Estaba enterado de lo que ella intentaba hacer y del riesgo que eso representaba. Sin embargo, rehuía su presencia.
Una vez en lo alto de la escalera, enfiló un corredor en dirección a la más lejana de las tres torres del castillo, donde se encontraban sus aposentos particulares.
Aún le quedaban otros estrechos peldaños que vencer, para llegar hasta allí. A intervalos habían colocado lámparas sujetas a unas cadenas colgantes, en esfera de su retorno. Al menos había alguien que todavía tenía fe en ella. Simorh continuó la subida sin detenerse a contemplar, desde las angostas ventanas de la torre, el vertiginoso panorama de la ciudad y la línea de la costa. Finalmente alcanzó la blanca puerta, en la que había un ojo pintado. Apenas hubo tocado su mano la aldaba, cuando la puerta fue abierta por dentro y, en medio de la oscuridad reinante en la estancia, apareció el delgado rostro de una muchacha, con rasgos de duende, y aparentemente muy nerviosa.
—¡Princesa!
Alivio y ansia animaron la voz de la jovencita y, cuando Simorh entró en el umbrío aposento, cayó sobre una rodilla y besó el dobladillo de la fina túnica de su señora.
La soberana le dedicó una triste sonrisa.
—¡Levántate, Falla! No necesito tantas formalidades. ¿Está Thean?
—Sí, señora.
Falla se apresuró a encender una lámpara, y un cálido resplandor surcado de suaves sombras dio vida a la estancia.
—Las dos velamos por turnos, como vos ordenasteis.
La joven hizo una pausa y miró atrás, con los enormes y negros ojos enmarcados por su pálido rostro y un corto y oscuro cabello.
—¡Me siento tan feliz de veros a salvo! —añadió.
«Quizá no lo seas tanto, cuando esto haya pasado», pensó Simorh, pero se limitó a hacer un gesto afirmativo y dijo:
—Gracias, Falla. Ve en busca de Thean y explícale que vuestra guardia ha terminado. Estoy muy fatigada…
La muchacha desapareció en un arco cubierto por una cortina y regresó a los pocos momentos, seguida de Thean.
La segunda protegida de Simorh era rubia y más alta que su compañera, y sus azules ojos, normalmente vivaces, se veían ahora opacos y con las pupilas dilatadas por efecto del incienso narcótico que había ayudado a las dos jóvenes a mantener su vigilia.
—¡Princesa!
Como Falla, Thean se arrodilló y besó el borde del ropaje de Simorh. Pero, al contrario que su compañera, tuvo el valor suficiente para formular la pregunta que bullía en sus mentes.
—¿Ha salido todo bien?
A Simorh, los miembros le pesaban como el plomo y, en parte por la lógica reacción y, en parte, por el frío pasado a causa de las poco adecuadas prendas, la princesa temblaba de modo espasmódico.
Con un esfuerzo, contestó:
—Sí, Thean. Lo he logrado… Está aquí, en el castillo.
Los ojos de las muchachas se abrieron desmesuradamente, y de nuevo fue Thean la que habló:
—¡Oh, señora!… ¿Lo sabe ya el príncipe?
«El príncipe no lo sabe, ni demuestra el menor interés», pensó Simorh con amargura. Había discutido furiosamente con DiMag sobre la conveniencia de llevar a cabo el plan, y sólo el hecho de que no existía otra solución para vencer la amenaza que pendía sobre Haven le había proporcionado la reluctante autorización de DiMag para lo que consideraba imprescindible hacer. Al príncipe, empero, le costaba ceder, y sin duda se disgustaría todavía más cuando, a la mañana siguiente, tuviera que enfrentarse cara a cara con su creación.
Si
aceptaba verla…
Era evidente que la angustia de Simorh se notaba, porque las jóvenes desplegaron a su alrededor unos cuidados comparables a los de dos gatas para con sus crías. La hicieron pasar por la más baja de las dos puertas que comunicaban con las demás habitaciones, subieron con ella otro breve tramo de escaleras y la condujeron a su alcoba.
—¿Estáis segura de no necesitarnos, señora? —preguntó Falla estudiando el rostro de Simorh con preocupados ojos.
—Estoy segura, Falla. Idos. Tenéis bien merecido el descanso.
Esperó a que la puerta estuviese cerrada y los suaves pasos se alejaran escaleras abajo. Entonces se dirigió a la amplia cama de dosel. Las sábanas olían ligeramente a sal —todo, en aquel descuidado lugar, olía a la sal del mar, aunque ella ya estaba tan acostumbrada que apenas lo notaba— y, una vez acostada, comprobó que casi no tenía fuerzas para taparse con la manta. Del fuego no quedaban ya más que los rescoldos; la marmita emitía un tenue silbido y, cuando Simorh apagó la luz, las sombras de rojos bordes aparecieron junto a su lecho, elevándose sobre ella cual centinelas.
La princesa reflexionó sobre lo conseguido aquella noche y sobre la asustada criatura que había extraído de la nada para darle vida… También pensó en DiMag…
Simorh dio media vuelta en la cama y se apretó un puño contra la boca, con el fin de que sus dos novicias siempre vigilantes, que dormían en la habitación de encima, no la oyeran sollozar.
