Eterna (19 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

—Es mi hijo.

Estación Espacial Internacional

LA ASTRONAUTA THALIA CHARLES NI SIQUIERA se molestó en girar la cabeza. Simplemente aceptó la voz que escuchaba. Ella —sí, podía admitirlo— casi le dio la bienvenida. Aunque no había nadie a su lado —de hecho, era uno de los seres humanos más solitarios en toda la historia de la humanidad—, no se encontraba a solas con sus pensamientos.

Permanecía aislada a bordo de la Estación Espacial Internacional, la nave de investigación que se había averiado y vagaba ahora por la órbita terrestre. Sus propulsores de energía solar se activaban esporádicamente, y el gigantesco satélite seguía a la deriva, describiendo una trayectoria elíptica a unos trescientos cincuenta kilómetros de la superficie de la Tierra, pasando del día a la noche cada tres horas.

La astronauta llevaba ya casi dos años de calendario —acumulando ocho días orbitales por cada día de calendario— viviendo en ese estado de suspensión, en una especie de cuarentena espacial. La falta de gravedad y de ejercicio habían producido un gran desgaste en su cuerpo. La mayor parte de sus músculos había desaparecido y sus tendones estaban atrofiados. Su columna vertebral, brazos y piernas se doblaban en ángulos extraños y perturbadores, y la mayoría de sus dedos eran unos ganchos inútiles, enroscados sobre sí mismos. Sus raciones de alimentos —básicamente
borscht
deshidratado y congelado, proporcionado por la última nave rusa llegada antes del cataclismo— se habían reducido prácticamente a cero, aunque por otro lado, su cuerpo requería poca nutrición. De su piel quebradiza se desprendían copos que flotaban en la cabina como dientes de león congelados. Gran parte de su cabello había desaparecido, aunque esto era una ventaja, pues le habría tapado la cara debido a la falta de gravedad.

Ella se había desintegrado, tanto corporal como mentalmente.

El comandante ruso había muerto tres semanas después de que la EEI comenzara a tener problemas de funcionamiento. Las masivas explosiones nucleares en la Tierra activaron la atmósfera, ocasionando múltiples impactos con la basura espacial que flotaba en el espacio. La tripulación se refugió dentro de la nave espacial
Soyuz
, su cápsula de emergencia, siguiendo los procedimientos habituales tras la ausencia de cualquier comunicación con Houston. El comandante Demidov se ofreció a ponerse un traje espacial y aventurarse valientemente hasta las instalaciones principales en un intento por arreglar las fugas de los tanques de oxígeno, y consiguió reparar y dirigir uno de ellos al
Soyuz
, antes de sufrir supuestamente un paro cardiaco. Su éxito les permitió a Thalia y al ingeniero francés sobrevivir mucho más de lo esperado, así como redistribuir un tercio de sus raciones de alimentos y de agua.

El resultado había sido una maldición, y también una bendición.

Pocos meses después, el ingeniero Maigny empezó a mostrar señales de demencia. A medida que veían el planeta desaparecer detrás de una nube negra de atmósfera contaminada semejante a tinta de calamar, Maigny perdió progresivamente las esperanzas y comenzó a hablar con voces extrañas. Thalia luchó por mantener su propia cordura intentando restaurar la de su compañero y pensaba que él ya la estaba recuperando hasta el día en que la astronauta vio su reflejo en uno de los paneles exteriores haciendo muecas extrañas, pues él creía que no lo estaba viendo. Esa noche, mientras fingía dormir, dando vueltas lentamente dentro del estrecho espacio de la cabina, con los ojos entrecerrados, Thalia observó con horror que Maigny desembalaba el kit de supervivencia localizado entre dos de las tres sillas. Sacó la pistola de tres cañones, más parecida a una escopeta que a una pistola. Unos años antes, una cápsula espacial rusa se había estrellado al aterrizar en las estepas de Siberia después de regresar de la EEI. Los tripulantes fueron localizados unas horas después, durante las cuales tuvieron que protegerse de los lobos con poco más que piedras y ramas de árboles. A partir de aquel episodio, la pistola, provista además de un machete dentro de la culata desmontable, fue incluida en el equipamiento estándar de la misión, conocido como «Kit portátil de supervivencia
Soyuz
».

Ella lo vio examinar el cañón y tantear el gatillo con el dedo. Sacó el machete y lo hizo girar en el aire, y veía la hoja dando vueltas y atrapando los destellos del lejano sol. Thalia sintió que la cuchilla pasaba muy cerca de ella, y al igual que el reflejo de los rayos solares, vio un centelleo de placer asomando a los ojos de su compañero.

Comprendió entonces lo que tendría que hacer para salvar su pellejo: continuar con su terapia improvisada para no alertar a Maigny, mientras se preparaba para lo inevitable. No le gustaba pensar en eso. Ni siquiera ahora.

De vez en cuando, y dependiendo de la rotación de la EEI, veía flotar su cadáver fuera de la compuerta de acceso, como un macabro testigo de Jehová llamando a las puertas de su casa.

