Bajó de la cama, cruzó la habitación e intentó abrir la puerta. No estaba cerrada con llave, y Kyre esbozó una sonrisa. Bien, bien… Pero ¿hasta dónde se extendería su nueva libertad? Todo dependía de lo decidido que DiMag estuviera a mantener su palabra. Probar su buena disposición sería un interesante experimento.
Kyre se asomó al rellano. No vio a nadie. La escalera, pobremente iluminada, estaba vacía. Aun así, aguzó el oído para cerciorarse, y por fin abandonó su aposento y empezó a descender los viejos y gastados peldaños que, en forma de caracol, conducían al corazón del castillo. Nadie le impidió seguir adelante cuando atravesó los largos y complicados pasillos. Vio aun mayordomo, que le ignoró con gesto pétreo, a dos sirvientas que cuchichearon tapándose la boca con la mano, y a un paje de cabellos descoloridos y mirada desapacible, que se arrimó a la pared y se escabulló a la par que procuraba evitar la mirada de Kyre. Una vez en el desierto vestíbulo, se detuvo unos momentos para contemplar de nuevo los tapices colgados de las paredes. Lo poco que quedaba de su perdida riqueza era borrado por la fría luz diurna que se filtraba desde fuera. Rodeados de desnuda piedra y sin una iluminación artificial que suavizara sus contornos, tenían un aspecto fantasmal y paliducho. La puerta principal estaba entreabierta, y un rayo de Sol pintaba una estrecha franja a través del suelo, trayendo consigo un olor de fresco aire marino que atrajo a Kyre. Se encaminó hacia la puerta, tiró de una de las hojas y salió al exterior.
La mañana era gélida y aunque el frío penetraba cortante a través de sus ropas y le hizo estremecer, el frescor le ayudó a disipar la molesta sensación de suciedad que había ido en aumento desde que le recluyeran. La terraza se extendía a lo largo de los muros del castillo y daba la vuelta al edificio, limitada por una baja balaustrada de complicado dibujo. En lo alto, el cielo era de un azul desvaído, salpicado de nubes que corrían empujadas por el viento y a sus pies Kyre vio el extenso jardín de follaje ya marchito, entre el que asomaban luchadoras las flores, a las que la luz del Sol daba un toque de vida. A lo lejos se percibía el sosegado murmullo del mar, y el instinto —ya que era lo único que poseía— le dijo que, para Haven, era un perfecto día de otoño.
Permaneció inmóvil durante unos minutos, respirando la mezcla de olor a agua salada, tierra húmeda y piedras calientes. Luego, cuando la fuerza del Sol empezó a contrarrestar la mordedura del viento, Kyre dio media vuelta y caminó lentamente por la terraza hacia el lado del castillo que tocaba al mar.
El muro circundante era demasiado alto para permitirle disfrutar de un panorama de la ciudad, pero la ausencia de ruidos le pareció un poco extraña. Habiendo desaparecido la niebla, y ya que el día era tan hermoso, tenía que haber actividad y bullicio en las calles de Haven. Sin embargo, nada llegaba al castillo. La quietud era profunda y misteriosa.
Pero no había de durar. Kyre había llegado casi a la esquina del castillo, allí donde la terraza describía una elegante curva, cuando cerca de allí chirrió una puerta y unos ligeros pasos sonaron sobre la piedra. Una sombra apareció en su camino y al levantar la vista, Kyre vio a Gamora, que corría a su encuentro.
—¡Kyre! La niña se detuvo en el momento justo para no chocar contra él. Tenía las mejillas coloradas, jadeaba, y los oscuros bucles revoloteaban en desorden alrededor de su cara. Ver a la chiquilla le animó.
—¡Princesa!
La agarró por debajo de los brazos y la alzó en el aire, cosa que no hubiese tenido la temeridad de hacer la noche anterior.
—¿A qué vienen estas prisas? —agregó.
