Paola sabía que cuando Boi reconocía como buena una huella dactilar, es que lo era. Boi tenía fama como experto dactilógrafo. Viéndole allí lamentó la lenta ruina que había convertido a un excelente forense en un burócrata.
—¿Nada más, doctor?
—Nada más. Ni pelos, ni fibras, nada. Éste hombre es realmente un fantasma. Si llega a usar guantes me hubiera creído que a Cardoso lo mató un espíritu.
—No hay nada de espiritual en esa tráquea reventada, doctor.
El director miró el cadáver con pasmada extrañeza, tal vez reflexionando sobre las palabras de su subordinada o extrayendo sus propias conclusiones. Finalmente le respondió:
—No, no mucho, la verdad.
Paola salió de la habitación, dejando a Boi encargándose de su trabajo. Pero sabía que poco o nada iba a encontrar. Karoski era mortalmente listo y a pesar de su apresuramiento no había dejado nada tras de sí. Sobre su cabeza seguía rondando una inquieta sospecha. Miró a su alrededor. Había llegado Camilo Cirin, acompañado de otra persona. Era un hombrecillo delgaducho y quebradizo en apariencia, pero de mirada tan afilada como su nariz. Cirin se le acercó y le presentó como el magistrado Gianluigi Varone, juez único de la Ciudad del Vaticano. El individuo no le cayó simpático a Paola: parecía una versión cetrina y macilenta de un buitre con chaqueta.
El juez redactaría un atestado para el levantamiento del cadáver, que se llevaría a cabo con el más absoluto secreto. Los dos agentes del
Corpo de Vigilanza
que antes se habían encargado de custodiar la puerta se habían cambiado de ropa. Llevaban sendos monos de trabajo de color negro y guantes de látex. Ellos serían los encargados de limpiar y sellar la habitación tras la salida de Boi y su equipo. Fowler se había sentado en un pequeño banco al extremo del pasillo, y leía en calma su breviario. Cuando Paola se vio libre de Cirin y el magistrado, se acercó al sacerdote y se sentó a su lado. Fowler no pudo evitar una sensación de
deja vu
.
—Bueno,
dottora
. Ahora conoce usted a unos cuantos cardenales más.
Paola se rió, triste. Cuántas cosas habían cambiado en apenas treinta y seis horas, desde que ambos esperaban juntos a la puerta del despacho del Camarlengo. Solo que no estaban ni siquiera un paso más cerca de atrapar a Karoski.
—Creía que las bromas macabras eran territorio del superintendente Dante.
—Ah, y lo son,
dottora
. Sólo estoy de visita.
Paola abrió la boca y la cerró de nuevo. Quería hablarle a Fowler de lo que le rondaba por la cabeza sobre el ritual de Karoski, pero aún no sabía qué es lo que le preocupaba tanto. Decidió esperar hasta meditarlo lo suficiente.
Como Paola tendría ocasión de comprobar amargamente más tarde, aquella decisión sería un tremendo error.
Domus Sancta Marthae
Piazza Santa Marta, 1
Jueves, 7 de abril de 2005. 18:10
Dante y Paola subieron al coche que había traído Boi. El director les dejaría en la morgue antes de continuar hasta la UACV para intentar determinar cuál había sido el arma homicida en cada uno de los escenarios. Fowler iba a subir también al vehículo cuando una voz le llamó desde la puerta de la Domus Sancta Marthae.
—¡Padre Fowler!
El sacerdote se dio la vuelta. Era el cardenal Shaw. Le hacía gestos con la mano y Fowler se acercó.
—Eminencia. Espero que ya se encuentre mejor.
El cardenal le sonrió con afectación.
—Aceptamos con resignación las pruebas que nos manda el Señor. Querido Fowler, quería tener la oportunidad de darle las gracias personalmente por su oportuno rescate.
—Eminencia, cuando llegamos usted ya estaba a salvo.
—¿Quién sabe, quién sabe lo que podría haber hecho ese lunático de haber vuelto? Cuenta usted con todo mi agradecimiento. Me encargaré personalmente de que en la Curia se sepa lo buen soldado que es usted.
—Realmente es innecesario, Eminencia.
—Hijo mío, nunca se sabe cuándo puede usted necesitar un favor. Cuándo va uno a meter la pata. Es importante conseguir puntos, ya lo sabe.
Fowler le miró, inescrutable.
—Claro que, hijo mío… —continuó Shaw—. El agradecimiento de la Curia podría ser aún más completo. Incluso podríamos reclamar su presencia aquí, en el Vaticano. Camilo Cirin parece estar perdiendo reflejos. Tal vez podría ocupar su puesto alguien que se asegurase de que el escándalo se borrara del todo. Que desapareciese
Fowler comenzaba a entender.
—¿Su Eminencia me solicita que pierda algún
expediente
?
El cardenal hizo un gesto de complicidad bastante infantil y bastante incongruente, sobre todo considerando el tema del que estaban tratando. Creía estar consiguiendo lo que quería.
—Exacto, hijo mío, exacto. Los cadáveres no vengan injurias.
El sacerdote sonrió maliciosamente.