De nuevo, una persona menos para consumir las raciones de alimentos… y un par de pulmones menos.

Pero también, más tiempo de encierro solitario en el interior de esta cápsula espacial defectuosa.

Llévala abajo.

—No me tientes —murmuró ella. La voz era masculina, anodina. Le era familiar, pero no podía identificarla.

No era su esposo. No era su difunto padre. Pero era alguien conocido…

Sintió algo, una presencia en el
Soyuz
. ¿Acaso se engañaba? ¿Se trataba más bien de un deseo de compañía? ¿De un anhelo, de una necesidad incontenible? ¿La voz de qué persona estaba utilizando para compensar el vacío de su vida?

Thalia miró por la ventana mientras la EEI entraba de nuevo en la luz solar.

Cuando dirigió su mirada hacia el sol naciente, vio masas de colores delineándose en el cielo. Ella lo llamaba «el cielo» pero aquello no era el cielo, ni tampoco la «noche». Era la ausencia de luz. Era el vacío. Era la nada absoluta. Excepto…

Los colores estaban de nuevo allí. Una estela de color rojo y una explosión de color naranja, justo fuera de su visión periférica. Algo así como las explosiones brillantes que uno ve cuando aprieta los ojos con fuerza.

Thalia intentó cerrar los ojos, presionando los párpados con sus dedos secos y retorcidos.

De nuevo, una ausencia de luz. El vacío dentro de su cabeza. Una fuente de colores ondulantes y de estrellas apareció en la nada, y ella abrió los ojos.

El color azul brillaba y se perdía en la distancia. Luego, en otra zona, una estela verde. ¡Y violeta!

Señales. Incluso aunque fueran simplemente ficciones creadas en su mente, eran señales de algo.

Llévala abajo, querida.

«¿Querida?». Nadie la llamaba así. Ni siquiera su marido, ninguno de sus profesores, ni los administradores del programa de astronautas, ni sus padres ni sus abuelos.

Sin embargo, no se cuestionó mucho la identidad de la voz. Se sentía contenta de tener compañía. Alegre por el consejo.

—¿Para qué? —preguntó ella.

No hubo respuesta. La voz nunca respondía cuando se lo pedían. Y sin embargo, ella seguía esperando que lo hiciera algún día.

—¿Cómo? —inquirió.

Ninguna respuesta de nuevo, pero mientras ella se deslizaba por la cabina en forma de campana, una de sus botas quedó atrapada en el kit de supervivencia depositado entre los asientos.

—¿En serio? —dijo, dirigiéndose al kit como si fuera la fuente de la voz.

Thalia no había tocado aquello desde la última vez que lo había usado. Agarró el kit, y la cerradura se abrió (¿La había dejado así?). Sacó la pistola TP-82 de triple cañón. El machete ya no estaba; ella lo había arrojado por la compuerta lateral junto con el cadáver de Maigny. Levantó el arma a la altura de los ojos, como si le estuviera apuntando a la ventana…, y luego la soltó, viendo cómo daba vueltas y flotaba ante ella como una palabra o una idea que permanecía en el aire. Hizo un inventario del resto del equipo. Veinte cartuchos de rifle. Veinte bengalas. Diez proyectiles de escopeta.

—Dime por qué —insistió ella, secándose una lágrima furtiva, viendo cómo se desvanecía aquella partícula de humedad—. ¿Por qué ahora, después de todo este tiempo?

Se apoyó en uno de los paneles, y su cuerpo dejó de girar. Estaba segura de que iba a recibir una respuesta. Una razón. Una explicación.

Porque ha llegado el momento…

Una luz flamígera estalló frente a su ventana con una rapidez tan silenciosa que a ella le pareció ahogarse con su propio aliento. Comenzó a hiperventilar, al tiempo que se agarraba del panel y se impulsaba hacia la ventana para ver la cola del cometa arder y entrar en la atmósfera terrestre, extinguiéndose antes de llegar a la troposfera.

Se giró, pues sintió una presencia de nuevo. Algo que no era humano.

—¿Qué es…? —comenzó a preguntar, pero no pudo terminar de hacerlo.

Porque obviamente era…

Una señal.

Cuando Thalia era todavía una niña, vio una estrella fugaz cruzando el cielo que despertó su deseo de ser astronauta. Esa era la historia que siempre contaba cuando la invitaban a hablar en los colegios, o cuando la entrevistaban en los meses previos al lanzamiento, y sin embargo, era completamente cierto: su destino estaba escrito en el firmamento desde su niñez.

Llévala abajo.

Una vez más, su aliento quedó atrapado en su garganta. La voz…, ella la reconoció de inmediato. Su perro en aquella vieja casa de Connecticut, un Newfoundland llamado Ralphie. Esa era la voz que ella oía en su cabeza cuando le hablaba, acariciándole el pelaje para animarlo, y él se arrimaba a su pierna.

—¿Quieres salir?

Sí, claro que sí. Claro que sí.

—¿Quieres una galleta?

Sí, sí.

—¿Quién es un buen chico?

