Tancredi es uno de los hombres más ricos del mundo. Joven, apuesto y brillante, es incapaz de entregarse al amor por culpa de un terrible incidente ocurrido años atrás. Sofia era una joven promesa del piano, hasta que una estúpida discusión con su novio Andrea cambió su vida para siempre. Alegre y soñadora, decidió aparcar su carrera y sus sueños para cuidar de Andrea, en silla de ruedas tras aquella fatídica noche. Tancredi y Sofia. Dos mundos diferentes, opuestos, como el día y la noche, se verán unidos, al fin, por la lluvia y el destino.
Federico Moccia
Esta noche dime que me quieres
ePUB v1.3
Mística & Enylu12.08.12
Título original:
L'uomo che non voleva amare
Federico Moccia, 2011.
Traducción: Maribel Campmany
Editor original: Mística/Enylu (v1.0 a v1.3)
Corrección de erratas: Enylu
ePub base v2.0
A mi principito Alessandro Giuseppe
La belleza es éxtasis; es simple como el deseo de comer. En esencia, no se puede decir nada más, es como el perfume de una rosa: sólo lo puedes oler.
W
ILLIAM
S
OMERSET
M
AUGHAM
Penoso es luchar con el corazón. Cada uno de nuestros deseos se compra al precio de nuestra almas.
H
ERÁCLITO
La música es una mujer.
R
ICHARD WAGNER
Las golondrinas volaban a baja altura mientras se ponía el sol. De vez en cuando cruzaban el porche de la antigua villa de piedra, de muros fuertes y gruesos. En el interior, una gran escalera de madera oscura llevaba a la planta superior. Un poco más abajo, el jardín, bien cuidado, le confería a la casa el aspecto de estar dibujada entre las colinas de las Langhe. Más allá, entre las hileras de viñedos de Nebbiolo, la uva se veía oscura, tostada por el sol de todo el verano. Tancredi corría con su hermano Gianfilippo; ambos gritaban y reían. Bruno, el jardinero, acabó de cortar el seto con unas enormes tijeras de podar, sonrió al verlos pasar como una exhalación a pocos pasos de él y entró en la casa. Todo olía a romero recién cortado.
Delante del porche, en el centro de la gran mesa de piedra situada entre los dos sauces llorones, Maria, la camarera, colocó el pan recién horneado. Durante un instante, aquel perfume invadió el aire. Tancredi detuvo su carrera, arrancó un pedazo y se lo llevó a la boca.
—¡Tancredi, te he dicho mil veces que no comas antes de cenar! ¡Si no después ya no tienes hambre!
Pero él sonrió y echó a correr de nuevo por el jardín. El joven golden retriever, que estaba tumbado a la sombra de una silla de hierro con un cojín encima, se levantó y lo siguió en su carrera, divertido. Se internaron entre las espigas y, un instante después, su hermano Gianfilippo se lanzó en su persecución.
La madre salió de la casa justo en aquel momento.
—¿Adónde vais? ¡Comeremos en seguida!
Luego sacudió la cabeza y suspiró.
—Tus hermanos… —Se dirigía a Claudine, que acababa de sentarse a la mesa.
La mujer volvió a la cocina. Sobre una mesa de madera antigua había una lámina de pasta fresca recién hecha; un poco más allá, sobre una encimera de mármol llena de cajones, todavía quedaban restos de harina. De la pared colgaban varias sartenes de cobre. Unas cazuelas cocían a fuego lento sobre los fogones de hierro fundido.
La madre habló con la cocinera y le dio instrucciones para la cena. Después les hizo unas cuantas advertencias a las dos camareras. Aquella noche tenían invitados.
Fuera, Claudine permanecía correctamente sentada a la mesa mientras miraba a sus hermanos jugar. Estaban bastante lejos. Los ladridos del perro llegaban hasta ella. Cómo le habría gustado estar con ellos, correr y ensuciarse; pero su madre le había ordenado que no se moviera.
«Yo no puedo levantarme de la mesa.» Entonces oyó aquella voz.