—Te vi desde la ventana —explicó Gamora de manera atropellada—, y le dije a mi preceptor que era preciso que vinieses con nosotros. Insistí, y… ¿Te encuentras bien, Kyre?
Aquel desordenado parloteo estuvo a punto de hacerle soltar una carcajada al joven, pero contuvo el impulso, ya que no quería ofender en su dignidad a la pequeña. La pasada noche había acudido inmediatamente en su defensa, su única amiga en un mar de hostilidad. En consecuencia, estaba en deuda con ella.
—Estoy perfectamente, Gamora.
La niña entrecerró los ojos, no del todo convencida.
—¿De veras no te hicieron daño? ¿Me das tu palabra?
—No sufrí. ¡Que el Ojo me eche una mala mirada, si miento!
Apenas dicho esto, quedó aterrado por la frase pronunciada.
¿De dónde la había sacado? ¡Si nunca antes la había oído! Sin embargo, acababa de brotar de sus labios con toda espontaneidad… Una irreflexiva blasfemia
…
Sus palabras parecían satisfacer a Gamora, que sonrió.
—¡Bien! —exclamó la niña—. Así no estarás demasiado cansado para acompañarnos.
Esta vez sí que rió Kyre, ante su insistencia.
—Lo haré con mucho gusto, princesa, si me decís adónde vamos.
—Sospecho que vamos adonde nos lleven los caprichos de la pequeña princesa.
La voz, que sonó de pronto con un cierto tono de fatigado humor, les asustó a ambos. Kyre alzó la vista. El hombre que había seguido —aunque a un paso mucho más moderado— el impulsivo y súbito descenso de Gamora, parecía tan alto como él mismo, si bien el hecho de encorvar algo los hombros redujo la impresión. Era una persona ya entrada en años, y su vestimenta, de una increíble mezcla de colores opacos, indicaba falta de buen gusto o una total indiferencia en cuanto al aspecto personal. En su juventud habría tenido el cabello de un rubio mate, pero con el tiempo se le había vuelto gris y lo llevaba peinado hacia los lados en dos desordenados bucles. Los capilares rotos que aparecían debajo de su tosca piel, a ambos lados de la nariz, revelaban que la bebida constituía algo más que un pasatiempo para él. Pero la sonrisa de aquel hombre, cuando sus grises ojos se encontraron con los de Kyre, fue franca y amistosa, aunque un poco burlona.
—¡A que sois el Lobo del Sol, si puedo permitirme esta suposición! —dijo—. ¡Buenos días! Tenía sincera curiosidad por conoceros.
—Y vos sois el preceptor Brigrandon, sin duda…
—¡Ah! —exclamó el preceptor—. ¡Y yo que esperaba teneros en la incertidumbre durante un buen rato…! Pero es bien evidente que no soy el único confidente de la pequeña princesa.
—Anoche, el príncipe DiMag me habló de vos.
—¿De veras?
Kyre observó de pronto que, pese a la forma de presentarse, Brigrandon era casi tan astuto como DiMag.
Gamora daba saltitos, tirando de la manga a su preceptor, y dijo:
—¡Maestro Brigrandon! ¡Me lo prometisteis! y si no nos damos prisa, cambiará la marea…
Brigrandon miró a la niña y contestó con severidad:
—Cuando tengáis mi edad, princesa Gamora, comprenderéis que no siempre puede uno correr tanto. Gamora no hizo caso.
—¡Lo prometisteis! ¡Y dijisteis también que Kyre vendría con nosotros!
—Está bien, está bien —se rindió el preceptor con un suspiro, a la vez que volvía a mirar a Kyre—. Me pongo a merced de vos, Lobo del Sol. La princesa insiste en que nos acompañéis en nuestro paseo y, si no accedéis, no callará. Mi futuro está en vuestras manos.
La ocasión se presentaba ideal para Kyre, ya que podría formular una serie de preguntas a Brigrandon sin que su interés resultara demasiado evidente. Además, aquel preceptor empezaba a gustarle, y Kyre sonrió.