—Vaya, una cita de Blake
[31]
. Jamás había oído a un cardenal recitar los
Proverbios del Infierno
.
Shaw se envaró y almidonó la voz. No le gustaba el tono del sacerdote.
—Los caminos del Señor son misteriosos.
—Los caminos del Señor son contrarios a los del Enemigo, Eminencia. Lo aprendí en la escuela, de niño. Y aún no ha perdido validez.
—Los instrumentos de un cirujano a veces se manchan. Y usted es como un bisturí bien afilado, hijo. Digamos que sé que representa más de un interés en éste caso.
—Yo sólo soy un humilde sacerdote —dijo Fowler, fingiendo extrañeza.
—No me cabe duda. Pero en ciertos círculos se habla de sus… habilidades.
—¿Y en esos círculos no se habla también de mi problema con la autoridad, Eminencia?
—Algo de eso hay también. Pero no me cabe duda de que cuando llegue el momento actuará usted como es debido. No permita que el buen nombre de su Iglesia se vea arrastrado por las portadas de los periódicos, hijo.
El sacerdote respondió con un silencio frío y despectivo. El cardenal le dio unos paternalistas golpecitos en la hombrera de la impecable chaqueta de su
clergyman
y descendió el tono de su voz hasta convertirlo en un susurro.
—En estos tiempos que corren, ¿quién no tiene algún secretillo que otro? Podría ser que su nombre apareciera en otros papeles. Por ejemplo, en las citaciones del
Sant'Uffizio
. Una vez más.
Y sin más, se dio la vuelta y volvió a entrar en la Domus Sancta Marthae. Fowler subió al coche, donde le esperaban sus compañeros con el motor en marcha.
—¿Se encuentra bien, padre? No trae buena cara —se interesó Dicanti.
—Perfectamente,
dottora
.
Paola le estudió atentamente. La mentira era patente: Fowler estaba tan pálido como un costal de harina. En aquel momento no aparentaba diez años más de los que tenía.
—¿Qué quería el cardenal Shaw?
Fowler le dedicó a Paola un intento de sonrisa despreocupada, que solo empeoró el conjunto.
—¿Su Eminencia? Ah, nada. Tan solo que le diera recuerdos a un amigo común.
Morgue Municipal
Viernes, 8 de abril de 2005. 01:25
—Comienza a ser una costumbre recibirles de madrugada,
dottora
Dicanti.
Paola replicó algo entre cortés y ausente. Fowler, Dante y el forense estaban a un lado de la mesa de autopsias. Ella estaba enfrente. Los cuatro llevaban las batas azules y los guantes de látex propios de aquel lugar. Encontrarse así por tercera vez en tan pocos días le hizo recordar a la joven en algo que había leído. Algo sobre la recurrencia del infierno. De cómo éste consiste en la repetición. Tal vez en aquellos momentos no tuvieran frente a sí el infierno, pero desde luego contemplaban las pruebas de su existencia.
El cadáver de Cardoso daba más miedo así, sobre la mesa. Lavado de la sangre que lo cubría horas atrás, era una muñeca blanca con terribles heridas secas. El cardenal había sido un hombre delgado, y tras la pérdida de sangre su rostro era una máscara hundida y acusadora.
—¿Qué sabemos de él, Dante? —dijo Dicanti.
El superintendente leyó de un pequeño cuadernillo que siempre llevaba en un bolsillo de la chaqueta.
—Geraldo Claudio Cardoso, nacido en 1934, cardenal desde 2001. Reputado defensor de los trabajadores, siempre estuvo al lado de los pobres y los sin hogar. Antes de ser cardenal ganó amplia reputación en la diócesis de Santo José. Allí tienen las fábricas más importantes de Suramérica —aquí Dante citó las dos marcas de coches más famosas del mundo—. Siempre actuó como vínculo entre el obrero y la empresa. Los trabajadores le amaban, le llamaban «el obispo sindical». Era miembro de varias Congregaciones en la Curia Romana.
Ésta vez, incluso el forense guardó silencio. Había despiezado a Robayra con una sonrisa en los labios, burlándose de la falta de aguante de Pontiero. Horas después sobre su mesa estaba el hombre del que se había burlado. Y al día siguiente, otro de los purpurados. Un hombre que, al menos sobre el papel, había hecho mucho bien. Se preguntaba si habría coherencia entre la biografía oficial y la oficiosa, pero fue Fowler quien finalmente trasladó la pregunta a Dante.
—Superintendente, ¿hay algo más aparte del resumen de Prensa?
—Padre Fowler, no cometa el error de pensar que todos los hombres de nuestra Santa Madre Iglesia llevan una doble vida.
—Procuraré recordarlo —Fowler tenía el rostro rígido—. Y ahora, por favor, respóndame.
Dante fingió pensar, mientras crujía su cuello, izquierda y derecha, su gesto característico. Paola tuvo la sensación de que o bien conocía la respuesta o bien venía preparado para la pregunta.