—¿Claudine? —La joven cerró los ojos.
Se mantenía inmóvil en el umbral, con una mirada ligeramente severa. Observó con curiosidad las estrechas espaldas de la niña: el suave cuello brotaba del último bordado del vestido y se perdía entre los mechones de cabello castaño y apenas rizado.
¿Acaso no lo había oído? Entonces, con el mismo tono, del mismo modo, la llamó de nuevo.
—¿Claudine?
Aquella vez la niña se volvió y lo miró. Permanecieron en silencio durante un instante. Luego, él sonrió y extendió la mano hacia ella.
—Ven.
La pequeña se levantó de la mesa y dio unos cuantos pasos hasta llegar a él. Su manita desapareció en la del hombre.
—Vamos, tesoro.
En aquel momento, en la entrada de la gran casa, Claudine se detuvo. Giró lentamente la cabeza. A lo lejos, sus dos hermanos y el perro seguían corriendo entre la hierba. Sudaban, se divertían. De repente Tancredi dejó de correr. Era como si hubiera oído algo: una voz, un grito, tal vez su nombre. Se volvió hacia la casa. Demasiado tarde. Ya no había nadie.
—Mira qué guapa es esa chica.
—Esa mujer.
Tancredi sonrió a Davide mientras, en la pista de tenis, Roberta llegaba forzada a una bola.
Fabrizio, su marido, respondió desde el otro lado de la pista con un
drive
que acertó en la línea. Roberta arrancó a toda velocidad y recorrió los últimos metros corriendo como una loca. Al final, cuando casi parecía imposible, llegó deslizándose y golpeó la pelota de abajo arriba con un espléndido revés cruzado que sentenció el partido.
—¡Punto! —El pequeño Mattia aplaudía—. Mamá es buenísima.
—Papá también es bueno —le contestó en seguida Giorgia.
—No, mamá es mejor. —Y empezaron a empujarse.
—Venga, dejadlo ya. —Fabrizio los separó inmediatamente. Cogió a Giorgia del suelo y la levantó hacia arriba—. Ya sé que estás de mi parte, pequeña princesa, pero mamá juega muy bien… Y esta vez ha ganado ella.
Roberta se acercó, empapada de sudor. Sus piernas largas y musculosas ya estaban bronceadas gracias al primer sol de mayo. Le revolvió el pelo a Mattia.
—¡Así se habla, cariño, mamá juega muy bien! —Miró divertida a su marido y, con los ojos cerrados, tomó un largo trago de la botella de Gatorade. Cuando acabó de beber volvió a abrirlos. Fabrizio se le acercó y le dio un beso en la boca. Fue una mezcla de dulce y salado. Giorgia tiró de la camiseta de su padre.
—Papá, ¿no podemos pedir la revancha?
—Sí, princesa… Pero otro día. Hoy papá tiene muchas cosas que hacer.
Y, poco a poco, la familia De Luca salió de la pista: el padre, la madre y los dos hijos —un niño de unos ocho años y una niña algo más pequeña—. Se fueron casi abrazados. Pero no cruzaron la puerta todos a la vez. Primero pasaron los niños, luego Fabrizio y por último Roberta, que se volvió para mirar atrás.
Su mirada se cruzó con la de Tancredi y la mujer abrió la boca un instante, tal vez para lanzar un suspiro. Parecía absorta, como molesta o a la espera de algo. Pero fue sólo un momento. Después se puso al lado de la niña.
—Venga, vamos, que mamá tiene que ducharse.
Y de ese modo la familia perfecta desapareció tras la esquina del edificio.
Tancredi se quedó mirándola con curiosidad para ver si volvía a darse la vuelta. Davide interrumpió sus pensamientos.
—Cómo le ha mirado, ¿eh?
—Como una mujer.
—Sí, pero como una mujer que te desea mucho. ¿Qué les das?
Tancredi se volvió hacia él y sonrió.
