Read Esta noche dime que me quieres Online

Authors: Federico Moccia

Tags: #Drama, Romántico

Esta noche dime que me quieres (6 page)

Mientras hablaba, deslizó las piernas hacia él y, poco a poco, se le acercó.

—¿Me pones otra, por favor? —Tancredi se volvió y le sirvió un poco más de champán. Entonces notó que las manos de Sara lo abrazaban por detrás—. Tienes unos abdominales perfectos…

Sus dedos se movían lentamente, jugueteaban sobre los peldaños esculpidos del abdomen de Tancredi, que se volvió y le pasó la copa otra vez llena.

—Gracias… Hay cosas tan buenas que es imposible resistirse a ellas.

Le dedicó una larga sonrisa, más larga que la anterior, mientras le daba pausados sorbos a la copa, como para esconder los ojos por momentos. Muy despacio, Sara continuaba recorriendo su vientre con la mano derecha, hacia abajo, cada vez más abajo. Y lo miraba. Finalmente llegó al bañador. Empezó a juguetear con el cordón de la cintura, lo estiró con delicadeza y lo desató. Los dedos se entretuvieron con el ribete, pero lentamente lo abrieron un poco. Primero el dedo índice y después el medio, se introdujeron en el bañador.

Entonces Tancredi le lanzó una mirada de aire desafiante.

—¿Dónde está Davide esta noche?

Sara se detuvo, sacó la mano, tomó un largo sorbo, se acabó todo el champán y dejó la copa en el borde de la piscina al tiempo que ladeaba la cabeza.

—Creo que tu amigo tenía la enésima reunión en Milán, tanto hoy por la tarde como mañana. Nuevas construcciones, nuevos negocios y, por tanto, nuevos compromisos. —Dicho aquello, lo miró con malicia—. Pero eso quiere decir una cosa: que incluso puedo quedarme a dormir.

Salió un poco del agua para mostrar los senos. Avanzó hacia él mirándolo a los ojos. Sus pechos eran redondos y firmes; tenía los pezones turgentes, endurecidos por el agua, pero también por su repentina excitación. Se puso a cuatro patas y, con parsimonia, se fue acercando a Tancredi cada vez más, ocultando las piernas de él bajo su cuerpo. Cuando estuvo muy cerca del rostro del hombre, se dio un impulso para sumergirse y, pausadamente, le bajó el bañador. Pero de repente los fuertes brazos de Tancredi la detuvieron y la obligaron a salir a la superficie. Se apartó de ella. Se situó al otro lado del
jacuzzi
.

—¿Cuántos años hace que estás con Davide?

—Dos. Pero estoy enamorada de ti desde hace al menos cinco.

—A una mujer siempre le gusta sentirse enamorada. A veces incluso aunque no sea correspondida. Hasta diría que mejor si no lo es.

—¿Por qué?

—Le permite ser más puta.

Sara se rio en su cara divertida.

—No me hieres, Tancredi. Me gustas desde que salías con aquella chica tan guapa en el instituto. ¿Cómo se llamaba?

—No me acuerdo.

—No te creo. Pero yo te lo diré: Olimpia. La odiaba y la envidiaba, y no porque fuera guapa: soy presuntuosa y siempre he creído que podría competir con cualquiera. Sino porque te tenía a ti.

—No me tenía. Me la follaba y punto.

—¿Nunca has pertenecido a nadie?

Tancredi permaneció en silencio. Se acercó al borde, se sirvió un poco de champán y se lo bebió a pequeños sorbos. Después sonrió.

—¿Has venido a entrevistarme? ¿Sabes que hay una chica de una televisión holandesa que da el pronóstico del tiempo desnuda? No te has inventado nada nuevo.

Sara se sirvió un poco más de champán y luego se sentó a su lado. Se lo fue bebiendo, ya más tranquila.

