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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #thriller

Espía de Dios (29 page)

—Las más jóvenes primero.

Paola apretó las manos con fuerza. Albert distrajo una mano del teclado y colocó el índice sobre el botón de pánico. Grandes gotas de sudor caían por su frente mientras escribía con la otra mano.

—¡Aquí! ¡Aquí está, por fin! ¡Cinco segundos, Anthony!

Fowler y Dicanti leyeron y memorizaron a toda prisa los nombres y que aparecían en la pantalla. Aún no habían acabado cuando Albert apretó el botón y la pantalla y toda la casa se volvieron negras como el carbón.

—Albert —dijo Fowler en la completa oscuridad.

—¿Si, Anthony?

—¿No tendrás por casualidad unas velas?

—Deberías saber que yo no utilizo sistemas analógicos, Anthony.

Hotel Raphael

Largo Febo, 2

Sábado, 9 de abril de 2005. 03:17

Andrea Otero estaba muy, muy asustada.

¿Asustada? No señor, estoy acojonada.

Lo primero que había hecho cuando llegó al vestíbulo del hotel había sido comprar tres paquetes de tabaco. La nicotina del primer paquete había sido una bendición. Ahora que ya había empezado el segundo, los contornos de la realidad empezaban a estabilizarse. Sentía un mareo ligeramente reconfortante, como un leve arrullo.

Estaba sentada en el suelo de la habitación, con la espalda apoyada contra la pared, abrazándose las piernas con una mano y fumando compulsivamente con la otra. En el otro extremo de la habitación estaba el ordenador portátil, completamente apagado.

Considerando las circunstancias, había actuado correctamente. Después de ver los primeros cuarenta segundos de la película de Víctor Karoski —si es que era su verdadero nombre—, había sentido la necesidad de vomitar. Andrea nunca había sido de las que se reprimen, así que había buscado la papelera más cercana (a toda velocidad y con una mano en la boca, eso si) y había arrojado los tallarines de la comida, el cruasán del desayuno y algo que no recordaba haber comido, pero que debía ser la cena del día anterior. Se preguntó si sería un sacrilegio vomitar en una papelera del Vaticano, y llegó a la conclusión de que no.

Cuando el mundo volvió a dejar de dar vueltas, volvió a la puerta de la sala de Prensa pensando que había armado un follón terrible y que alguien debía de haberla oído. Seguramente ya estarían al caer un par de guardias suizos para detenerla por asalto postal, o como demonios se llamara el abrir un sobre que evidentemente no iba destinado a ti, porque ninguno de aquellos sobres lo iba.

Bueno, verá, señor agente, creí que podría ser una bomba y actué lo más valientemente que pude. Tranquilo, esperaré aquí mientras van a por mi medalla…

Aquello no sería muy creíble. Decididamente, nada creíble. Pero la española no necesitó una versión que contar a sus captores porque no apareció ninguno. Por lo tanto Andrea recogió sus cosas tranquilamente, salió con toda parsimonia del Vaticano dedicando una coqueta sonrisa a los guardias suizos del Arco de las Campanas, que es por donde entran los periodistas, y cruzó la Plaza de San Pedro, libre de gente tras muchos días. Dejó de sentir clavadas las miradas de los Guardias Suizos cuando se bajó del taxi cerca de su hotel. Y dejó de creer que la seguían una media hora después.

Pero no, ni la habían seguido ni era sospechosa de nada. Había tirado a una papelera en la Piazza Navona los nueve sobres que no había abierto aún. No quería que le pillasen con todo aquello encima. Y había subido derechita a su habitación, no sin antes hacer una parada en Estación Nicotina.

Cuando se sintió lo bastante segura, aproximadamente la tercera vez que inspeccionó el jarrón de flores secas de la habitación sin encontrar micrófonos ocultos, volvió a colocar el disco en el portátil y comenzó a ver la película de nuevo.

La primera vez consiguió llegar hasta el minuto uno. La segunda vez, casi la vio entera. A la tercera vez la vio completa, pero tuvo que correr al baño para vomitar el vaso de agua que había tomado al llegar y la bilis que le pudiera quedar dentro. La cuarta vez consiguió serenarse lo suficiente como para convencerse que aquello era muy real, no una cinta del tipo
El proyecto de la bruja de Blair
[35]
. Pero, como ya hemos dicho, Andrea era una periodista muy inteligente, lo que normalmente era a la vez su gran ventaja y su mayor problema. Su gran intuición ya le había dicho que aquello era auténtico desde la primera visualización. Tal vez otro periodista hubiera desdeñado demasiado rápido el DVD, pensando que era falso. Pero Andrea llevaba unos días buscando al cardenal Robayra y con sospechas de que faltaba algún cardenal más. Escuchar el nombre de Robayra en la grabación despejó sus dudas como un pedo de borracho despejaría el té de las cinco en Buckingham Palace. Brutal, sucia y eficazmente.

