Eterna (15 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

El noventa y cinco por ciento de la sangre humana es agua. El resto son proteínas, azúcares y minerales, pero no grasa. Los pequeños chupasangres como los mosquitos, las garrapatas y otros artrópodos pueden sobrevivir con una pequeña ración de sangre. Tan eficientes como eran sus cuerpos transmutados, los vampiros en cambio debían consumir una dieta constante de sangre para evitar el hambre. Y como la sangre humana era básicamente agua, ellos expulsaban los residuos con frecuencia, incluso mientras se alimentaban.

Eph dejó el aguijón desollado sobre el mostrador y regresó a la mesa de disección. La sangre blanca y ácida corroía el tubo que sujetaba el cuello de la criatura, pero la cara golpeada parecía más hundida. Eph abrió el pecho de la criatura, cortando desde el esternón hasta la cintura en una «Y» clásica. A través del hueso calcificado de la caja torácica vio que el interior del pecho había mutado en cuadrantes o cámaras. Hacía mucho tiempo que sospechaba que todo el tracto digestivo se transformaba con el síndrome de la enfermedad vampírica.

Para su mente científica aquello era un hallazgo extraordinario.

Al superviviente humano, en cambio, le pareció absolutamente repugnante.

Suspendió la disección al escuchar un ruido de pasos encima de él. Eran pisadas fuertes —de zapatos—, pero algunas criaturas los utilizaban ocasionalmente, pues el calzado de calidad duraba más que otras prendas de vestir. Miró la cara aplastada y el hundimiento en la cabeza del vampiro, y esperó no haber subestimado el poder del alcance del Amo, retándolo involuntariamente.

Eph tomó su espada y su lámpara. Se ocultó en un hueco cerca de la puerta de la sala de refrigeración, desde donde su campo de visión abarcaba las escaleras. No tenía sentido esconderse: los vampiros podían oír el latido de un corazón humano, y la circulación de la sangre que ansiaban.

Los pasos descendieron lentamente hasta llegar al piso inferior y abrieron la puerta de una patada. Eph vio un destello de plata, una espada larga como la suya. De inmediato supo quién era y se tranquilizó.

Fet vio a Eph recostado contra la pared y entrecerró los ojos, tal como acostumbraba. El exterminador llevaba pantalones de lana y una chaqueta de un azul intenso. La correa de cuero de su bolsa le cruzaba el pecho. Se quitó la capucha, revelando su pelo encanecido, y envainó su espada.

—¿Vasiliy? —dijo Eph—. ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

Fet vio la bata y los guantes de Eph, y luego miró al
strigoi
diseccionado en la mesa, que aún se movía.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó Fet, bajando su espada—. He llegado hoy…

Eph se apartó de la pared y recogió la mochila del suelo para guardar la espada.

—Estoy examinando a este vampiro.

Fet se acercó a la mesa y vio la cara aplastada de la criatura.

—¿Tú le has hecho eso?

—No. No directamente. Fue golpeado por un trozo de ladrillo cuando volé un hospital.

Fet miró a Eph.

—Ya veo; entonces fuiste tú…

—Me acorralaron. Bueno, casi…

Eph sintió alivio al ver a Vasiliy… y también un rayo de ira atravesándole el cuerpo. Se quedó inmóvil. No sabía qué hacer. ¿Debería abrazar al cazador de ratas, o darle una paliza?

Fet miró de nuevo al
strigoi
con una mueca de asco.

—Y entonces decidiste traerlo aquí para jugar con él.

—Vi en esta criatura una oportunidad para responder algunas preguntas pendientes sobre el sistema biológico de nuestros torturadores.

—Parece más bien una tortura —observó Fet.

—Bien, esa es la diferencia entre un exterminador y un científico.

—Tal vez —dijo Fet, yendo al otro lado de la mesa—. O tal vez no percibas la diferencia: como no puedes hacerle daño al Amo, atrapaste esta cosa en su lugar. ¿Te das cuenta de que esta criatura no te dirá dónde está tu hijo?

A Eph no le gustaba que le restregaran a Zack de ese modo. Eph se jugaba algo en esa batalla que ninguno de los demás entendía.

—Al estudiar su biología, busco posibles debilidades en su diseño genético. Algo que podamos explotar.

—Sabemos lo que son. Fuerzas de la naturaleza que nos invaden y que explotan nuestros cuerpos. Que se alimentan de nosotros. No son precisamente un misterio —objetó Fet.

La criatura emitió un gemido y se agitó en la mesa. Movió las caderas hacia delante y su pecho jadeó como si cargara con un compañero invisible.

—Cielos, Eph, destruye esta cosa de mierda. —Fet se alejó de la mesa—. ¿Dónde está Nora?

Intentó que la pregunta sonara despreocupada, pero no lo consiguió.

Eph respiró hondo.

—Creo que le ha pasado algo.

—¿Qué quieres decir con «algo»? ¡Habla!

—No estaba aquí cuando volví. Ni su madre tampoco.

—¿Dónde están entonces?

Creo que se las llevaron. No he tenido noticias de ella. Y si tú tampoco sabes nada, entonces le ha sucedido algo.

