Se encontraba en medio de un lecho de cascotes y escombros, rodeado de las elevadas y esqueléticas ruinas de lo que en otro tiempo debió de ser una maciza construcción. Astillados pilares de piedra penetraban cual cuchillos en el cielo verdinegro, podridos ventanales se abrían ciegos a la oscuridad, y las lapas y las algas cubrían los viejos arbotantes, dándoles extrañas y retorcidas formas. y en el centro de las ruinas destacaba una gibosa e informe plancha de roca, surcada de venas de increíble color, que incontables siglos atrás debió de ser posiblemente un altar votivo.
Un viento frío y sinuoso murmuraba entre las quebradas piedras, y bajo su sonido se percibía un quejumbroso susurro que crecía y menguaba a un ritmo mesmérico. El mar… Había sal en el aire, sal hiriente en las ventanas de la nariz del joven, que se estremeció al verse asaltado por una inquietante sensación de recuerdo.
—¡Date prisa! —resonó la imponente voz de Simorh entre los destrozados muros—. ¡Nos queda poco tiempo!
A la gélida media luz, aquella mujer habría podido parecer insubstancial de no ser por el broncíneo resplandor de sus cabellos. Le llamó con gestos rápidos y extrañamente faltos de gracia, y él echó a andar tras ella, como pudo, entre los escombros.
Pero se detuvo, de pronto, al verse envuelto en un chorro de luz helada.
El enorme y agujereado satélite que giraba alrededor del mundo se había escondido detrás de uno de los escasos muros todavía en pie, pero al moverse él, quedó en su campo visual: un solitario ojo gris plateado y triste que le miraba a través del mellado marco de una ventana arqueada. El hombre permaneció atónito, devolviéndole la mirada al satélite a la vez que le invadía una sensación de terror. Al instante, Simorh apareció a su lado y le tiró de la manga con furia.
—¡Date prisa! ¡Muévete de una vez, maldito! ¡Tenemos que irnos!
El esplendor de la Luna se rompió. Meneó él la cabeza, miró a la mujer y vio reflejado en sus ojos el enfermizo color del satélite. Por un motivo que no acababa de comprender, la mirada de Simorh le hacía retroceder, pero él respondió a sus prisas y, atropelladamente, dejaron atrás los escombros para salir por fin a una estrecha playa de guijarros, cuya orilla era besada por un liso mar de color de hierro.
Simorh se detuvo a tomar aliento y, luego, miró por encima del hombro la monstruosa Luna que, ahora que habían abandonado las ruinas, pendía solitaria en el cielo nocturno.
—¡Aprisa! —dijo con más dulzura—. Pronto estará inundada la playa. Hemos de llegar a tierra firme antes que la marea.
La estrecha franja representaba una escasa protección contra la arrolladora marea. Pequeñas olas orladas de blanco la lamían ya, empapando la inestable masa de pizarra y guijarros. Simorh avanzó a lo largo de la orilla mientras el viento parecía querer arrebatarle la túnica y ésta la envolvía de manera casi etérea. Nuevamente, él creyó no tener elección, y la siguió. El suelo era resbaladizo, cambiante y traidor, aunque las lisas piedras resultaban menos dolorosas para los pies que los escombros de las ruinas. A su izquierda, el mar se extendía sin límite hasta un hostil y lejano horizonte. Después de una primera mirada, prefirió mantener la vista apartada de él. A la derecha, unos farallones de poca altura, casi desmoronados, se escondían tras una tenue neblina, y la marea fluía entre ellos y la tierra firme cual lento río. Delante, la niebla parecía más densa y escondía la desconocida meta a la que Simorh le conducía, si bien el joven había vislumbrado una elevación entre los desmigajados riscos, así como el engañoso parpadeo de una luz muy distante. De repente, un violento temor volvió a apoderarse de él. Sentía que avanzaba hacia algo que no entendía ni deseaba, pero con lo que debía enfrentarse. Intentó llamar a la maga, que de momento era su único punto de referencia en tan misterioso mundo, pero las palabras quedaron atrapadas en su garganta. Susurraba el viento y el mar se había apaciguado. Si no quería ahogarse, sólo le restaba seguir a la mujer.
Simorh se detuvo y miró hacia atrás, pálida como un cadáver bajo el resplandor de aquella triste Luna.
—¡Date prisa! —repitió con una voz que casi se perdió en la inmensidad de la noche. Él se ciñó la capa al cuerpo y echó a andar detrás de ella con toda la rapidez posible.
La franja de guijarros terminaba en un suave descenso hacia la arena de una amplia bahía desierta. Al otro extremo, los riscos se convertían en poderosos farallones, y la playa —allí todavía libre de la creciente marea— se alargaba hasta una lejanía difícil de calcular. Simorh se detuvo otra vez para esperar a que la alcanzara, y luego levantó un brazo señalando tierra adentro.
—¡Por ahí!
