—¡Has quitado el cerrojo de la puerta y le has dejado escapar…! ¿No es eso? ¡Contéstame! —chilló, con otra sacudida.
—Madre…
—¡Contéstame, he dicho! ¡Y no te atrevas a mentir! El rostro de la niña se contrajo.
—Dijo… dijo que quería irse, madre… No creí hacer ningún daño. Sólo procuré ser amable con él, porque…
Al ver la expresión de Simorh, Gamora se tragó lo que había estado a punto de decir, y musitó con indefensión:
—Kyre prometió que no me delataría…
—¡Por la
Hechicera!
—exclamó la soberana, y su ira quedó amortiguada por el disgusto que sentía consigo misma.
¿Qué había esperado de Gamora? La chiquilla era impulsiva y soñadora, pero no era justo castigarla. Había actuado convencida de que hacía un favor, y nadie podía esperar de ella que comprendiese las consecuencias de su acto.
Soltó a su hija y dijo con brusquedad:
—¡Chiquilla alocada! Claro que él no iba a explicarme nada… Pero debes darte cuenta, de una vez, de que para mí no hay secretos…
Gamora subió a su cama y se acurrucó entre sollozos.
—No quise hacer ningún daño…
«¡Por todo lo que sea sagrado…! ¿Acaso cree que no lo sé?», pensó Simorh, desesperada.
Miraba a su hija, sacudida entre el enojo y un remordimiento que la hacía desear tenderle los brazos a Gamora y vencer así el tremendo abismo que en ese momento las separaba, cuando se abrió la puerta situada a sus espaldas. Se volvió la soberana y vio al aya en el umbral, con una luz en la mano.
—¡Oh… ! —se excusó la sirvienta, con una torpe y rápida inclinación—. Os pido perdón, señora… Ignoraba que estuvieseis aquí… Creí haber oído llorar a la pequeña princesa y…
A Simorh le tembló la voz.
—La princesa Gamora ha tenido una pesadilla. ¡Deberías cuidar mejor de ella!
Los sollozos de Gamora se habían calmado un poco, y el aya miró vacilante a la madre y a la hija.
—¿Una pesadilla… ? —preguntó.
—Es lo que he dicho, ¿no?
El daño ya estaba hecho. Simorh salió de la estancia a la vez que decía:
—Quédate con mi hija hasta que amanezca. Creo que se alegrará de tener compañía.
El corazón le latía furiosamente mientras corría pasillo abajo y en su mente se repetía toda la escena. No había querido mostrarse cruel con Gamora, y su enojo se debía más a la preocupación que a una malquerencia, pero ¿cómo podía entenderlo una niña? No tenía conciencia de lo que había hecho, ni de lo que su madre se veía forzada a hacer para solucionar el problema… Simorh se estremeció. No le atraía nada la tarea que tenía ante sí, pero era necesario enfrentarse con ella, y lo haría.
Si no era ya demasiado tarde.
Quienes vieron a Calthar moverse por los interminables tramos de escaleras o atravesando los túneles de la ciudadela, sabían qué la había hecho salir de su refugio, aunque nadie se atrevería a expresar sus pensamientos en voz alta. Y si alguien tuvo la mala suerte de hallarse cerca cuando ella pasaba, la miró una sola vez antes de esconderse entre las oscuras y húmedas sombras, sin atreverse casi a respirar, aplicados los fríos labios al amuleto colgado del cuello, y los ojos. cerrados hasta que Calthar se hubo alejado.
Los tortuosos pasadizos de la ciudadela eran lóbregos y traidores. Ella, sin embargo, no llevaba lámpara. Sus cabellos plateados, en asombroso contraste con la tez, de un profundo color verde, rodeaban en caótico desorden, cual loco nimbo, su cabeza y sus hombros. La túnica que vestía, llevada antes por cien predecesoras, caía en absurdos colgajos demasiado viejos y raídos para esconder su flexible y poderoso cuerpo.
