a todos los hombres allí presentes, bramó:

—¡Sois unos imbéciles!

Luego se levantó, sinuosa, y la luz de las lámparas fluctuó, con lo que serpentinas de aceitoso humo ondearon por la estancia. Calthar bajó del estrado y se encaró con sus súbditos, que retrocedieron asustados. Era una cabeza más alta que cualquiera de los hombres, y la mirada que dirigió a sus pálidos semblantes encerraba un terrible escarnio.

—Mi mensaje no necesita ninguna aclaración —dijo, furibunda—. No os he convocado para escuchar estúpidos balidos referentes a lo sucedido, ni para prestar atención —añadió, con una hiriente mirada a Akrivir— a los halagos de un gusano enfermo de amor.

Ignorando la contenida rabia que asomó a los ojos del joven al verse insultado de semejante manera, Calthar se volvió, y la extraña vestimenta danzó alrededor de su cuerpo.

—Los hechos son éstos: nuestros enemigos tienen un nuevo paladín al que piensan emplear contra nosotros en la noche de la Gran Conjunción. Talliann, que pudo abandonar la ciudadela por culpa de la laxitud de quienes tenían que haber estado más al tanto, encontró en la orilla al que ahora es su nuevo favorito, y se le ha metido en la cabeza traerle a nuestra ciudadela.

Calthar se puso a andar.

—Ya sabemos que Talliann siempre tuvo caprichos y antojos muy raros, aunque hasta ahora pudimos enfocar sus ideas de modo bastante aprovechable. Esta vez, sin embargo, persiste en su empeño. He tratado de engatusarla, he intentado hacerla razonar, pero ni las amenazas sirven. Talliann sigue terca —continuó, después de mirar hacia el fondo de la cámara, donde una puerta pesada y baja, ahora cerrada, comunicaba con otra estancia, y observar de paso, por el rabillo del ojo, cómo palidecía Hodek—, y si no le concedemos su deseo, se negará a desempeñar el papel que le tenemos asignado en la Gran Conjunción, cuando efectuemos el ataque final contra el enemigo.

Algunos pronunciaron maldiciones a media voz; otros empezaron a murmurar, preocupados. Calthar les habló de nuevo.

—Ya veo que os hacéis cargo de nuestro problema. Sin Talliann, la oportunidad que nos brinda la Gran Conjunción se perderá. Al mismo tiempo, nada conseguiremos de ella si no accedemos antes a su deseo.

Akrivir dijo en tono cortante:

—El problema no es fácil de resolver. Difícilmente podemos enviar guerreros a la plaza fuerte de Haven, simplemente para…

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