Y emprendió el camino sin aguardar respuesta, como si no estuviera dispuesta a permanecer más tiempo del estrictamente necesario sobre la fina y blanca arena. Él la siguió, ahora ya fatigado, y a través de la reptante niebla divisó de nuevo el inestable resplandor de unas luces semejantes a fuegos fatuos, allí donde la arena volvía a ceder el paso a las rocas. Súbitamente, el joven se dio cuenta de que no se acercaban a una desnuda pared de roca, sino a una absurda confusión de muros y edificios labrados en la misma piedra, que se extendía hacia la cumbre de los farallones. Los extraños fuegos fatuos no eran nada sobrenatural. Se trataba, sencillamente, de las luces de la puerta de la ciudad. Pero aquella comprobación no le tranquilizó.
—¡Aprisa! —le gritó Simorh nuevamente, con una voz transformada por la niebla, que reducía su figura hasta convertirla en poco más de una oscura sombra—. ¡La Hechicera se está ocultando!
La Luna se había deslizado cielo abajo y ahora asomaba amenazadora por encima de los riscos, envuelta en la bruma y rodeada de un enfermizo halo. Su luz confería al conjunto un tono frío y acerado, y el joven volvió a apartar la vista, angustiado.
Simorh aguardó a que él le diera alcance y, de pronto, le agarró el brazo con una fuerza que le dejó asombrado. Sus uñas se hundieron en el bíceps del joven mientras decía sibilante:
—¡Cuando yo te dé una orden, espero que la obedezcas! No lo olvides… ¡No te atrevas a olvidarlo!
Él la miró sin hablar, y Simorh dio media vuelta con un gesto de exasperación, pero no sin que, antes, el hombre hubiese descubierto el temor que se escondía detrás de la aparente cólera de aquellos ojos. Continuaron en dirección a la ciudad, y la suave arena dio paso a unas desperdigadas rocas. Esas rocas eran diferentes, sin embargo: de bordes lisos, como si hubieran sido labradas por mano humana… y de repente comprendió que formaban el inconfundible perfil de un muro roto.
Una súbita sensación de náusea le obligó a detenerse y alargar el brazo para tocar las corroídas piedras. Habían sido labradas, aunque siglos atrás, y entre los sillares aparecían restos de pizarra. Tragó saliva cuando el fragmento de un recuerdo pasó fugaz por su mente para perderse en el acto.
—Las piedras…
Habló casi antes de darse cuenta, y Simorh se volvió como si alguien la hubiese azotado.
—No son… naturales —agregó él.
El rostro de la mujer no resultó lo suficientemente visible como para leer su expresión, pero todo su cuerpo se tensó.
—No —dijo con sequedad—. No son naturales.
—Entonces…
Simorh le interrumpió bruscamente.
—¡Al diablo, tú y tus continuas preguntas!
Una chispa de rebelión se encendió en él, que insistió tenaz:
—¡Quiero saberlo!
La mujer guardó silencio durante unos momentos, y luego dijo con rudeza:
—¡Está bien! Si es preciso… Hace nueve años, la marea subió dos veces en una noche, sin que hubiese bajamar. Quizá se redujera algo, pero no se llevó la arena que había traído… Estás caminando sobre la tumba de más de media Haven y sus habitantes.
Él palideció, y rápidamente retiró la mano de la fría piedra. La boca de Simorh esbozó una sonrisa burlona, y la niebla formó detrás de ella lo que, en la noche, parecía un ejército de fantasmas.
—Tal vez comprendas, ahora, por qué no me gusta permanecer aquí.
Asintió, sin saber qué contestar. Pero de pronto la arena empezó a quemarle los desnudos pies, y aceleró el paso.
Haven —o lo que quedaba de la ciudad— se hallaba protegida por una elevada muralla de arenisca en la que se abría un amplio arco. Dos faroles ardían con luz verde al amparo de unas pequeñas hornacinas, y al pasar ellos dos por el arco, el hombre pudo dar el primer vistazo a la población que, quisiera o no, iba a ser su hogar.
Haven constituía un confuso desparramo de edificios bajos, retorcidas calles y diminutas plazas que antes se dirían crecidos allí que abiertos en la roca que les servía de base. Por ambos lados le miraban, ciegas, las casas de resquebrajadas ventanas que bordeaban los sinuosos y empinados callejones. La bruma serpenteaba a su alrededor como si fueran manos de fantasmas, disfrazando las sombras para crear misteriosas formas que fluctuaban y desaparecían antes de que pudieran ser vistas con claridad. No se oía más ruido que el que producían sus quedas pisadas, ni había otra señal de vida, humana ni de otro tipo. La quietud y la desolación eran intensas y espectrales.
A medida que ascendían por la ciudad, la sensación de inexplicable miedo que pesaba sobre el hombre desde el momento en que Simorh le arrastrara a este mundo entre gritos, se hacía más fuerte pese a que no encontraba motivo para ello.
Las preguntas se agolpaban en su mente, pero no osaba formularlas.
El hombre trató de verse reflejado en todas las ventanas ante las que pasaba, pero no había ni una sola que no estuviera firmemente cerrada, como si los ocupantes hubiesen abandonado sus moradas largo tiempo atrás, dejándolas a merced del viento y la lluvia.
