Espía de Dios (25 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

Ignorante de que Fowler pedía ayuda al Creador en buena parte por causa de ella, Paola escrutaba los rostros de la multitud desde la escalinata de San Pedro. Se había colocado en una esquina, pero no rezó. Nunca lo hacía. Tampoco miraba a la gente con mucha atención, pues al cabo de un rato todas las caras le parecían iguales. Lo que hacía era pensar en los motivos de un monstruo.

El doctor Boi se situó delante de varios monitores de televisión con Angelo, el escultor forense de la UACV. Recibían la imagen directa de las cámaras de la RAI que había sobre la Plaza, antes de que pasaran por realización. Allí montaron su propia caza, de la que obtuvieron un dolor de cabeza parecido al de Andrea Otero. Del «ingeniero», como lo seguía llamando Angelo en su afortunada ignorancia, ni rastro.

En la explanada, agentes del Servicio Secreto de George Bush llegaron a las manos con agentes de la
Vigilanza
cuando éstos no le permitieron el paso a aquellos en la Plaza. Para aquellos que conozcan, aunque sólo sea de oídas, la labor del Servicio Secreto, resultará insólito que, durante aquel día se quedaran fuera. Nadie, nunca, en ningún lugar, les había negado el paso tan rotundamente. Desde la
Vigilanza
se les negó el permiso. Y, por mucho que insistieron, fuera se quedaron.

Viktor Karoski asistió al funeral de Juan Pablo II con suma devoción, rezando en voz alta. Cantó con una voz hermosa y profunda en los momentos apropiados. Vertió una lágrima muy sincera. Hizo planes para el futuro.

Nadie se fijó en él.

Sala de Prensa del Vaticano

Viernes, 8 de abril de 2005. 18:25

Andrea Otero llegó a la rueda de Prensa con la lengua fuera. No solo por el calor, sino porque se había dejado el carné de Prensa en el hotel y había tenido que pedirle al asombrado taxista que diera media vuelta para recogerlo. El descuido no fue crítico porque había salido con una hora de antelación. Quería llegar antes de tiempo para poder hablar con el portavoz del Vaticano, Joaquín Balcells, sobre la «evaporación» del cardenal Robayra. Todos los intentos de localizarle que había hecho habían sido infructuosos.

La sala de Prensa estaba en un anexo al gran auditorio construido durante el gobierno de Juan Pablo II. Un edificio modernísimo, con más de seis mil asientos de capacidad, que siempre estaba lleno a rebosar los miércoles, el día de la audiencia del Santo Padre. La puerta de entrada daba directamente a la calle, y quedaba justo al lado del palacio del
Sant'Uffizio
.

La sala en sí era una estancia con asientos para ciento ochenta y cinco personas. Andrea creyó que llegando quince minutos antes de la hora tendría un buen sitio para sentarse, pero era evidente que más de trescientos periodistas habían tenido la misma idea. Tampoco era tan sorprendente que la sala se quedara pequeña. Había 3042 medios de comunicación de noventa países acreditados para cubrir el funeral que se había celebrado aquella mañana y el Cónclave. Más de dos mil millones de seres humanos, la mitad de ellos católicos, se habían despedido en la comodidad de sus salas de estar del difunto Papa aquella misma mañana.
Y yo estoy aquí. Yo, Andrea Otero
. Ja, si pudieran verla ahora sus compañeras de la facultad de Periodismo.

Bueno, estaba en la rueda de Prensa en la que les iban a explicar cómo transcurriría el Cónclave, pero sin sitio para sentarse. Se apoyó como pudo cerca de la puerta. Era la única entrada, así que cuando llegara Balcells podría abordarle.

Repasó con calma sus notas acerca del portavoz. Era un médico reconvertido a periodista. Numerario del Opus Dei, nacido en Cartagena y, según todos los datos, un tipo serio y muy frío. Estaba a punto de cumplir setenta años, y las fuentes extraoficiales (de las que Andrea se solía fiar a pies juntillas) le señalaban como una de las personas más poderosas del Vaticano. Llevaba años recibiendo de los mismos labios del Papa las informaciones y dándoles forma ante el gran público. Si decidía que una cosa era secreta, secreta sería. Con Balcells no cabían filtraciones. Su curriculum era impresionante. Andrea leyó los premios y medallas que le habían otorgado. Comendador de esto, Encomienda de lo otro, Gran Cruz de aquello… Las distinciones ocupaban dos folios, a premio por línea. No parecía que fuera a ser un hueso fácil de roer.

Pero yo tengo los dientes duros, maldita sea.

Estaba ocupada intentando escuchar sus pensamientos por encima del creciente murmullo de las voces, cuando la sala explotó en una cacofonía atroz.

Primero fue uno solo, como la gota solitaria que anuncia la llovizna. Luego tres o cuatro. Después llegó la gran zarabanda de pitidos y tonos diferentes.

Parecía que decenas de móviles estaban sonando a la vez. El estrépito duró en total cuarenta segundos. Todos los periodistas echaron mano de sus terminales y menearon la cabeza. Se oyeron algunas quejas en voz alta.