—Nada. O quizá todo. A lo mejor es eso lo que les gusta, quizá prefieran a los hombres imprevisibles. Fíjate… —Sacó el móvil—. Conseguí su número y le mandé un mensaje. Fingí que me había equivocado y le envié esta frase: «Te miraría millones de veces sin aprenderte nunca de memoria.»
—¿Y después qué hiciste?
—Nada. Esperé toda la tarde. Pensé que, teniendo en cuenta su manera de ser, al final acabaría respondiendo.
—¿Por qué? ¿Cuál es su manera de ser?
—Educada y lineal. Estoy seguro de que cuando leyó el mensaje una parte de ella quería responder por educación y la otra tenía miedo de hacer algo inapropiado.
—¿Y al final?
—Me contestó. Mira: «Creo que se ha equivocado de número.» A continuación yo le escribí: «¿Y si ha sido la fortuna la que ha hecho que me equivoque? ¿Y si es cosa del destino?» Me pareció oírla reír.
—¿Por qué?
—Porque era el momento oportuno. Para cualquier mujer, incluso para la que se siente más realizada, con hijos, con una familia estupenda, satisfecha con su trabajo, siempre llega un momento en el que se siente sola. Y entonces se acuerda de lo que la ha hecho reír. Y, sobre todo, de quién lo provocó.
Davide cogió el teléfono de Tancredi. Habían seguido escribiéndose. Leyó los mensajes que habían intercambiado. El tiempo transcurría bajo sus ojos, semana tras semana.
—Para ella te conviertes en una costumbre, en algo que poco a poco empieza a formar parte de su vida. Cada día recibe una frase, un pensamiento bonito sin ninguna insinuación… —Tancredi sonrió y, acto seguido, se puso serio—. Después, de repente, paras. Durante un par de días, nada, ni un mensaje. Y ella se da cuenta de que te echa de menos, de que te has convertido en una cita inalterable, en un momento esperado, en el motivo de una sonrisa. Entonces vuelves a escribir y te disculpas, te justificas diciendo que has tenido un problema y le haces una pregunta muy simple: «¿Me has echado de menos?» Sea cual sea su respuesta, la relación ya ha cambiado.
—¿Y si no contesta?
—Eso también es una respuesta. Significa que tiene miedo. Y si tiene miedo es porque puede ceder. Entonces puedes arriesgarte y decirle: «Yo si te he echado de menos.» Y sigues avanzando.
Le mostró otro mensaje, y otro, y después otro más. Hasta el último: «Quiero conocerte.»
—Pero éste es de hace diez días. ¿Qué pasó luego?
—Nos conocimos.
Davide lo miró.
—¿Y…?
—Y, naturalmente, no voy a contarte nada de hasta qué punto llegamos a conocernos, ni de dónde ni cuándo. Con esto sólo quería que entendieras que a veces las cosas no son lo que parecen. ¿Has visto a esa familia? Parecen felices, tienen dos hijos estupendos, no les falta nada. Y, sin embargo, la vida es así: en un momento… plaf. Todo puede desaparecer.
Tancredi le mostró algunas fotos de la mujer que tenía en el teléfono. Roberta desnuda, con sólo un sombrero en la cabeza y acariciándose el pecho. Luego, otras más atrevidas en las que reía divertida.
—Cuando una mujer cruza esa frontera, ya no se avergüenza de nada, se deja llevar, tiene ganas de sentirse libre.
Davide no respondió en seguida, reflexionó durante un rato.
—Menos mal que nunca has deseado a mi mujer… —Lo dijo en un tono duro, ligeramente seco, sin decidirse a bromear—. O quizá sí que la hayas deseado… Menos mal que no eres el tipo de Sara.
Tancredi se levantó.
—Sí… —Y se alejó pensando que una cosa era cierta: a veces puedes equivocarte mucho con una persona—. Ven, comeremos juntos.
Se dirigieron hacia el gran jardín del Circolo Antico Tiro a Volo. Tenían frente a ellos una panorámica del norte de Roma, con la colina de los Parioli a la derecha; por debajo discurría el largo viaducto de corso Francia hasta perderse en la lejanía, hacia la Flaminia, entre las montañas que hacían de fondo.