Fet lo miró estupefacto.

—¿Y creíste que lo mejor que podías hacer era quedarte aquí y diseccionar a un vampiro de mierda?

—Sí; quedarme aquí y esperar a que alguno de vosotros se pusiera en contacto conmigo.

Fet frunció el ceño ante la respuesta de Eph. Sintió deseos de abofetearlo y decirle que aquello era una pérdida de tiempo. Eph lo había tenido todo y Fet no tenía nada, y sin embargo, Eph desperdició o ignoró su buena fortuna. Sí, le habría gustado darle un par de bofetadas.

—Vamos, quiero ver qué es lo que ha sucedido —dijo Fet, después de lanzar un fuerte suspiro.

Eph lo condujo hasta arriba y le enseñó la silla volcada, al igual que la lámpara, la ropa y la bolsa con las armas abandonadas por Nora. Observó los ojos de Fet y vio que le ardían. Debido al engaño de Fet y de Nora, Eph se imaginaba que disfrutaría al ver sufrir a su rival, pero no lo hizo. No tenía motivos para alegrarse.

—Tiene mala pinta —dijo Eph.

—¡Mala pinta! —exclamó Fet, dándose la vuelta hacia las ventanas que miraban a la ciudad—. ¿Eso es todo lo que se te ocurre decir?

—¿Qué quieres que hagamos?

—Dijiste que teníamos una opción. Tenemos que rescatarla.

—¡Ah, qué fácil!

—¡Sí, fácil! ¿No querrías que te rescatáramos a ti?

—No lo esperaría.

—¿En serio? —exclamó Fet, girándose hacia él—. Creo que tenemos ideas radicalmente diferentes sobre la lealtad.

—Sí, yo también lo creo —subrayó Eph, con el suficiente énfasis para que sus palabras no pasaran desapercibidas.

Fet tardó un momento antes de responder, ignorando la alusión.

—Piensas que la han secuestrado, pero que todavía no la han convertido.

—No aquí. Pero ¿cómo podemos saberlo con certeza? A diferencia de Zack, ella no tiene un Ser Querido a quien buscar, ¿verdad?

Era otro golpe. Eph no pudo evitarlo. El ordenador con su correspondencia personal estaba ahí, sobre el escritorio.

Fet dedujo que Eph sospechaba algo. Tal vez lo estaba desafiando a que se desahogara para acusarlo abiertamente, pero Fet no le dio esa satisfacción. Así que, en lugar de responder a las insinuaciones del médico, se limitó a contestar como de costumbre, atacando el punto vulnerable de Eph.

—Supongo que fuiste de nuevo a casa de Kelly, en vez de estar aquí para encontrarte con Nora a la hora señalada. Esa obsesión con tu hijo te ha transformado, Eph. De acuerdo, él te necesita. Pero nosotros también te necesitamos. Ella te necesita. No se trata únicamente de ti y de tu hijo. Hay otros que confían en ti.

—¿Y tú qué? —replicó Eph—. ¿Qué pasa con tu obsesión con Setrakian? Por eso viajaste a Islandia. Para hacer lo que pensabas que él habría hecho. ¿Descifraste todos los secretos del
Lumen
? ¿No? Supongo que no. También podrías haber permanecido aquí, pero decidiste seguir los pasos del anciano; su autoproclamado discípulo.

—Me arriesgué. Tarde o temprano tendremos suerte. —Fet levantó las manos—. Pero olvídate de todo eso, concentrémonos en Nora. Ella es nuestro único problema en este momento.

—En el mejor de los casos, está fuertemente custodiada en un campamento de extracción de sangre. Si adivinamos cuál es, lo único que tendremos que hacer es entrar, encontrarla y salir por la puerta. Se me ocurren otras maneras más fáciles de suicidarnos —señaló Eph.

Fet comenzó a recoger las cosas de Nora.

—La necesitamos. Así de simple. No podemos permitirnos el lujo de perder a nadie. Debemos ponernos manos a la obra si queremos tener alguna posibilidad de salir de este lío.

—Fet…, llevamos dos años en esto. El sistema del Amo se ha consolidado. Estamos perdidos.

—Eso no es cierto; que no haya acertado con el
Lumen
no significa que haya vuelto con las manos vacías.

Eph intentó comprender.

—¿Comida?

—Eso también —dijo Fet.

Eph no estaba de humor para jugar a las adivinanzas. Además, con la sola mención de comida de verdad, se le hizo la boca agua y el estómago se le encogió.

—¿Dónde?

—En una nevera. Está escondida cerca. Puedes ayudarme a llevarla.

—¿Llevarla adónde?

—A Uptown —respondió Fet—. Tenemos que buscar a Gus.

Staatsburg, Nueva York

NORA IBA EN EL ASIENTO TRASERO DE UN SEDÁN que se desplazaba a toda velocidad por una zona rural de Nueva York azotada por la lluvia. Los asientos oscuros estaban limpios, pero las alfombrillas estaban cubiertas de barro. Nora iba en el extremo derecho, acurrucada en un rincón, sin saber qué sucedería a continuación.

