El obispo de Bridgeport, William Lopes, afirmó que estaba «profundamente entristecido» por la «trágica» muerte de Selznick, añadiendo que el escándalo que preocupa a la rama norteamericana de la Iglesia Católica tiene ahora «múltiples víctimas».
El padre Selznick nació en Nueva York en 1938, y fue ordenado en Bridgeport en 1965. Sirvió en varias parroquias de Connecticut y durante un tiempo breve en la Parroquia de San Juan Vianney en Chiclayo, Perú.
«Cada persona, sin excepción, tiene dignidad y valor a los ojos de Dios, y cada persona necesita y merece nuestra compasión», afirmó Lopes. «Las perturbadoras circunstancias que rodearon su muerte no pueden erradicar todo el bien que hizo», finalizó el obispo.
El director del Instituto Saint Matthew, el padre Canice Conroy, rehusó hacer declaraciones a éste periódico. El padre Anthony Fowler, Director de Nuevos Programas del Instituto, afirmó que el padre Conroy se encontraba «en estado de shock».
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Martes, 5 de abril de 2005. 23:14
La declaración de Fowler fue como un mazazo. Dicanti y Pontiero se quedaron parados, mirando muy fijamente al calvo sacerdote.
—¿Puedo sentarme?
—Hay muchas sillas vacías —señaló Paola—. Escoja usted mismo.
Hizo un gesto hacia el ayudante de Documentación, que se marchó.
Fowler dejó una pequeña bolsa de viaje negra sobre la mesa, con bordes gastados y roídos. Era una bolsa que había visto mucho mundo, que hablaba a voces de los kilómetros que llevaba a cuestas su dueño. Éste la abrió y sacó un abultado portafolio de cartón oscuro, con los bordes doblados y manchas de café. Lo colocó en la mesa y se sentó frente a la inspectora. Dicanti le observó atentamente, reparando en su economía de movimientos, en la energía que transmitían sus ojos negros. Estaba muy intrigada por la procedencia de aquel extraño sacerdote, pero firmemente decidida a no dejarse avasallar, y menos en su propio terreno.
Pontiero cogió una silla, la colocó al revés y se sentó a la izquierda, con las manos en el respaldo. Dicanti tomó nota mental de recordarle que dejara de imitar las películas de Humphrey Bogart. El
vice ispettore
había visto
El halcón maltés
unas trescientas veces. Siempre se colocaba al lado izquierdo de alguien a quien consideraba sospechoso, y fumaba compulsivamente a su lado un Pall Mall sin filtro tras otro.
—De acuerdo, padre. Enséñenos un documento que pruebe su identidad.
Fowler sacó su pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta y se lo tendió a Pontiero. Hizo un gesto de desagrado a la nube de humo que salía del cigarro del subinspector.
—Vaya, vaya. Pasaporte diplomático. ¿Tiene inmunidad, eh? ¿Qué demonios es, una especie de espía? —preguntó Pontiero.
—Soy oficial de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos.
—¿Con qué rango? —dijo Paola.
—Mayor. ¿Le importaría decirle al subinspector Pontiero que deje de fumar a mi lado, por favor? Hace muchos años que lo dejé y no tengo ganas de reincidir.
—Es un adicto al tabaco, mayor Fowler.
—Padre Fowler,
dottora
Dicanti. Estoy… retirado.
—Eh, un momento, ¿cómo sabe mi nombre, padre? ¿O el de la
ispettora
?
La criminalista sonrió, entre curiosa y divertida.
—Bueno, Maurizio, sospecho que el padre Fowler no está tan retirado como él mismo dice.
Fowler le devolvió una sonrisa algo más triste.
—He sido reincorporado al servicio activo recientemente, es cierto. Y curiosamente, la causa de ello han sido mis ocupaciones durante mi vida civil —. Se calló y agitó la mano para alejar el humo.
—¿Y bien? Díganos quién es y donde está ese hijo de puta que le ha hecho esto a un cardenal de la Santa Madre Iglesia para que todos podamos irnos a casa a dormir, listillo.
El sacerdote siguió callado, tan impasible como su alzacuellos. Paola sospechaba que aquel hombre era demasiado duro como para impresionarse con el numerito de Pontiero. Los surcos de su piel dejaban claro que la vida había plantado en ellos muy malas experiencias, y aquellos ojos habían visto enfrente cosas peores que un policía menudo y su maloliente tabaco.
—Basta, Maurizio. Y apaga el cigarro.
Pontiero tiró la colilla al suelo, enfurruñado.
—Muy bien, padre Fowler —dijo Paola, repasando las fotos que había sobre la mesa con las manos, pero con la mirada bien clavada en el sacerdote— me ha dejado claro que usted manda, por ahora. Sabe algo que yo no se, y que necesito saber. Pero está en mi campo, en mi terreno. Usted dirá como lo resolvemos.
—¿Qué le parece si usted empieza elaborando un perfil?