—Así que la respuesta es no. No has sido nunca de nadie. Nunca has estado enamorado. Sólo te has tirado a todas esas mujeres preciosas. Entonces, ¿por qué no lo haces conmigo esta noche? Yo te quiero de la misma forma en que te habrán amado ellas, si no más. Mira, incluso creo que empecé a salir con Davide sólo para verte más a menudo.

Sara terminó de beberse el champán, se acercó a Tancredi e intentó besarlo. Él permaneció inmóvil, con los labios apretados y los brazos abiertos sobre el borde de la piscina.

Poco a poco Sara perdió fuerza; su osadía, sus ganas, fueron disminuyendo. Dejó de besarlo. En silencio, se apartó; después, bajó la cabeza y casi en un susurro le dijo:

—¿En qué soy distinta a las demás?

Aquella vez Tancredi respondió:

—En nada. Sólo en Davide.

Sara lo miró una última vez y luego salió del agua. Caminó desnuda, sin volverse. Tancredi la miró marcharse sin experimentar ningún remordimiento y empezó a nadar. Cuando llegó al final de la piscina, hizo un viraje y con una cabriola continuó nadando. A mitad del largo oyó el golpe de una puerta, pero siguió adelante como si nada.

Al día siguiente, a las diez de la mañana, Gregorio ya había averiguado quién había dejado entrar a Sara. Y no sólo descubrió eso, sino que, al registrar la habitación, encontró otros pequeños detalles no carentes de importancia. Era cierto. A Arianna le gustaban las mujeres. El lord inglés que comparecía algún fin de semana que otro sí que existía, pero tan sólo era una tapadera.

—Pensé que se trataba de una amiga a la que le gustaría ver.

—Tancredi no tiene amigos.

—Sí, tiene razón, pero…

—Cuando reprendo a alguien, la única posibilidad de quedarse que tiene es que yo me haya equivocado. ¿Puede usted demostrarlo?

Arianna permaneció en silencio. Después se dio la vuelta, fue a su habitación y empezó a hacer la maleta. Abandonó la villa a las once y cuarto.

A mediodía, Gregorio ya le había encontrado una nueva estilista personal: Ludovica Biamonti, cincuenta y cinco años, casada y madre de dos hijos que vivían en el extranjero. Gregorio había recopilado los datos con facilidad.

A la hora de comer, Ludovica Biamonti ya tenía en sus manos el listado de las personas que significaban algo para Tancredi, la de las que había que evitar a toda costa y la de todas sus propiedades en Italia y en el extranjero. Estaba contenta por haber conseguido el trabajo y el sueldo le parecía de vértigo.

La segunda tarde, Ludovica Biamonti se dio cuenta de que necesitaría al menos dos días para entender en qué consistía realmente la riqueza de Tancredi Ferri Mariani. Tenía poco más de veinte años cuando su abuelo le dejó un patrimonio de unos cien millones de euros y, desde entonces, su dinero no había hecho más que aumentar: inversiones, nuevas empresas en todo el mundo que comerciaban con madera, petróleo, oro, diamantes y materias primas, siempre productos valiosos cuyo precio podía ir incrementándose en el mercado. Había creado una serie de sociedades con personas escogidas y de confianza y las había organizado mediante estructuras piramidales en las que cada uno debía controlar lo que hacía el que tenía a su lado. Ya habían transcurrido más de doce años y, aparte de comprar docenas de propiedades en todos los rincones de la Tierra, Tancredi había adquirido ejemplares de cualquier tipo de medio de transporte existente, desde un
jet
hasta una simple Harley-Davidson. Cuando Ludovica Biamonti, ya entrada la noche, cerró el último archivo y apagó el ordenador, sólo se recriminó una cosa: habría podido pedir mucho, pero que mucho más.