—Chicos, un cuarto de hora de retraso. A éste tiempo no nos va a dar tiempo a editar.

Andrea escuchó una voz en castellano a unos metros. Se abrió paso a codazos y comprobó que era una compañera de piel tostada y delicadas facciones. Por su acento dedujo que era mexicana.

—Hola, ¿qué tal? Soy Andrea Otero, de El Globo. ¿Oye, podrías decirme por qué han sonado todos los móviles a la vez?

La mexicana sonrió y le enseñó su teléfono.

—Mira el mensaje de la oficina de Prensa del Vaticano. Nos envían un SMS a todos cada vez que hay una noticia importante. Es una práctica de lo más moderna, así nos tienen informados. La única pena es que resulta molesto cuando estamos todos juntos. Este último avisa de que el señor Balcells va a verse demorado.

Andrea se admiró de la inteligencia de la medida. Administrar la información a miles de periodistas no podía ser sencillo.

—No me digas que no te has dado de alta en el servicio de celulares —se extrañó la mexicana.

—Pues… aún no. Nadie me ha advertido de nada.

—Bueno, no te preocupes. ¿Ves a esa chica de ahí?

—¿La rubia?

—No, la de chaqueta gris, que lleva una carpeta en la mano. Acércate a ella y dile que te apunte en el servicio de celulares. En menos de media hora te tendrán en su base de datos.

Andrea así lo hizo. Alcanzó a la chica y le chapurreo todos sus datos. La chica le pidió su tarjeta de acreditación e introdujo el número de su móvil en una agenda electrónica.

—Está conectada con la central —dijo presumiendo de tecnología con cansada sonrisa—. ¿En que idioma prefiere recibir las comunicaciones del Vaticano?

—En español.

—¿Español tradicional o variantes de algún país de habla hispana?

—El de toda la vida —dijo en castellano.


Scusi?
—se extrañó la otra, en perfecto (y desdeñoso) italiano.

—Perdone. En español tradicional, por favor.

—En unos cincuenta minutos estará dada de alta en el servicio. Sólo necesito que me firme éste impreso, si es tan amable, autorizándonos a enviarle la información.

La periodista garabateó su nombre al final de la hoja que la chica había extraído de su carpeta sin apenas mirarla y se despidió de ella, dándole las gracias.

Volvió a su sitio e intentó leer algo más sobre Balcells, pero un rumor anunció la llegada del portavoz. Andrea volvió su atención hacia la puerta principal, pero el español había entrado por una puerta pequeña, disimulada tras la tarima a la que ahora estaba subido. Con gesto calmo fingía ordenar sus notas, dando tiempo a que los operadores de cámara le encuadraran y los periodistas se sentaran.

Andrea maldijo su mala suerte y se abrió paso a codazos hasta la tarima, donde el portavoz aguardaba tras un atril. A duras penas consiguió alcanzarla. Mientras el resto de sus compañeros se sentaban, Andrea se acercó a Balcells.

—Señor Balcells, soy Andrea Otero, del diario El Globo. He estado intentando localizarle toda la semana sin éxito…

—Después.

El portavoz ni siquiera la miró.

—Pero señor Balcells, usted no entiende, necesito contrastar una información…

—Le he dicho que después, señorita. Vamos a empezar.

Andrea estaba atónita. En ningún momento le había dirigido la mirada, y aquello la enfurecía. Estaba demasiado acostumbrada a subyugar a los hombres con el brillo de sus dos faros azules.

—Pero señor Balcells, le recuerdo que pertenezco a un importante diario español…—La periodista intentaba ganar puntos sacando a colación que representaba a un medio español, pero no le sirvió de nada. El otro la miró por primera vez, y en sus ojos había hielo.

—¿Cómo me había dicho que se llamaba?

—Andrea Otero.

—¿De qué medio?

—De El Globo.

—¿Y dónde está Paloma?

Paloma, la corresponsal oficial para los asuntos Vaticanos. La que casualmente había ido un par de días a España y había tenido el detallazo de tener un accidente no mortal de coche para cederle su sitio a Andrea. Mala cosa que Balcells preguntara por ella, mala cosa.

—Pues… no ha venido, ha tenido un problema…

Balcells frunció el ceño como solo un anciano numerario del Opus Dei es físicamente capaz de fruncir el ceño. Andrea retrocedió un poco, sorprendida.

—Jovencita, observe a esas personas que están detrás de usted, por favor —dijo Balcells, señalando las abarrotadas filas de butacas—. Son sus compañeros de la CNN, la BBC, Reuters y otros cien medios de comunicación más. Algunos de ellos ya eran periodistas acreditados en el Vaticano antes de que usted naciera. Y todos ellos aguardan que comience la rueda de Prensa. Haga el favor de ocupar su sitio ahora mismo.