—¿Me puede decir para qué?
—Porque en éste caso no va a necesitar elaborar un perfil para conocer el nombre del asesino. Eso se lo diré yo. En este caso va a necesitar un perfil para saber dónde se encuentra. Y no es lo mismo.
—¿Se trata de un examen, padre? ¿Quiere ver lo buena que es la persona que tiene enfrente? ¿Va a poner en tela de juicio mi capacidad deductiva, como lo hace Boi?
—Creo,
dottora
, que aquí la única que se juzga es usted a sí misma.
Paola respiró hondo e hizo acopio de todo su autocontrol para no gritar, ya que Fowler había puesto el dedo en la llaga. Justo cuando creía que no iba a conseguirlo apareció su jefe por la puerta. Se quedó parado, estudiando atentamente al sacerdote, quién le devolvió el examen. Finalmente, ambos se saludaron con una inclinación de cabeza.
—Padre Fowler.
—Director Boi.
—Me han avisado de su llegada por un canal, digamos, inhabitual. Huelga decir que su presencia aquí es una imposición, pero reconozco que podría sernos de utilidad, si es que mis fuentes no mienten.
—No lo hacen.
—Entonces continúen, por favor.
De niña siempre tuvo la odiosa sensación de que llegaba tarde a un mundo empezado, y esa sensación se repetía en aquel momento. Paola estaba harta de que todo el mundo allí supiera cosas que ella desconocía. Le pediría explicaciones a Boi en cuanto tuviera ocasión. Mientras tanto, decidió tomar ventaja.
—Director, el padre Fowler aquí presente nos ha contado a Pontiero y a mí que conoce la identidad del asesino, pero parece querer un perfil psicológico gratuito del criminal antes de revelarnos su nombre. Personalmente opino que estamos perdiendo un tiempo precioso, pero he decidido jugar a su juego.
Se puso de pie, enérgica, impresionando a los tres hombres que la contemplaban atónitos. Se acercó a la pizarra que ocupaba casi toda la pared del fondo, y comenzó a escribir en ella.
—El asesino es un hombre blanco, con una edad entre 38 y 46 años. Es una persona de estatura media, fuerte e inteligente. Tiene estudios de nivel universitario, y facilidad para los idiomas. Es zurdo, ha recibido una severa educación religiosa y sufrió trastornos o abusos en su infancia. Es inmaduro, su trabajo le somete a una presión por encima de su estabilidad psicológica y afectiva, y sufre una gran represión sexual. Probablemente tenga un historial de violencia importante. No es la primera ni la segunda vez que mata, y por supuesto tampoco será la última. Nos desprecia profundamente, tanto a nosotros como policías como a la persona de sus víctimas. Y ahora, padre, póngale usted nombre a su asesino —dijo Dicanti, girándose y arrojando la tiza en manos del sacerdote.
Observó a sus oyentes. Fowler la miraba sorprendido, Pontiero admirado y Boi escéptico. Finalmente fue el sacerdote quien habló.
—Enhorabuena,
dottora
. Un diez. A pesar de que soy psicólogo, no logro entender de dónde ha extraído todas sus conclusiones. ¿Podría explicarse un poco más?
—Sólo es un perfil provisional, pero las conclusiones deberían aproximarse bastante a la realidad. Que es un hombre blanco lo marca el perfil de sus víctimas, ya que es muy extraño que un asesino en serie mate a alguien de una raza diferente. Es de estatura media, ya que Robayra era una persona alta, y el ángulo y la dirección del corte en el cuello indican que fue asesinado por sorpresa por alguien de aproximadamente 1,80 metros. Que es fuerte es evidente, de lo contrario le hubiera resultado imposible colocar al cardenal en el interior de la iglesia, pues aunque usara un coche para transportar el cuerpo hasta la puerta de atrás, hay un trecho de unos cuarenta metros hasta la capilla. La inmadurez es directamente proporcional al tipo de asesino lúdico, que desprecia profundamente a la víctima, a quien considera un objeto, y al policía, a quien considera un ser inferior.
Fowler la interrumpió levantando la mano educadamente.
—Hay dos detalles que me han llamado especialmente la atención,
dottora
. Primero: usted ha dicho que no es la primera vez que mata. ¿Lo dedujo de la complicada elaboración del asesinato?
—En efecto, padre. Esta persona tiene unos conocimientos básicos de la labor policial, y ha hecho esto en más de una ocasión. Mi experiencia me indica que la primera vez suele ser muy sucia e improvisada.
—La segunda es aquello de «su trabajo le somete a una presión por encima de su estabilidad psicológica y afectiva». No logro entender de dónde lo dedujo.
Dicanti se puso roja y se cruzó de brazos. No respondió. Boi aprovechó para intervenir.
—Ah, la buena de Paola. Su gran inteligencia siempre deja algún resquicio para que se cuele su intuición femenina, ¿verdad? Padre, la
dottora
Dicanti a veces llega a conclusiones puramente emocionales. Desconozco el porqué. Desde luego, tendría un gran futuro como escritora.