—Mi conciencia no me dejaría vivir tranquilo, si ahora os desairase —dijo—. Estoy a vuestra disposición.
En la ciudad
había
actividad, pero era tan callada, descolorida y misteriosa como parecía serlo todo lo relativo a Haven. Kyre quedó asombrado al comprobar que Brigrandon les conducía por la misma portezuela que utilizara Simorh para entrar con él en el castillo, la primera vez, y le extrañó ver a otros tres niños —dos muchachitas y un varón— que les aguardaban allí. Las niñas hicieron sendas genuflexiones ante la princesa, y el chico inclinó la cabeza, pero nadie hizo el menor intento de presentar a Kyre, y éste tuvo que sufrir la incomodidad de su muda y mal disimulada curiosidad mientras la puerta era abierta y salían todos del recinto del castillo.
Parecía extraño que la heredera del trono de Haven paseara por las calles sin ninguna forma de ceremonial ni de seguridad.
Kyre había esperado que la gente se amontonara para ver pasar a su princesa, pero los habitantes de la ciudad le hacían tan poco caso como si se tratase de la hija de un pescador. Una o dos mujeres que se dirigían al mercado se detuvieron para mirar con triste orgullo a la niña, y Brigrandon saludó con un gesto de la cabeza a unas cuantas personas, pero aparte de esas pequeñas muestras de cortesía, el pueblo les ignoraba. Ni siquiera la presencia del extranjero pelirrojo —pese a que, sin duda, los rumores de la mágica creación de Simorh habrían llegado ya a las caIles— despertó el interés de los habitantes de Haven.
Caminaron ciudad abajo hasta llegar a las murallas de la ciudad. Kyre no había esperado que Brigrandon le llevase a aquel lugar, pero no dijo nada, aunque reprimió un pequeño escalofrío cuando el reducido grupo pasó por debajo del arco y salió a las vastas playas de la bahía.
La marea se había retirado hasta formar una brillante línea en el horizonte, reflejando el cielo en un intenso azul zafiro. Sus incesantes murmullos producían una profunda y constante vibración que Kyre sintió en sus huesos más que oyó. La rompiente añadía un resplandeciente borde blanco al azul zafiro y contribuía a la sensación de distante amenaza que él era incapaz de apartar de su mente. La línea de la costa se perdía por ambos lados; las rocas mostraban engañosos colores a la luz del sol: Kyre se forzó a contemplar los imponentes acantilados que daban a la parte derecha de la bahía, pues no deseaba mirar en la dirección contraria, donde la desnuda y horrible silueta del templo en ruinas estropeaba la escena.
Los cuatro niños, libres por fin de la represión del castillo de la ciudad, echaron a correr enseguida por la blanca arena, hacia un montón de pedruscos caídos que formaban pequeñas y escondidas rebalsas. Su alegría hizo pensar a Kyre en jóvenes animales soltados de sus jaulas, pero cuando él y el tutor les siguieron a un paso más lento, no pudo alejar del pensamiento lo que en realidad había debajo de la arena. Su rostro debió de reflejar algo, porque Brigrandon dijo de repente, después de estudiarle con mirada oblicua durante unos minutos:
—La princesa Gamora tenía menos de un año cuando sucedió, Kyre. Los demás ni siquiera habían nacido. Ninguna persona con uso de razón puede esperar que, a su edad, respeten lo que no forma parte directa de sus vidas.
Los largos dedos de Brigrandon, que llamaron la atención de Kyre por sus nudillos planos, manosearon su propio costado, palpando un bolsillo muy hondo que llevaba en su raída prenda, como si no supiera si meter la mano en él o no. En el bolsillo había algo que hacía bulto, y Brigrandon suspiró al fin.
—Uno no debe lamentarse siempre. Es malo para la salud, y la vida sigue con absoluta indiferencia frente a nuestras penas. Sin embargo, es cruel relegar al olvido las desgracias.