8

Sara salió de la ducha y se envolvió en el albornoz. Se puso una toalla en la cabeza, se inclinó frente al espejo del baño y empezó a frotarse el pelo. ¿Cuántos años habían pasado desde aquella noche de la piscina? Dos. No, tres. Y, en cambio, le parecía que había sido ayer, hacía un instante, un segundo. Notó una punzada intensa, cálida, en el vientre. La sombra del deseo. Siempre se lo había ocultado a Tancredi hasta aquella noche. Pero no pudo aguantar más. Le desveló su secreto y se lo contó todo, se desnudó delante de él y no sólo porque tirara el albornoz al suelo; no, también desnudó su corazón y su alma. Le habría gustado que aquella noche la poseyera, la absorbiera, la amara. Que la hiciera simplemente suya. Perdidamente suya. Le habría gustado morir entre sus brazos, apagar así para siempre aquella fijación que había nacido como un juego en el instituto, que con los años fue creciendo gracias al deseo y que, al final, se había quedado anclada en su corazón como una insana y rabiosa pasión. Él. Lo quería a él y a ningún otro y, sin embargo, por lo que parecía, era la única a la que él nunca tomaría. Por culpa de Davide. Davide, con el que al final se casó al año siguiente, a propósito, para hacer rabiar a Tancredi, por despecho, para que reaccionara de alguna manera. Tancredi y su actitud distante, fría, superior.

Convirtió su boda en el acontecimiento del año. Se fingió enamorada, se ocupó incluso del más mínimo detalle —escogió desde las preciosas alianzas de platino hasta los sofisticados platos del menú, los confiteros de fino cristal de Murano que contenían pétalos de rosa y el alquiler de Villa Sassi en las colinas de Turín—. También contrató una orquesta de sesenta músicos y al cantante que más sonaba en aquel momento. Las piezas musicales que sonaron fueron de la música clásica al
jazz
, de los años setenta a los ochenta y hasta los éxitos más recientes.

Hizo que su padre, un hombre muy rico, propietario de una empresa que fabricaba varillas de hierro para todo el mundo, se gastara hasta el último euro disponible.

Pero no para que Davide se sintiera feliz y sorprendido, no. Fue para que Tancredi lo supiera. Sara era así. Pensaba que al final, como sucedía en los mejores cuentos de hadas o en las películas, justo cuando estuviera llegando al altar, Tancredi entraría corriendo en la iglesia. Le pediría perdón por aquella noche, por el error que había cometido en la piscina, por no haber entendido su amor de siempre, por haber rechazado su cuerpo. Y así, delante de todos, incluso delante de su amigo Davide, sin pudor —porque el amor no conoce el pudor—, la cogería del brazo y se la llevaría. Ambos huirían entre los invitados atónitos, pero a su manera entusiasmados, por aquel nuevo cuento de hadas moderno, por aquel amor por sorpresa, por aquella repentina explosión de la pasión.

Pero no fue así. Cuando llegó al altar con su magnífico vestido de novia, acompañada de su padre, se encontró allí a Tancredi. Se había cruzado con su mirada en la lejanía, mientras caminaba sobre aquella alfombra bordeada de flores magníficas. Él le sonreía, de pie delante del último banco, cerca del padre de Davide.

Antes de la boda, Tancredi había dicho que tal vez no pudiera asistir. Sin embargo, unos días después (aunque esto Sara lo supo más tarde) llamó a Davide para confirmar su presencia. Pero no comentó sólo aquello: también le dijo que le gustaría ser su testigo.

—¿Estás seguro?

—Pues claro, si es que todavía te hace ilusión y no te has comprometido con nadie. Pero hay una cosa. Me gustaría que fuera una sorpresa para todos, también para Sara.

—¿Para ella también? ¿Por qué?

—¿Quieres que vaya a la boda? Pues no se lo digas.

—Te lo prometo. Te doy mi palabra.

Y Davide la cumplió. Y de aquel modo Sara vivió lo que tenía que ser el día más feliz de su vida como su peor pesadilla. Cuando pronunció el sí quiero, el sueño de su vida estaba a su espalda y, entonces ya estaba segura, lo había perdido para siempre. Al salir de la iglesia le pareció verlo sonreír.

—¿Cariño?

Sara dejó de secarse el pelo.

—¿Sí?

—Ahora no me acuerdo, ¿la cena que damos en casa es este sábado?

—Sí.