—Hice algunas llamadas. Casi todo el mundo corrobora la versión oficial. Tuvo algunos deslices sin importancia, nada reseñable al parecer. Algún escarceo con la marihuana de joven, antes de ser sacerdote. Afiliaciones políticas un poco dudosas en la universidad, pero nada más. Ya como cardenal tuvo algún encontronazo con algunos colegas de la Curia, ya que era defensor de un grupo no muy bien visto en la Curia: los carismáticos
[32]
. En líneas generales era un buen tipo.
—Como los otros dos —dijo Fowler.
—Eso parece.
—¿Qué puede decirnos del arma homicida, doctor? —intervino Paola.
El forense señaló el cuello de la víctima y luego los cortes en el pecho.
—Es un objeto cortante de borde liso, probablemente un cuchillo de cocina no muy grande pero sí muy afilado. En los anteriores casos me guardé mi opinión, pero después de haber visto los moldes de las incisiones creo que usó el mismo instrumento en las tres ocasiones.
Paola tomó buena nota de ello.
—
Dottora
—dijo Fowler—. ¿Cree que hay alguna posibilidad de que Karoski intente algo durante el funeral de Wojtyla?
—Demonios, no lo sé. La seguridad alrededor de la Domus Sancta Marthae se habrá sin duda reforzado…
—Por supuesto —se jactó Dante—. Están tan encerrados que ni siquiera sabrán si es de día sin mirar la hora.
—…aunque la seguridad también era elevada antes y sirvió de poco. Karoski ha demostrado unos recursos y una sangre fría increíbles. Sinceramente, no tengo ni idea. No se si intentará algo, aunque lo dudo. En ésta ocasión no ha podido completar su ritual ni dejarnos un mensaje sangriento como en los otros dos casos.
—Lo cual significa que hemos perdido una pista —se quejó Fowler.
—Si, pero al mismo tiempo esa circunstancia debería ponerle nervioso y hacerle vulnerable. Pero con éste cabrón nunca se sabe.
—Tendremos que estar muy atentos para proteger a los cardenales —dijo Dante.
—No solo para protegerles, sino para buscarle. Aunque no intente nada, estará allí, mirándonos y riéndose. Podría jugarme el cuello.
Plaza de San Pedro
Viernes, 8 de abril de 2005. 10:15
El funeral de Juan Pablo II transcurrió con tediosa normalidad. Todo lo normal que pueda ser el funeral del líder religioso de más de mil millones de personas al que asistan algunos de los jefes de estado y de las testas coronadas más importantes de la Tierra. Pero no solo ellos estaban allí. Cientos de miles de personas abarrotaban la Plaza de San Pedro, y detrás de cada uno de aquellos rostros había una historia que bullía tras los ojos de su dueño como un fuego tras las rejas de la chimenea. Algunos de esos rostros tendrían, no obstante una importancia radical en ésta historia.
Uno de ellos era el de Andrea Otero. No vio a Robayra por ninguna parte. La periodista descubrió tres cosas en la azotea a la que se encaramó, junto con otros compañeros de un equipo de televisión alemán. Una, que mirando fijamente con prismáticos te entra un terrible dolor de cabeza a la media hora. Dos, que las nucas de todos los cardenales parecen iguales. Y tres, que sólo había ciento doce purpurados sentados en aquellas sillas. Lo comprobó varias veces. Y la lista de electores que tenía impresa sobre sus rodillas proclamaba que debían ser ciento quince.
Camilo Cirin no se habría sentido nada cómodo si hubiera conocido los pensamientos que ocupaban a Andrea Otero, pero tenía sus propios (y graves) problemas. Viktor Karoski, el asesino en serie de cardenales, era uno de ellos. Pero mientras que Karoski no causó ningún problema a Cirin durante el funeral, sí lo hizo un avión sin identificar que invadió el espacio aéreo del Vaticano en plena celebración. La angustia que dominó a Cirin durante unos momentos recordando los atentados del 11 de septiembre no era menor que la de los pilotos de los tres cazas que fueron en su persecución. Por suerte el alivio llegó minutos después, cuando se descubrió que el piloto del avión sin identificar era un macedonio que había cometido un error. El episodio llevó los nervios de Cirin al límite. Un subordinado cercano comentaría después que escuchó a Cirin levantar la voz por primera vez tras quince años a sus órdenes.
Otro subordinado de Cirin, Fabio Dante, estaba entre el público. Maldecía su suerte porque la gente se apiñaba al paso del féretro con el papa Wojtyla sobre él, y muchos gritaron
Santo subito!
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en sus orejas. Desesperadamente intentaba ver por encima de los carteles y las cabezas, buscando a un fraile carmelita con barba abundante. No fue el que más se alegró de que terminara el funeral, pero casi.
El padre Fowler fue uno de los muchos sacerdotes que repartieron la comunión entre el público, y en más de una ocasión creyó ver la cara de Karoski en la persona que iba a recibir el cuerpo de Cristo de sus manos. Mientras cientos de personas desfilaban delante de él para recibir a Dios, Fowler rezaba por dos motivos: uno era la causa que le había llevado a Roma y el otro era pedir iluminación y fortaleza al Todopoderoso ante lo que había hallado en la Ciudad Eterna.