Kyre miró la arena que había debajo de sus pies. Por unos instantes sintió que, con sólo un pequeño esfuerzo, podría ver el horrible cuadro de los cuerpos allí conservados, y la idea le estremeció hasta el fondo de su ser.
—¿Perdisteis a alguien en aquella tragedia? —se oyó preguntar a sí mismo, comedido.
Los ojos de Brigrandon brillaron con dureza mientras miraba a los niños, que ahora eran ya sólo unas figuras borrosas en la distancia.
—Mis dos hijos luchaban en nuestro ejército, aquella noche, y también el marido de mi hija —contestó el preceptor, y en su voz hubo una entonación firme, pero que no logró engañar a Kyre—. El cumplimiento de mi deber me mantenía en el castillo, mientras que mi mujer había ido a casa de nuestra hija para hacerle compañía. El edificio fue sólo uno de los muchos engullidos por la arena, y los muchachos fueron sólo tres, entre los centenares que perdieron la vida en la batalla…
El hombre se estremeció, parpadeó nervioso, y su inquieta mano buscó en el bolsillo hasta encontrar un pequeño frasco de cuero, reforzado con filigrana de plata. Sacó el corcho con un ligero ruido de succión, y Brigrandon alzó el frasco de cara al mar, en un gesto burlón y de escondido desafío:
—¡A la salud de todos! ¡Que el Ojo vigile siempre a sus enemigos!
Y Brigrandon bebió un gran trago, pasándole luego el frasco a Kyre sin más palabras.
Este no deseaba probar el licor .Sentía mareo y su estómago se rebelaba ante la idea de tener que probarlo. Sin embargo, rechazar el ofrecimiento hubiese significado un insulto para el viejo preceptor y para los recuerdos que tanto le atormentaban. Por consiguiente, tomó el frasco y antes de beber, exclamó:
—¡Que el Ojo les proteja a todos!
Brigrandon volvió a guardarse la botella, y los dos caminaron en silencio durante un rato. Gamora y los demás niños se entretenían trepando por las rocas, ajenos a la sombría expresión de los hombres. Fue Brigrandon el primero en hablar de nuevo.
—De modo que también vos maldecís y bendecís valiéndoos del Ojo —dijo, mirando a Kyre—. Me sorprende que hayáis desarrollado tan pronto esa costumbre. ¿O es una simple cortesía?
Kyre se detuvo, consciente de que ambos habían esperado ese momento en que se rompían las primeras barreras.
—No lo sé —admitió—. Todo cuanto puedo decir es que no es la primera vez que invoco al Ojo, pese a que en realidad ni siquiera sé a qué me dirijo.
—¡Ah! —exclamó Brigrandon, contemplando nuevamente el lejano mar—. Ahora empieza a tener sentido —añadió en el tono de quien ha considerado varias opciones y por fin llega a una decisión—. Paseemos un poco. Los niños no nos encontrarán a faltar, y me gustaría conversar con vos… Me figuro que tenemos muchas cosas que decirnos… El viejo templo parece un lugar tan adecuado como cualquier otro, porque…
Pero antes de que pudiera terminar la frase, Kyre dijo:
—Preferiría…
Y se mordió la lengua.
—¿Preferís esquivar ese lugar? —preguntó Brigrandon con expresión astuta—. Hay mucha gente que lo rehúye. No obstante, creo que, en vuestro caso, sería mejor combatir tal sentimiento.
Sin extenderse más sobre el sentido de sus palabras, echó a andar hacia la zona pedregosa, y Kyre no tuvo más remedio que seguirle. A medida que avanzaban, el joven se forzó a sí mismo a mirar las horribles ruinas, que a la luz del Sol resultaban menos sobrecogedoras que cuando estaban bañadas por la fría Luna. Aun así, no pudo evitar que le dominaran los recuerdos de la noche y la oscuridad, y del horror en que envolvían aquel escenario relativamente pacífico.