O como si temieran a la noche… Contemplaba inquieto una de las semidesmoronadas casas cuando descubrió que, delante de ellos, la calle terminaba en una escarpada muralla varias veces más alta que él. Levantó la vista y sólo pudo distinguir la silueta de tres altas torres situadas al otro lado del muro, antes de que una profunda sombra impelida a través del cielo borrara la escena para sumirla en la oscuridad.
—La Hechicera se ha ocultado. Sígueme enseguida por aquí.
Simorh torció hacia una estrecha puerta abierta en la pared y alzó la aldaba. La puerta se abrió y entraron por ella. Varios peldaños conducían a una negrura envuelta en la niebla como en un sudario, y siguieron adelante. Parecían hallarse en un jardín, pero la pobreza del suelo y el incesante azote del aire cargado de sal inutilizaban los esfuerzos del jardinero. Las flores y los arbustos eran escasos y enclenques. De cuando en cuando, un florido macizo destacaba pálido en medio de la oscura maraña, e incontables plantas muertas o moribundas cruzaban su sendero. Al término de los peldaños se vieron delante de un edificio alto, con ventanas y apenas iluminado, que por cada lado se adentraba en las sombras. Ahora se distinguían perfectamente las tres torres que antes divisara el hombre desde la calle, y a éste ya no le cupo duda de que, en cualquier caso, aquel lugar era la sede del poder en Haven.
Simorh empujó con la mano el arqueado portón, que se abrió silencioso para descubrir detrás un amplio vestíbulo solado y techado con piedra veteada de azul, verde, ámbar y plata. De las paredes pendían grandes tapices que un día habrían sido rojos y anaranjados y amarillos, pero que ahora, por efecto de los años y del deterioro, estaban descoloridos y raídos.
La mujer avanzó hacia un tramo de escaleras de piedra que, a la derecha del vestíbulo, ascendía en espiral hasta perderse en la oscuridad. Le faltaba poco para llegar allí, cuando en los peldaños sonaron unas pisadas y, momentos después, apareció un hombre.
Se detuvo al verles, y su expresión fue la de asombro al mirar primero a Simorh y luego al joven que la seguía.
—Princesa… Yo… nosotros no esperábamos…
Contempló de nuevo al desconocido y se lamió los labios con gesto de confusión. Era un hombre recio, de barba y cabellos rubios, quizás unos quince años mayor que Simorh. y se veía que era un guerrero: su macizo cuerpo era puro músculo, y aunque su vestimenta —camisa suelta y calzón, con un largo manto de lana por encima— podía sugerir una vida indolente y confortable, la daga colgada de la cadera indicaba lo contrario.
—Vaoran… —dijo Simorh con mirada fría—. Estabas equivocado.
Todos
lo estabais. ¡Lo conseguí!
—Sí… —los azules ojos de Vaoran se llenaron de inquietud, y su lengua recorrió nuevamente los labios—. Parece ser, señora, que quienes dudamos os debemos ahora una disculpa. Yo, desde luego, deseo ofrecérosla de todo corazón.
Simorh asintió con cansada dignidad.
—Tu disculpa es aceptada. Gracias. Haz el favor de informar de mi regreso al príncipe DiMag y…
El rostro del guerrero se ensombreció inmediatamente.
—El príncipe DiMag se ha retirado a sus habitaciones, señora, dando órdenes estrictas de que no se le moleste.
—¡No seas ridículo, Vaoran!
La boca de Simorh formó una severa línea.
—Con todos mis respetos, princesa, pero no soy quién para discutir o desobedecer las órdenes del príncipe. ¡Creed que lo siento, señora!
Simorh se envaró al oír la respuesta de Vaoran. Extrañado, el ser por ella creado esperaba una reacción violenta, pero no se produjo. Por el contrario, los hombros de la mujer se hundieron con un gesto de derrota, si bien en la manera en que echó la cabeza hacia atrás hubo cierto orgullo.
—Muy bien. Si ésas son vuestras instrucciones, no vamos a discutirlas. Espero que puedas hacerme el favor, en cambio, de mandar conducir a nuestro nuevo huésped a la Torre del Amanecer, y de avisarme tan pronto como el príncipe despierte por la mañana.
—¡Desde luego, señora! —respondió Vaoran con una reverencia.
Luego lanzó otra mirada breve e insegura al desconocido.
—Llamaré aun criado —agregó.
—Y una advertencia, Vaoran. Este hombre hace preguntas. No se te ocurra responder a ellas, o… yo, personalmente, seré responsable de las consecuencias.
Con un último vistazo al ser creado por ella —que parecía constituir más una amenaza que una bendición—, se encaminó rápidamente a la escalera de caracol antes de que ninguno de los dos hombres pudiese pronunciar palabra.
Simorh subió aprisa, consciente de su derrota e intentando apartar de su memoria, en la medida de lo posible, los postreros minutos. Comprobar que, precisamente hoy, DiMag le impedía acudir a su presencia, resultaba muy amargo e incluso doloroso.