Andrea se dio la vuelta, avergonzada y con las mejillas encarnadas. Los reporteros de la primera fila, sonreían irónicamente. Algunos de ellos parecían tan viejos como la puñetera columnata de Bernini. Mientras intentaba regresar al final de la sala, donde había dejado el maletín que contenía su ordenador, escuchó como Balcells bromeaba en italiano con alguno de los de la primera fila. Unas carcajadas huecas, casi inhumanas, sonaron a sus espaldas. No tuvo la menor duda de que la broma era acerca de ella. Más rostros se volvieron a mirarla y Andrea enrojeció hasta las orejas. Con la cabeza gacha y los brazos extendidos para abrirse paso por el estrecho pasillo hasta la puerta, parecía que estuviera nadando en un mar de cuerpos. Cuando finalmente llegó a su sitio no se limitó a recoger su portátil y darse la vuelta sino que se escurrió por la puerta. La chica que le había tomado los datos la retuvo un instante por el brazo y le advirtió:

—Recuerde que si sale no puede volver a entrar hasta que finalice la rueda de Prensa. La puerta se cierra. Ya sabe, las normas.

Como en el teatro
, pensó Andrea.
Exactamente como en el teatro
.

Se deshizo del agarrón de la chica y salió sin decir palabra. La puerta se cerró a sus espaldas con un sonido que no sirvió para desterrar la vergüenza del alma de Andrea pero que al menos la alivió en parte. Tenía una necesidad desesperada de un cigarrillo y lo buscó como loca en los bolsillos de su elegante cazadora, hasta que sus dedos toparon con la cajita de pastillas de menta que le servían de consuelo en ausencia de su amiga nicotina. Recordó que lo había dejado la semana anterior.

Un momento cojonudo para dejarlo
.

Sacó la caja de pastillas de menta y se tomó tres. Sabían a vómito fresco, pero por lo menos mantenían ocupada la boca. No servían de mucho contra el mono, no obstante.

Muchas veces en el futuro Andrea Otero recordaría aquel momento. Recordaría estar en aquella puerta, apoyada contra las jambas, intentando tranquilizarse y maldiciéndose a si misma por ser tan estúpida, por haberse dejado avergonzar como una adolescente.

Pero no lo recordaría por ese detalle. Lo haría porque el terrible descubrimiento que estuvo a un pelo de matarla y que finalmente le pondría en contacto con el hombre que cambiaría su vida tuvo lugar gracias a que ella decidió esperar a que las pastillas de menta se le disolvieran en la boca antes de salir corriendo. Simplemente para serenarse un poco. ¿Cuánto tiempo tarda en disolverse una pastilla de menta? No mucho. Para Andrea fue una eternidad, sin embargo, pues todo su cuerpo le pedía regresar a la habitación del hotel y meterse debajo de la cama. Pero se obligó a ello, aunque sólo fuera para no verse a sí misma huyendo vencida con el rabo entre las piernas.

Pero aquellas tres pastillas de menta cambiarían su vida (y muy probablemente la historia del mundo occidental, pero eso nunca podrá saberse ¿verdad?) por el sencillo método de encontrarse en El Lugar Adecuado.

Apenas quedaban restos de menta, una fina lámina contra el paladar, cuando un mensajero dobló la esquina de la calle. Llevaba un mono naranja, una gorra a juego, una saca en la mano y mucha prisa. Se dirigió directamente a ella.

—¿Oiga, perdone, esto es la Sala de Prensa?

—Sí, aquí es.

—Tengo una entrega urgente para las siguientes personas: Michael Williams, de la CNN, Bertie Hegrend, de la RTL…

Andrea le interrumpió, con voz de hastío.

—No se moleste, amigo. La rueda de Prensa ya ha empezado. Tendrá que esperar una hora.

El mensajero la miró, con cara de alucinada incomprensión.

—Pero no puede ser. Me dijeron que…

La periodista encontró una especie de maligna satisfacción en trasladar sus problemas a otra persona.

—Ya sabe. Son las normas.

El mensajero se pasó la mano por la cara, con auténtica desesperación.

—No lo entiende, señorita. Ya llevo varios retrasos éste mes. Las entregas urgentes hay que efectuarlas dentro de la hora inmediata a la recogida, o no se cobran. Son diez sobres, a treinta euros el sobre. Si pierdo éste encargo mi agencia podría perder la ruta del Vaticano y seguro que me despiden.

Andrea se ablandó en el acto. Era una buena persona. Impulsiva, irreflexiva y caprichosa, de acuerdo. A veces conseguía sus propósitos con mentiras (y toneladas de suerte), de acuerdo. Pero era una buena persona. Se fijó en el nombre del mensajero, escrito en una tarjeta identificativa que llevaba prendida en el mono. Eso era otra característica de Andrea. Siempre llamaba a la gente por su nombre.

—Oiga, Giuseppe, lo siento pero aunque quisiera no podría abrirle. La puerta solo se abre desde dentro. Si se fija, aquí no hay picaporte ni cerradura.

El otro soltó un bramido de desesperación. Colocó los brazos en jarras, uno a cada lado de su tripa prominente, que se notaba incluso debajo del mono. Estaba intentando pensar. Miró a Andrea por debajo de los ojos. Andrea creía que le miraba los pechos —como mujer había tenido esa desagradable experiencia casi a diario desde que alcanzó la pubertad— pero luego se dio cuenta de que se fijaba en la acreditación que llevaba del cuello.

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