No sabía adónde la llevaban. Después de su sorprendente encuentro con Everett Barnes, su antiguo jefe, había sido conducida por dos vampiros descomunales a un edificio con una sala llena de duchas sin cortinas. Las criaturas permanecieron cerca de la única puerta del aquel lugar. Ella habría podido negarse, pero pensó que era mejor seguir adelante y ver qué sucedía; tal vez tuviera una oportunidad mejor para escapar.

Entonces se desnudó y se duchó. Tímidamente al principio, pero cuando miró de nuevo a los vampiros, vio que estaban concentrados en la pared del fondo, con el típico aire distante en su mirada, carente de cualquier interés en las formas humanas.

El agua fría —no logró que saliera caliente— provocó una extraña sensación en su cráneo afeitado. Su piel fue aguijoneada por las gotas de agua fría que se deslizaban por el cuello y la espalda. El agua le produjo una sensación agradable. Nora cogió media pastilla de jabón del hueco de azulejos. Se enjabonó las manos, la cabeza y el vientre, y el ritual fue reconfortante. Se lavó los hombros y el cuello, haciendo una pausa para oler el perfume del jabón —a rosas y a lilas—, una reliquia del pasado. Alguien había fabricado aquella pastilla en algún sitio, junto a miles de personas, y la había empaquetado y despachado un día como cualquier otro, con sus atascos de tráfico, desplazamientos a la escuela y almuerzos apresurados. Alguien pensó que la pastilla de jabón de rosas y lilas se vendería bien, y diseñó el producto —la forma, el aroma y el color— para atraer la atención de las clientas en las abarrotadas estanterías de un Kmart o de un Walmart. Y ahora esa pastilla de jabón estaba allí, en un campamento de sangre. Un objeto arqueológico que olía a rosas y a lilas, y a tiempos pasados.

Un vestido nuevo, gris y sin mangas, estaba doblado en un banco en el centro de la sala, al lado de un par de bragas de algodón blanco. Se vistió y fue conducida de nuevo a través del barracón de cuarentena, hasta llegar a las puertas del campamento. En la parte superior, en un arco de hierro oxidado, goteaba la palabra «libertad». Un sedán llegó seguido de otro. Nora subió al primero; nadie subió al segundo.

Una división de plástico duro, similar al cristal, la separaba de la conductora. Ella era un ser humano de poco más de veinte años, vestida con traje masculino de chófer y una gorra. La parte posterior de su cráneo estaba afeitada debajo de la gorra. Nora supuso que la habían rapado, y que era, por lo tanto, una interna del campamento. Y sin embargo, el tono rosado de la nuca y el color de sus manos hizo que Nora dudara de que fuera una simple sangradora.

Nora se dio la vuelta de nuevo, obsesionada con el coche que venía detrás, tal como lo venía haciendo desde que salieron del campamento. No podía saberlo con certeza debido al resplandor de los faros en la lluvia oscura, pero algo en la postura del conductor le hizo pensar que era un vampiro. En cuanto al otro coche, tal vez fuese un vehículo de apoyo, por si ella intentaba escapar. Las puertas del sedán en el que iba estaban despojadas de sus paneles interiores y apoyabrazos, y el seguro y la manija de la ventanilla habían sido sacados.

Nora se esperaba un largo viaje, pero tras recorrer tres o cuatro kilómetros, el coche salió de la carretera y atravesó la verja de un portón abierto. En medio del espesor y la oscuridad de la niebla, al final de un largo y ondulado camino, se alzaba la casa más grande y sofisticada que había visto nunca. Enclavada en la campiña de Nueva York como si se tratara de una mansión feudal europea, casi todas sus ventanas brillaban con una luz amarilla y cálida, como anunciando una fiesta.

El sedán se detuvo. La conductora permaneció detrás del volante mientras un mayordomo se acercaba con dos paraguas, uno de ellos abierto por encima de su cabeza. Abrió la puerta de Nora para protegerla de la lluvia fangosa con el otro paraguas que traía en la mano, y la acompañó hasta las escaleras de mármol pulido. Cuando entraron en la casa, el hombre dejó los paraguas, sacó una toalla blanca de un estante cercano y le limpió el barro de los pies.

—Por aquí, doctora Martínez —le dijo.

Ella lo siguió por un pasillo ancho, sintiendo la frescura del suelo de madera bajo las plantas de sus pies descalzos. Las habitaciones estaban bien iluminadas, la ventilación del piso emanaba un aire cálido y se olía la suave fragancia de un producto de limpieza. Todo era muy civilizado y humano; es decir, como un sueño. La diferencia entre el campamento de extracción de sangre y aquella mansión era la misma que había entre la ceniza y el satén.

El mayordomo abrió la puerta doble que daba a un comedor opulento provisto de una larga mesa en la que se había colocado servicio solo para dos, en un extremo. Los platos tenían los bordes dorados y estriados y un pequeño escudo en el centro. Los vasos eran de cristal, pero los cubiertos eran de acero inoxidable. Al parecer, esta era la única concesión a la realidad de un mundo gobernado por vampiros en toda la mansión.

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