Yo yo yo.

Te echaré mucho de menos cuando esté en el espacio.

Yo también te echaré de menos, querida.

Esa era la voz en su interior. La misma que había proyectado en Ralphie. Una voz propia y ajena al mismo tiempo; la voz de la compañía, de la confianza y del afecto.

—¿En serio? —preguntó de nuevo.

Thalia pensó cómo se sentiría al pasar a través de las cabinas, apagar los propulsores y romper el casco. Cómo sería el espectáculo de esta gran instalación científica de cápsulas unidas escorándose y desplomándose de su órbita, incendiándose al entrar en la atmósfera superior, cayendo como un erizo en llamas y penetrando en la corteza venenosa de la troposfera.

Y entonces la certeza la invadió con la fuerza de una emoción. Y aunque estuviera loca, al menos ya no albergaba dudas sobre lo que sentía que debía hacer. Y en el peor de los casos, ella no terminaría como Maigny, alucinando y echando espumarajos por la boca.

Cargó los cartuchos de la TP-82, en una señal de desafío.

Hundiría el casco para permitir la ausencia de aire, y luego descendería con la nave. En cierto modo, ella siempre había sospechado que ese iba a ser su destino. Era una decisión salida de la belleza. Nacida de una estrella fugaz, Thalia Charles estaba a punto de convertirse también en una estrella fugaz.

Campamento Libertad

NORA MIRÓ EL ARMA IMPROVISADA.

Había trabajado toda la noche en ella. Se sentía agotada pero orgullosa; la ironía de poseer un arma elaborada a partir de un cuchillo de mantequilla no le resultó ajena. Una pieza exquisita de la cubertería, ahora con la punta y el borde dentados. Aún le faltaban un par de horas para dejarla a punto; podría afilarla hasta convertirla en un instrumento mortal.

Había mitigado el sonido producido al afilarlo —contra una esquina de hormigón— cubriéndolo con su almohada. Su madre dormía a poca distancia. No se despertó. Su entrevista sería breve. La tarde anterior, una hora después de regresar de la casa de Barnes, habían expedido una orden de procesamiento. En esta se especificaba que la madre de Nora debería abandonar la zona de descanso de madrugada.

La hora de comer.

¿Cómo la procesarían? Nora lo ignoraba, pero nunca lo permitiría. Llamaría a Barnes, aceptaría, y una vez cerca de él, lo mataría. Salvaría a su madre o acabaría con él. Si tenía que mancharse las manos, lo haría con la sangre de él.

Su madre murmuró algo en medio del sueño y luego volvió a roncar de esa forma profunda pero suave que Nora conocía tan bien. De niña, Nora se arrullaba con ese sonido, y con el ascenso y el descenso rítmico de su pecho. En aquel entonces, su madre era una mujer formidable. Un portento de la naturaleza. Trabajaba de manera incansable y crio muy bien a Nora; siempre estuvo pendiente de ella, y logró darle una buena educación, un título universitario y todo aquello que conllevaba. Nora tuvo un vestido para su graduación y libros de texto caros, sin escuchar ni una sola vez queja alguna de labios de su madre.

Pero una noche, justo antes de Navidad, Nora se despertó al escuchar unos sollozos entrecortados. Tenía catorce años y reclamaba de una manera insistente y desagradable un vestido de
quinceañera
para su próximo cumpleaños…

Bajó sigilosamente las escaleras y se aproximó hasta la puerta de la cocina. Su madre estaba sentada en la mesa, con un vaso de leche medio lleno, las gafas de leer y un montón de cuentas desperdigadas sobre el mantel.

Nora se quedó paralizada por aquella imagen. Era como ver llorar a Dios a hurtadillas. Estaba a punto de entrar y preguntarle qué le sucedía, cuando el llanto de su madre se hizo incontenible. Sofocó el ruido tapándose grotescamente la boca con ambas manos, mientras sus ojos se desbordaban de lágrimas. Esto la aterrorizó y heló la sangre en sus venas. Nunca hablaron sobre el incidente, pero Nora quedó marcada con esa imagen dolorosa. La chica cambió, tal vez para siempre. Cuidó mejor de su madre y de sí misma, y trabajó más duro que los demás.

Su madre comenzó a quejarse a medida que padecía los embates cada vez más frecuentes de la demencia. Se quejaba por todo, y a todas horas. Su resentimiento y su ira, acumulados a través de los años y acallados por educación, prorrumpían en forma de lamentos incoherentes. Nora lo absorbía todo. Nunca podría abandonar a su madre.

Tres horas antes del amanecer, Mariela abrió los ojos y permaneció lúcida durante unos minutos. Era algo que sucedía de vez en cuando, pero con menos frecuencia que antes. En cierto modo, pensó Nora, su madre, al igual que los
strigoi
, había sido suplantada por otra voluntad; cada vez que ella salía de su enfermedad, como si se tratara de un trance, la forma de mirar a Nora resultaba poco menos que inquietante. Miraba a Nora tal como era allí mismo, en ese instante.

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