—¿Quién va a venir?

—Los Saletti, los Madia y Augusto y Sabrina.

—Qué opinas, ¿puedo llamar a Tancredi para que asista con una amiga?

Sara se quedó un segundo en silencio.

—Claro… Lo más seguro es que no pueda. ¿Te has dado cuenta de que no nos vemos nunca cuando estamos juntos? Sólo queda contigo.

Davide lo pensó durante un momento.

—No es verdad, la última vez, en casa de los Ranesi, estuvimos todos juntos.

—Sí, claro. Una vez llegamos ya no volvimos a verlo, ¡había más de doscientas personas!

—Yo creo que son manías tuyas. Bueno, si no te importa, intentaré llamarlo.

—Claro, por supuesto, si me hace ilusión. Pero verás como te dice que no. Se inventará una excusa para no venir.

Davide no le hizo caso. Cogió el móvil y marcó el número privado de Tancredi. Era el único que lo tenía —aparte de Gregorio, naturalmente—, y aquel detalle era un increíble signo de estima y amistad.

—¡Eh! —contestó a la primera llamada—. ¿Qué estás tramando, Davide? ¿Qué buen negocio para ti y jugarreta para mí quieres proponerme?

Su amigo decidió seguirle la broma.

—Muy bien, pues llamaré a Paoli, no hay problema…

Paoli era un empresario con quien habían competido en varias ocasiones. Tancredi, a pesar de haber perdido dinero, siempre se había salido con la suya. Y, aunque sobre el papel habían hecho aquellas inversiones más por desafiarlo que por otra cosa, a la larga habían resultado ser tan ventajosas que habían salido ganando con creces. Era increíble: todo lo que Tancredi tocaba se convertía en un buen negocio.

—¿Paoli? —Tancredi se rio—. Pero ¿aún le queda dinero para gastar? Entonces no será un gran negocio… Debe de ser uno de esos que tanto te gustan: compro, vendo a las primeras de cambio y te sacas alguna cosilla…

Davide soltó una carcajada. En efecto, aquel tipo de negocio no estaba mal. Sólo se necesitaba tener un poco de liquidez y encontrar a una persona que en poco tiempo comprara lo que tú habías reservado.

—No, no… Esta vez no te costará nada. Como mucho, una botella o unas flores para la anfitriona. Queríamos invitarte a cenar este sábado aquí, en casa, con los Saletti, los Madia y Augusto y Sabrina, que sé que te caen bien…

Davide esperó un instante. Pensó que Tancredi llevaría un Cristal, quizá dos, ya que eran unos cuantos. Pero aquél no era el motivo por el cual quería invitarlo. Le hacía mucha ilusión verlo y, sobre todo, echar por tierra de alguna manera la absurda idea de Sara. Al otro lado del teléfono, Tancredi se levantó del escritorio y miró por la ventana. El Golden Gate recogía todo el color de aquel sol que resplandecía en la bahía de San Francisco. Más tarde iría a comer con Gregorio al café de Francis Ford Coppola para probar la última cosecha de su vino, el Rubicon. Iba a hablar directamente con él: quería entrar en la productora Zoetrope y financiar su próxima película. A saber si le dejaba hacerlo. Sabía que Coppola era de los que se mueven por simpatía más que por dinero o por beneficios. «Mejor así —pensó Tancredi—. Será más fácil, le caeré bien.» Y de aquel modo, con la imaginación, entró en el mundo del cine y visualizó la escena.

La cámara avanza por los rieles y enfoca la puerta de un apartamento. Se detiene. Aparece el plano de una mano tocando el timbre.

Other books

Thrust & Parry: Z Day by Luke Ashton
El Resurgir de la Fuerza by Dave Wolverton
Fire Song (City of Dragons) by St. Crowe, Val
The Dragon in the Driveway by Kate Klimo, John Shroades
Cupid's Confederates by Jeanne Grant
Fistful of Benjamins by Kiki Swinson
Astro-Knights Island by Tracey West
Bad Girl by Blake Crouch