—Más del que usted cree. Porque ha dado de lleno en la diana —dijo Fowler, levantándose al fin y caminando hacia la pizarra—. Inspectora, ¿cuál es el nombre correcto de su profesión? ¿
Profiler
, cierto?
—Si —dijo Paola, aún avergonzada.
—¿Cuándo se alcanza el grado de
profiler
?
—Una vez finalizado el curso de Criminología Forense y tras un año de estudios intensivos en la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI. Muy pocos consiguen superar el curso completo.
—¿Podría decirnos cuantos
profilers
cualificados existen en el mundo?
—Actualmente veinte. Doce en Estados Unidos, cuatro en Canadá, dos en Alemania, uno en Italia y uno en Austria.
—Gracias. ¿Les ha quedado claro, caballeros? Sólo veinte personas en el mundo son capaces de dibujar el perfil psicológico de un asesino en serie con plenas garantías, y una de ellas está en ésta habitación. Y pueden creerme, para encontrar a éste hombre…
Se volvió y escribió en la pizarra, bien grande, con caracteres gruesos y firmes un nombre.
VIKTOR KAROSKI
—…vamos a necesitar de alguien capaz de meterse en su cabeza. Aquí tienen el nombre que me pidieron. Pero antes de que corran al teléfono para vociferar órdenes de arresto, permítanme que les cuente toda su historia.
De la correspondencia entre Edward Dressler, psiquiatra,
y el cardenal Francis Shaw
Boston, 14 de mayo de 1991
(…) Su Eminencia, nos hallamos sin duda ante un reincidente nato. Según me cuentan, es la quinta vez que le reasignan a otra parroquia. Las pruebas realizadas durante dos semanas nos confirman que no podemos arriesgarnos a hacerle convivir de nuevo con niños sin ponerlos en peligro. (…) No dudo en absoluto de su voluntad de arrepentimiento, pues ésta es firme. Dudo de su capacidad de controlarse. (…) No se puede permitir el lujo de tenerle en una parroquia. Más vale que le corte las alas antes de que esto explote. De lo contrario, no me hago responsable. Recomiendo un periodo de internamiento de al menos seis meses en el Instituto Saint Matthew.
Boston, 4 de agosto de 1993
(…) Por tercera vez he tratado con él (Karoski) (…) Debo decirle que el «cambio de aires», como usted lo llamó, no le ha ayudado en absoluto, antes al contrario. Comienza a perder el control con mayor frecuencia, y detecto indicios de esquizofrenia en su comportamiento. Es muy posible que en algún momento cruce del todo la línea y se convierta en otra persona. Eminencia, usted conoce mi devoción a la Iglesia, y entiendo la tremenda falta de sacerdotes, pero ¡bajar tanto el listón! (…) 35 han pasado por mis manos ya, Eminencia, y a algunos de ellos he visto con posibilidades de recuperación de forma autónoma (…) decididamente, Karoski no es uno de ellos. Cardenal, en raras ocasiones ha seguido Su Eminencia mi consejo. Le ruego que ahora si lo haga: persuada a Karoski de que ingrese en el Saint Matthew.
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Miércoles, 6 de abril de 2005. 00:03
Paola tomó asiento, preparándose para escuchar el relato del padre Fowler.
—Todo comenzó, al menos para mí, en 1995. En esa época, tras mi retiro de las Fuerzas Aéreas, me puse a disposición de mi obispo. Éste quiso aprovechar mi título de Psicología enviándome al Instituto Saint Matthew. ¿Han oído hablar de él?
Todos negaron con la cabeza.
—No me extraña. La propia naturaleza de la institución es un secreto para la mayoría de la opinión pública norteamericana. Oficialmente consiste en un centro hospitalario preparado para atender a los sacerdotes y monjas con «problemas», situado en Silver Spring, en el estado de Maryland. La realidad es que el 95% de sus pacientes tienen un historial de abusos sexuales a menores o consumo de drogas. Las instalaciones del lugar son de auténtico lujo: treinta y cinco habitaciones para los pacientes, nueve para el personal médico (casi todo interno), una cancha de tenis, dos pistas de pádel, una piscina, una sala de «esparcimiento» con billar…
—Casi parece más un sitio de recreo que una institución psiquiátrica —intervino Pontiero.
—Ah, ese lugar es un misterio, pero en muchos niveles. Es un misterio hacia fuera, y es un misterio para los internos, quienes al principio lo ven como un lugar donde retirarse unos meses, donde descansar, aunque poco a poco descubran algo muy diferente. Ustedes conocen el tremendo problema que ha habido en mi país con determinados sacerdotes católicos en los últimos años. Desde la opinión pública no sería muy bien visto que personas que han sido acusadas de abusos sexuales a menores pasasen unas vacaciones pagadas en un hotel de lujo.