Vio la grabación una quinta vez, para acostumbrarse a las imágenes. Y una sexta para tomar algunas notas, apenas unos garabatos inconexos en un bloc de notas. Después apagó el ordenador, se sentó lo más lejos posible de él —en un lugar que resultó ser entre la mesa de escritorio y el aire acondicionado— y se abandonó al tabaquismo.

Definitivamente, mal momento para dejar de fumar.

Aquellas imágenes eran una pesadilla. En un primer momento el asco que la envolvía, lo sucia que le habían hecho sentir, eran tan profundos que no pudo reaccionar durante un par de horas. Cuando el pasmo dejó sitio a su cerebro, comenzó a analizar realmente lo que tenía entre manos. Sacó su cuaderno y escribió tres puntos que servirían de claves de un reportaje:

  • 1.
    o
    Un asesino satánico está acabando con Cardenales de la Iglesia Católica.

  • 2.
    o
    La Iglesia Católica, probablemente en colaboración con la Polizia italiana, nos lo está ocultando.

  • 3.
    o
    Casualmente el Cónclave, donde esos cardenales iban a tener una importancia capital, era dentro de nueve días.

Tachó el nueve y lo sustituyó por un ocho. Ya era sábado.

Tenía que escribir un gran reportaje. Un reportaje completo, de tres páginas, con sumarios, entresacados, apoyos y titular en portada. No podía enviar previamente ninguna imagen al periódico porque le quitarían el descubrimiento a toda velocidad. Seguramente el director sacaría de la cama del hospital a Paloma para que el artículo tuviera el peso debido. Tal vez a ella le dejaran firmar uno de los apoyos. Pero si enviaba el reportaje completo al periódico, maquetado y listo para enviar a máquinas, entonces ni el mismo director tendría narices a quitar su firma. No, porque en ese caso Andrea se limitaría a enviar un fax al diario La Nación y otro al diario Alfabeto con el texto completo y las fotos del artículo antes de que lo publicaran. Y al carajo la gran exclusiva (y su trabajo, dicho sea de paso).

Como dice mi hermano Miguel Angel, o follamos todos o la puta al río
.

No es que fuera un símil muy apropiado para una señorita como Andrea Otero, pero quién narices decía que ella era una señorita. No era propio de señoritas el robar la correspondencia como ella había hecho, pero maldita sea si le importaba algo. Ya se veía escribiendo el best seller
Yo descubrí al Asesino de Cardenales
. Cientos de miles de libros con su nombre en portada, entrevistas en todo el mundo, conferencias. Definitivamente, el robo descarado merecía la pena.

Aunque claro, en ocasiones hay que tener cuidado de a quién robas.

Porque aquella nota no la había mandado un gabinete de Prensa. Aquel mensaje lo había enviado un asesino despiadado. Que probablemente contaría con que a aquellas horas su mensaje estaría emitiéndose por todo el mundo.

Consideró sus opciones. Era sábado. Seguramente el que hubiera mandado ese disco no descubriría que no había llegado a su destino hasta por la mañana. Si la agencia de mensajería trabajaba en sábado, que lo dudaba, podrían estar tras su pista en pocas horas, tal vez hacia las diez o las once. Pero dudaba que el mensajero hubiera leído su nombre en la tarjeta. Parecía de los que se preocupan más por lo que había alrededor de la acreditación que de lo que había escrito encima. En el mejor de los casos, si la agencia no abría hasta el lunes, dispondría de dos días. En el peor de los casos, tendría unas pocas horas.

Claro que Andrea había aprendido que lo más sano era actuar siempre en función del peor de los escenarios posibles. Así que redactaría el reportaje inmediatamente. En cuando el artículo estuviera saliendo por las impresoras del redactor jefe y del director en Madrid debería teñirse el pelo, calarse las gafas de sol y salir zumbando del hotel.

Se levantó, armándose de valor. Encendió el portátil e inició el programa de maquetación del periódico. Escribiría directamente sobre la maqueta. Se le daba mucho mejor cuando veía cómo se representarían sus palabras sobre el texto.

Tardó tres cuartos de hora en preparar la maqueta con las tres páginas. Casi estaba terminando cuando sonó su móvil.

¿Quién coño llamará a éste número a las tres de la mañana?

Aquel número sólo lo tenían en el periódico. No se lo había dado a nadie más, ni siquiera a su familia. Así que debía ser alguien de la redacción, por una urgencia. Se levantó y rebuscó en el bolso hasta dar con él. Miró en la pantalla esperando ver la kilométrica exhibición de números que aparecían en el visor cada vez que llamaban desde España, pero en lugar de eso vio que el lugar donde debería figurar la identidad del llamante estaba en blanco. Ni siquiera aparecía «Número desconocido».

Descolgó.

—¿Diga?

Lo único que escuchó fue el tono de comunicando.

Se habrán equivocado de número.

Pero algo en su interior le decía que aquella llamada era importante y que sería mejor que se diese prisa. Volvió al teclado escribiendo más rápido que nunca. Se le coló algún error tipográfico —nunca una falta de ortografía, ella no tenía de eso desde los ocho años— pero ni siquiera volvió atrás para corregirlo. Ya lo harían en el periódico. De repente tenía una tremenda prisa por terminar.

Le llevó cuatro horas el completar el resto del reportaje, horas de búsqueda de datos biografícos y fotografías de los cardenales muertos, noticias, semblanzas y muerte. El artículo contenía varias capturas de pantalla del propio video de Karoski. Alguna de esas imágenes era tan fuerte que le hizo sonrojarse. Qué demonios. Que las censurasen en la redacción si se atrevían.

Se encontraba escribiendo las últimas líneas cuando llamaron a la puerta.

Hotel Raphael

Largo Febo, 2

Sábado, 9 de abril de 2005. 07:58

Andrea miró hacia la puerta como si no hubiera visto una en su vida. Extrajo el disco del ordenador, lo metió en su funda de plástico y lo arrojó dentro de la papelera del cuarto de baño. Volvió a la habitación con el corazón en un puño, deseando que fuera quien fuese se hubiese marchado. Los golpes en la puerta se repitieron, educados pero muy firmes. No podía ser el servicio de limpieza. Apenas eran las ocho de la mañana.

—¿Quién es?

—¿Señorita Otero? Desayuno de bienvenida del hotel.

Andrea abrió la puerta, extrañada.

—Yo no he pedido ningún…

Se interrumpió de golpe, porque aquel no era ninguno de los elegantes botones y camareros del hotel. Era un individuo bajito pero ancho y fornido, que vestía cazadora de cuero y pantalones negros. Iba sin afeitar y sonreía abiertamente.

—¿Señorita Otero? Soy Fabio Dante, superintendente del
Corpo de Vigilanza
del Vaticano. Me gustaría hacerle unas preguntas.

En la mano izquierda sostenía una credencial con su foto bien visible. Andrea la estudió detenidamente. Parecía auténtica.

—Verá, superintendente, en éstos momentos estoy muy cansada y necesito dormir. Venga en otro momento.

Cerró la puerta con desgana, pero el otro interpuso el pie con la habilidad de un vendedor de enciclopedias con familia numerosa. Andrea se vio obligada a seguir en la puerta, mirándole.

—¿No me ha entendido? Necesito dormir.

—Parece que es usted quien no me ha entendido. Necesito hablar con usted urgentemente, porque estoy investigando un robo.

Mierda, ¿cómo han podido encontrarme tan rápido?

Andrea no movió un músculo de su cara, pero por dentro su sistema nervioso pasó del estado de «alarma» al estado de «crisis total». Tenía que capear aquel temporal como fuera, así que se clavó las uñas en las palmas, encogió los dedos de los pies y le indicó al superintendente que pasara.

—No dispongo de mucho tiempo. Tengo que enviar un artículo a mi periódico.

—Un poco pronto para enviar el artículo, ¿verdad? Las máquinas no comenzarán a imprimir hasta dentro de muchas horas.

—Bueno, me gusta hacer las cosas con antelación.

—¿Se trata de alguna noticia especial, quizás? —dijo Dante, dando un paso hacia el portátil de Andrea. Ésta se puso delante de él, bloqueándole el paso.

—Ah, no. Nada especial. Las habituales conjeturas sobre quién será el nuevo Sumo Pontífice.

—Por supuesto. Una cuestión ésta de suma importancia, ¿verdad?

—De suma importancia, en efecto. Pero no da para mucho en cuanto a noticias. Ya sabe, el habitual reportaje de interés humano aquí y allá. No hay muchas noticias últimamente, ¿sabe?

—Y así nos gusta que sea, señorita Otero.

—Exceptuando claro, ese robo del que me hablaba. ¿Qué es lo que les han robado?

—Nada del otro mundo. Unos sobres.

—¿Qué contenían? Seguramente algo muy valioso. ¿La nómina de los cardenales?

—¿Qué le hace pensar que el contenido era de valor?

—Debe serlo, o no habrían enviado a su mejor sabueso tras la pista. ¿Tal vez alguna colección de sellos de correos del Vaticano? He oído que los filatélicos matan por ellos.

—En realidad no eran sellos. ¿Le importa que fume?

—Debería pasarse a las pastillas de menta.

El subinspector olfateó el ambiente.

—Bueno, por lo que huelo usted no sigue sus propios consejos.

—Ha sido una noche dura. Fume, si es que encuentra un cenicero vacío…

Dante encendió un cigarro y exhaló el humo.

—Como le decía, señorita Otero, los sobres no contenían sellos. Se trataba de una información extremadamente confidencial que no debería llegar a manos equivocadas.

—¿Por ejemplo?

—No comprendo. ¿Por ejemplo qué?

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