El ser creado por Simorh despertó entre gritos una hora antes del amanecer, atormentado por una pesadilla que sólo se diluyó en las sombras cuando abrió los ojos. Un involuntario reflejo hizo mover sus músculos, y el hombre saltó del desordenado lecho, empapado de sudor, y se lanzó tambaleante a través de aquella habitación circular hasta que sus temblorosas manos encontraron una puerta. Agarró la aldaba y tiró de ella hasta tener las uñas ensangrentadas, pero la puerta no cedía.
Al fin, retrocedió. No sabía dónde estaba, pero comprendía, aunque fuese a un nivel animal, que le habían encerrado. Aún medio atontado por el sueño y por la pesadilla, se halló de pronto ante una ventana tan estrecha que más bien era sólo una aspillera, y la impresión producida por el contacto de su piel contra la fría piedra reavivó su decaído ánimo. Logró hacer memoria y, al mismo tiempo que se frotaba los ojos, contempló la vista desde el castillo.
La bruma ascendida del mar después de ponerse la Luna, era ahora más espesa y se extendía cual lechosa capa, resplandeciendo a través de ella la débil claridad del alba. Muy cerca, una torre asomaba de la niebla, incorpórea y flotante, y a poca distancia del tejado había una ventana, abierta como la boca de un idiota, mientras que abajo, muy abajo, el joven creyó distinguir las fantasmales luces verdosas de la ciudad.
Se retiró al fin del ventanuco, excitado al comprobar que los fragmentos de sus recuerdos se fundían para formar un cuadro más completo. Estaba prisionero en lo que quedaba de una ciudad costera llamada Haven. Eso le constaba. y había sido traído —mediante las brujerías de una mujer cuyo nombre era Simorh, y que parecía ser princesa de alguna dinastía allí reinante. Pero, aparte de estos meros hechos, no sabía nada de sí mismo, ni de sus orígenes, ni tampoco del mundo en que le tocaba vivir… Si debía creer en las palabras de la extraña mujer, no había existido en absoluto hasta la noche anterior.
Afirmaba ella ser su creadora, y él no tenía con qué contradecirla.
Sin embargo, en su interior vibró una cuerda… Quizá no tuviese nombre ni memoria, pero no se consideraba algo nulo. Muy escondida dentro de sí, aleteaba una propia identidad que Simorh no había creado, y con la que no habría de poder. Estaba seguro de ello, y esa seguridad le enfurecía y asustaba a la vez.
Necesitaba
descubrir la verdad, pero… por lo poco que había conocido a la gente de Haven, nada averiguaría a través de ella.
Eran demasiadas las facetas, en su mayoría desagradables, para que él pudiese hacerles frente. Además se sentía terriblemente cansado y ansiaba dormir más, libre de los angustiosos sueños que le habían martirizado durante la noche. Al menos tenía un cobijo caliente; vivía y, aunque de manera un tanto rara, prosperaba. Lo más conveniente para él sería, a no dudarlo, resistir de un modo u otro hasta que pudiera averiguar algo referente a sus circunstancias.
Volvió a tenderse en la cama y se tapó con la basta pero práctica manta. Un ligero olor a mar penetró en su nariz, como si el peso y el calor de su cuerpo hubiesen contagiado al ambiente un cierto aire marino. Aquel efluvio ya le resultaba familiar y confortante, aunque frío, y cerró los ojos con una pequeña sensación de alivio. Le invadió pronto el sueño, y esta vez ya no tuvo pesadillas.
Cuando despertó de nuevo, la pálida madrugada había dado paso al pleno día, y una apagada luz, carente de color, bañaba la estancia. El hombre se incorporó, tuvo perfecta conciencia de dónde estaba y recordó el despertar previo, que le había hecho decidir no volver a caer en la misma desorientación y en el pánico. Respiró profundamente varias veces y las contó. Luego, ya más calmado, bajó de la cama.
La ventana era un simple rectángulo blanco. La niebla se había espesado, a medida que avanzaba la mañana, y la luz que se filtraba era tan débil, que transformaba todas las formas de la habitación en algo irreal. Durante unos segundos permaneció de pie sobre las heladas losas, sin saber qué hacer. Pero entonces vio que, mientras él dormía, alguien había entrado en el cuarto, porque en una silla próxima a la ventana había una camisa de hilo y un par de pantalones. Tomó las prendas, las tocó y espontáneamente se le ocurrió que…
podrían haberle proporcionado algo mejor
.
Tal pensamiento le abandonó tan deprisa como le había llegado, y le dejó confundido. ¿Qué sabía él de aquella gente…, de sus captores, dicho más exactamente? En consecuencia, ¿era lógico que se sintiera decepcionado y hasta cierto punto insultado por la ropa que le daban?
Se encogió de hombros. Si eso formaba parte del rompecabezas, poco podía importar. El aire era húmedo y cortante, y agradeció tener qué ponerse, ya fuesen ropas de campesino o de príncipe.