Encontró ella su presa con certero instinto, y abrió de golpe la baja puerta, sin molestarse en llamar a voces o con los nudillos. Cuando la volvió a cerrar bruscamente y el gélido viento que recorrió los pasillos hubo sacudido y hecho bailar todas las luces de aceite de pescado, el viejo saltó enseguida del jergón. Uno de sus pies quedó enredado en la manta que le había cubierto, por la que tropezó y cayó arrastrando consigo la manta, de manera que quedó al aire el cuerpo desnudo de una muchacha —escasamente más que una niña— que permanecía acurrucada en el lecho.
Calthar miró a la chiquilla con el entrecejo fruncido, pero indiferente, y luego señaló la puerta sin hablar. La muchacha agarró sus ropas, apartándose todo lo posible de la amenazante intrusa, y sus rápidas y desiguales pisadas se perdieron en el pasadizo.
El viejo se puso de pie, envolvió su cuerpo con la manta y adoptó una postura humilde y suplicante, como un perro que no supiera si demostrarle su afecto al amo o dar media vuelta y huir.
Cuando Calthar caminó a su alrededor en amplio círculo, los pálidos ojos del hombre siguieron su figura con hambrienta avidez. Luego la miró a la cara y, entonces, su apetencia se apagó para ser reemplazada por el miedo.
—Se ha ido.
La ronca voz de Calthar sonó fiera, y su acusación resultó peligrosamente cortante.
El hombre respiró con angustia.
—¿Otra vez?
—¡Otra vez, Hodek, otra vez! ¿Dónde está Akrivir?
El viejo tragó saliva.
—Duerme. El día ha sido duro para él, y…
La mujer lanzó un silbido propio de una serpiente, que le hizo callar en el acto. Durante unos segundos no se oyó en la estancia más que la estertorosa respiración de Calthar. Luego dijo en tono suavemente venenoso:
—Ya lo veo… De modo que, mientras tu inútil hijo duerme y tú fornicas con niñas, ¿quién vigila a Talliann?
—No… no puede haber salido de la ciudadela. Ella… —balbució el viejo, cuyo temor era ya terrible.
—
¡Nadie la vigilaba!
—gritó Calthar, y en su voz vibraba un furor cargado de desprecio.
El hombre retrocedió agachándose, como si hubiera recibido un golpe.
—¡Sabes de sobra adónde ha ido! —agregó Calthar—, y sabes también ¡qué sucederá si no me la devolvéis sana y salva!
Dio un paso adelante, quiso tocar la cara del hombre con sus largos dedos, y él notó el olor de corrupción de su piel.
—Has descuidado tu deber, Hodek… ¡Y ya sabes lo que haré si no reparas tu falta!
Del fondo de la garganta de Hodek brotó un sonido feo e incoherente, y la mano de ella se retiró despacio. Los ojos de .la mujer centelleaban como el cuarzo.
—¡Devuélvemela! Ya puedes espabilarte, si no quieres que la Hechicera alargue sus rayos y toque esta noche tus huesos…
¡Devuélvemela!
Lloriqueando, el viejo se apresuró a recoger sus ropas mientras ella lo vigilaba. El duro
staccato
de la respiración de Calthar daba a la habitación un ambiente asfixiante. Cuando el hombre salió a toda prisa de allí y llamó a gritos a los soldados, ella lo siguió. Estuvo también detrás de él en la vasta caverna que daba al mar, y permaneció en la orilla con una mirada que infundía miedo cuando el destacamento encargado de la búsqueda partió con la sombría marea. De momento no se podía hacer nada más. Pero —y volvió ligeramente la cabeza para ver cómo el ahora tan servil Hodek se retorcía las manos junto al agua si algo salía mal aquella noche, habría un castigo riguroso. y ella experimentaría un frío y cruel placer al ejecutarlo.
Aunque comprendía que su sorpresa no era lógica, Kyre se sintió desconcertado al tropezar con una próspera población al otro lado de las murallas del castillo. Había descendido por los jardines terraplenados, dejando atrás las achaparradas plantas de flores de color blanco enfermizo, hasta llegar a la portezuela que, por fin, le diera paso al mundo exterior. Allí, en las sombrías y brumosas calles de escasa y fantasmal iluminación, la gente se movía y algunas caras se asomaban a las ventanas. Kyre oyó un portazo, vio que alguien corría una cortina y descubrió entre la niebla, como almas en pena, a dos mujeres que, fuertemente agarradas, ansiaban llegar a la protección de su hogar. Una pequeña plaza, pavimentada con losas de piedra arenisca, estaba llena de los restos de un día de mercado. En alguna parte ladró un perro, y una brusca voz le riñó.
Kyre se estremeció, pero siguió adelante. En aquella escena había una incongruencia que le desconcertaba. La normalidad de los ruidos, la gente, los desperdicios… nada encajaba con su indeleble idea original de Haven, la ciudad misteriosamente vacía. Era como si sus habitantes no fuesen personas de verdad, sino espíritus de un lejano pasado. Recordó las playas de arena situadas al otro lado de la población, y lo que había debajo de ellas, y el estremecimiento inicial se transformó en un tremendo escalofrío que recorrió toda su espina dorsal.
Un postigo se cerró cerca. El golpe fue transportado por el denso y quieto aire, y le asustó. Aceleró el paso, consciente de que la calle se hacía más empinada, y también de que tenía frío. La niebla era pegajosa, y la ropa que llevaba no era la más adecuada para enfrentarse con el frío de la noche. Esto le hizo preguntarse, por vez primera, adónde se dirigía en realidad.
Era tan intenso el deseo de huir del castillo y de sus extraños ocupantes, que ni siquiera había pensado qué haría una vez en libertad. El instinto le empujaba hacia el mar, pero sólo por ser el camino que le trajera, y porque no conocía ningún otro. Sin embargo, la desierta orilla no tenía nada que ofrecer, como no fuese el ruinoso y esquelético templo junto al mar, y nada habría que le hiciera volver a tan horrible lugar…, salvo que su única otra opción fuese la de regresar al castillo.
Involuntariamente miró por encima del hombro en dirección a la ciudad, cuyo revoltijo de callejuelas y tejados se perdía en la niebla. No se le había ocurrido que su persecución podía haber comenzado ya. Sin embargo, era muy probable que su ausencia hubiese sido descubierta. Comprendía que, en cierto aspecto, era muy valioso para Haven o, por lo menos, para Simorh. Ignoraba hasta dónde alcanzaban los poderes de esa mujer, y no experimentaba el menor deseo de saberlo. La sola idea le perturbaba. Era seguro, de cualquier forma, que Simorh no vacilaría en ponerlos en práctica y servirse de ellos, por muy poco humanos que fueran, para seguirle la pista.
Kyre echó a correr, y el choque de sus desnudos pies contra el duro suelo produjo un sordo eco. A medida que avanzaba la noche, los últimos transeúntes habían abandonado las calles, y la parte más alejada de la ciudad se hallaba sumida en una quietud absoluta. Las escasas luces que aún ardían en las ventanas se apagaban, una detrás de otra. Casi sin darse cuenta, Kyre alcanzó el arco donde las dos lámparas verdes brillaban como unos ojos que no pestañearan jamás, y se detuvo vacilante.
Nada indicaba, por ahora, que le persiguieran. Sin embargo, el silencio estaba invadido por un nuevo sonido que le puso los nervios de punta, incluso antes de reconocerlo. Débil y suave, impregnado de malignidad, llegaba hasta él el lúgubre ritmo del mar. Había en aquel murmullo tanta fuerza, que atrajo a Kyre contra su voluntad. Antes de que supiera lo que hacía, el hombre cruzó el arco y vio la interminable playa que se abría ante él. La blanca arena parecía alcanzar el infinito, resplandeciente allí donde aún no la había engullido la bruma. Un olor a sal y a podredumbre era arrastrado por la ligera brisa, y a Kyre se le agitaron las ventanas de la nariz. Era difícil orientarse a causa de la espesa niebla. Muy a lo lejos, allí donde tenía que quedar el borde del agua, creyó distinguir una oscuridad más compacta, pero no había modo de cerciorarse. Únicamente una borrosa mancha de luz le indicaba que el satélite lleno de cicatrices al que la gente llamaba Hechicera había salido ya, y que le observaba a través de la bruma.
De repente se levantó una ventolera que hizo danzar las verdes luces. La sombra del arco se distorsionó e hizo apartarse a Kyre, asustado. Una breve pendiente de roca desembocaba en la suave y húmeda arena, y el joven, con los pies en ella, volvió la cabeza para contemplar la ciudad a través del arco.
No podía retroceder. Había llegado demasiado lejos. y la playa no conduciría sólo al templo en ruinas. Tenía que existir un camino, por difícil que fuese, que ascendiera a los acantilados por un lado u otro y llevara al interior del país. Por peligrosa que resultase la libertad, no cabía duda de que era el preferible de los dos males.
Kyre dio la espalda a Haven, procurando no temblar pese al viento saturado de humedad, y se internó en la cambiante capa de espesa bruma, siempre a lo largo de la desierta playa.
No había luz en la torre de Simorh. Su tarea requería oscuridad. Arrodillada en el suelo de su sanctasanctórum, la soberana percibía las inquietas miradas de Thean y Falla, que la acompañaban, y sus manos temblaron al sujetar los dos extremos de una nudosa cuerda. Tenía los dedos como plomo, torpes y desobedientes a causa del frío que se había adueñado de la habitación. Pero ella desafiaba la baja temperatura alimentándose con la ira que aún ardía en su corazón como un fuego refrenado. Primero había sentido gran enojo hacia Gamora, y luego contra sí misma. Ahora se dijo que debía canalizar sus sentimientos hacia otra persona, y en su mente se dibujó la imagen de Kyre. Sintió la necesidad de arrojarse contra ella cual perro hambriento, y respiró profundamente, almacenando en sus pulmones tanto aire como pudo, como si temiera quedarse sin él.
Le dolían los huesos, y hubiese querido olvidar esa nueva prueba de fuerza, abandonarla y dormir. Pero no podía ser. Había iniciado la empresa y era preciso llevarla a cabo. Rechazar la responsabilidad habría significado admitir la derrota, y para eso no tendría consuelo.
«¡Experimenta el odio! —se dijo a sí misma, con furia—. ¡Aliméntalo, y extrae fuerza y solaz de él! Puedes hacerlo, ¡tienes que hacerlo! Siente la rabia… Y, aunque no te quede nada más, ¡siéntela!…»
Los puños de Simorth se cerraron todavía más alrededor de la cuerda llena de nudos. Y después, con lenta e implacable deliberación, empezó a enrollarla una y otra vez alrededor de sus manos, formando complicados diseños, mientras sus labios pronunciaban las silenciosas y horribles palabras de un encantamiento.
Kyre creía que avanzaba hacia el sur, lejos de las severas ruinas situadas junto al agua y en dirección a los acantilados más altos, que en su opinión ofrecerían una mayor protección. El murmullo del mar sonaba más cerca, aunque él era incapaz de calcular a qué distancia se hallaba de la orilla. y de pronto tropezó, porque sus pies habían pisado los guijarros.
¿Acaso no había caminado él en la dirección opuesta? ¡Lo habría jurado! Kyre se detuvo, abatido, y escudriñó lo que tenía delante, rezando en silencio por que estuviera equivocado y no tropezara con lo que tanto temía.