Las prendas le caían sorprendentemente bien, aunque el género de la camisa, sobre todo, le resultara extraño, ya que le producía una ligera irritación en la musculatura de la espalda. Encima de la silla encontró asimismo un ancho cinturón de cuero cuya hebilla tenía la forma de un astro con muchos rayos y cara de gárgola, como una imagen solar grotescamente estilizada. Se lo puso e, instintivamente, buscó un espejo en que mirarse.
Pero no había ningún espejo en la habitación. Había olvidado la orden dada por Simorh al musculoso guerrero llamado Vaoran, y ahora la recordó de súbito. ¿Por qué tenía aquella mujer tanto interés en que él no se viera? ¿Tan horrible era? ¿O acaso temía que su propia efigie le trajera recuerdos que ella prefería dejar dormidos?
El hombre se llevó unos dedos tentativos a las mejillas, a la nariz, a las cejas… Por lo que pudo juzgar, en sus rasgos no había nada raro. No halló cicatrices ni deformidades. Se pasó luego un mechón de pelo por encima del hombro para verlo: era de un rojo asombrosamente vivo, pero el infrecuente color no despertó en él ningún recuerdo. Aparte de ese detalle, no sabía en absoluto cómo era, y si bien dentro de su gran problema no tenía eso la menor importancia, ahora le interesaba más que cualquier otra cosa.
Se volvió hacia la ventana, preguntándose si el empañado vidrio reflejaría su imagen, pero antes de que pudiera acercarse más, alguien llamó a la puerta.
Miró bruscamente en aquella dirección, pero la puerta no se abrió. Después de una pausa, hubo otra llamada. El sirviente, mayordomo o quien fuese, respetaba más su retiro que el anónimo visitante de la madrugada, y eso le permitió relajarse un poco.
—Adelante —dijo, con una voz que a él mismo le resultaba todavía extraña, pero el momentáneo estremecimiento cesó cuando la llave rechinó en la cerradura y la puerta se abrió al fin.
La niña que cruzó el umbral llevaba un sencillo vestido de hilo y, para protegerse del frío, se cubría con un grueso mantón tejido. Tenía la cara pequeña y en forma de corazón. Los ojos, grandes y grises, quedaban enmarcados por un revoltijo de oscuros bucles. Sostenían sus manos, con mucho cuidado, una bandeja cubierta, y en sus bracitos brillaban sendas pulseras. No contaría la chiquilla más de nueve o diez años.
—Buenos días —saludó, con extraordinario aplomo para su edad—. Tú debes de ser Kyre.
Él contestó perplejo, aunque dominándose cuanto le fue posible:
—Te equivocas, mi pequeña dama. Aquí no hay nadie de ese nombre.
La niña frunció el entrecejo, vaciló, entró en la habitación y, ya muy segura, depositó la bandeja sobre la mesa que había junto al lecho.
—No puedo equivocarme. El mayordomo me dijo que te encontraría en la Torre del Amanecer, que es ésta… —afirmó, a la vez que miraba al hombre con franca curiosidad—. ¿No eres tú el que fue traído del templo la noche pasada?
Un singular frío pareció apoderarse de las venas del hombre, que asintió sin darse apenas cuenta de lo que hacía.
—Entonces eres Kyre —dijo la pequeña, retrocediendo un paso o dos para examinarle mejor, y después sonrió—. Debieras de estar orgulloso de tener ese nombre. ¿Te gusta?
—No… no lo sé… Se esforzaba él en recordar algo, pero no había nada. El nombre no le resultaba familiar en absoluto.
—Nunca lo había oído —agregó—. Significa «Lobo del Sol» en la lengua antigua —explicó la niña—. ¿Conoces la lengua antigua, Kyre?
¿La lengua antigua? El hombre meneó la cabeza.
—No.
—Pues yo sí. Un poco, por lo menos… Mi preceptor dice que se ha perdido tanto, que nadie volverá a hablarla como es debido. Sin embargo, yo intento aprenderla.
Ky
quiere decir lobo, y
Re
es sol. Kyre…
La chiquilla parecía repetir el nombre porque, simplemente, su sonido le agradaba, pero ni siquiera aquello sirvió para avivar la memoria del hombre, que se limitó a devolverle la mirada hasta que ella se echó a reír, muy segura de sí misma, y sus pálidas mejillas se arrebolaron un poco.
—Mi preceptor también dice que charlo demasiado, como la lluvia cuando cae por las gárgolas. Lo siento… —parloteó, a la vez que se alisaba el vestido, y luego, con gran formalidad, le tendió una mano—. Me llamo Gamora —añadió.
—Gamora.
Los dedos de ambos se asieron, y él sintió el deseo de sonreír. Se preguntaba si aquella niña, con su sorprendente mezcla de ingenuidad e intento de sofisticación, respondería a lo que él tanto ansiaba averiguar.
—¿Vives en este castillo, Gamora?
La expresión de la criatura se oscureció.
—¡Claro que sí!
Era evidente que había esperado que él supiera más acerca de su persona. Por eso dijo algo picada: