Eterna (37 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

—Soy médico —dijo Barnes.

El chico lo rechazó, y se dirigió directamente al Amo. Barnes retrocedió unos pasos, más sorprendido que otra cosa. El chico cayó de rodillas ante el Amo, que observó el sufrimiento reflejado en su rostro. El Amo dejó que sufriera unos minutos más, y luego levantó su brazo, dejando deslizar la manga de su capa. Chasqueó el pulgar sobre la garra del dedo medio, rasgando su piel. Sostuvo el pulgar sobre la cara del muchacho, una gruesa gota de sangre suspendida en la punta del dedo. La gota se alargó poco a poco, desprendiéndose y cayendo en la boca abierta de Zack.

Barnes sintió arcadas, asqueado. Pero ya había vomitado al bajar del helicóptero.

Zack cerró la boca, como si hubiera ingerido todo el cuentagotas de una medicina. Hizo una mueca —ya fuera por el sabor o por el dolor de la deglución—, y poco después retiró la mano de su garganta. Mantuvo la cabeza gacha mientras recuperaba su respiración normal y sus vías respiratorias se despejaban milagrosamente. Casi de inmediato, su semblante recobró su color normal, es decir, la normalidad cetrina y hambrienta de sol.

Parpadeó y miró a su alrededor, reparando en la habitación. Su madre —o lo que quedaba de ella— había entrado por la puerta, tal vez convocada por la angustia de su Ser Querido. Sin embargo, su rostro cadavérico no reflejó ninguna emoción. Barnes se preguntó con qué frecuencia se realizaba aquella curación ritual. ¿Una vez a la semana? ¿Una vez al día?

El chico miró a Barnes como si lo hiciera por primera vez; al hombre de perilla blanca al que había apartado con brusquedad unos momentos antes.

—¿Por qué hay otro ser humano aquí? —preguntó Zack Goodweather.

La arrogancia del muchacho sorprendió a Barnes, que recordaba al hijo de Goodweather como un chico pensativo, curioso y de buenos modales. Barnes se pasó los dedos por el cabello, recuperando algo de dignidad.

—Zachary, ¿te acuerdas de mí?

Los labios del niño se torcieron con un rictus de desprecio, como si le molestara la petición de recordar el rostro de Barnes.

—Vagamente —dijo, con un tono áspero.

Barnes conservó la compostura.

—Yo era el jefe de tu padre. En el Viejo Mundo.

Barnes vio al padre en el hijo nuevamente, aunque de una forma menos nítida. De la misma forma que Eph había cambiado, también lo había hecho el muchacho. Sus ojos eran distantes y desconfiados. Tenía la actitud de un joven príncipe.

—Mi padre está muerto —dijo Zachary Goodweather.

Barnes estuvo a punto de sacarlo de su error, pero contuvo sabiamente sus palabras. Miró al Amo, sin notar ningún cambio de expresión en el rostro velado de la criatura. Barnes sabía que no debía contradecirle; por un momento, mientras consideraba la posición de cada uno de ellos en este drama particular, se sintió mal por Eph. Su propio hijo… Sin embargo, Barnes era Barnes, así que la desazón no le duró mucho y comenzó a pensar en cómo sacarle provecho a la situación.

Biblioteca Low, Universidad de Columbia

CONSIDERA LO SIGUIENTE SOBRE EL LUMEN.

Dos palabras compendian la ubicación del Sitio Negro del Amo:
Obscura
y
Aeterna.
Pero no se dan las coordenadas exactas
.

—Todos los sitios las tenían —dijo Fet—. Salvo uno.

Estaba trabajando activamente en la Biblia, intentando que se pareciera al
Lumen
tanto como fuera posible. Una pila de libros destrozados, en busca de fragmentos o grabados similares a los del manuscrito iluminado, daban fe de su empeño en la tarea.

¿Por qué? ¿Y por qué únicamente esas dos palabras?

—¿Crees que esa es la clave?

Creo que sí. Siempre pensé que la clave se hallaba en la información contenida en el libro, pero resulta que se encuentra precisamente en aquello que no dice. El Amo fue el último en nacer. El más joven de todos. Tardó siglos en restablecer el vínculo con el Viejo Mundo y aún más en adquirir el poder necesario para destruir los sitios de origen de los Ancianos. Pero ahora…, ahora ha regresado al Nuevo Mundo, a Manhattan. ¿Por qué?

—Porque quería proteger su lugar de origen.

La señal de fuego en el cielo así lo confirmó. Pero ¿dónde está?

A pesar de la reveladora información, Fet parecía distante, distraído.

¿Qué pasa?

—Lo siento. Estoy pensando en Eph —dijo Fet—. Está fuera. Con Nora.

¿Dónde?

—Buscando medicamentos para mí.

El doctor Goodweather tiene que estar protegido. Es vulnerable.

Fet no esperaba oír esa advertencia.

—Estoy seguro de que estarán bien —dijo, aunque era su turno para preocuparse.

Macy’s Herald Square

EPH Y NORA SALIERON DEL METRO EN LA CALLE 34 y la estación Pensilvania. Dos años antes, había sido allí, en la estación de tren, donde Eph dejó a Nora, a Zack y a Mariela en un último intento para escapar de Nueva York antes de que la ciudad sucumbiera a la epidemia. Una horda de vampiros había descarrilado el tren a la altura del túnel de North River, frustrando su fuga, y Kelly secuestró a Zack, para llevárselo al Amo.

Analizaban la pequeña farmacia situada en la esquina de Macy’s. Nora veía pasar a los transeúntes hacia o desde sus empleos de seres humanos oprimidos, o bien camino al centro de racionamiento en el Empire State Building, donde intercambiarían bonos de trabajo por ropa o raciones de comida.

—¿Y ahora qué? —preguntó Eph.

Nora miró en diagonal a través de la Séptima Avenida, a una manzana de distancia de Macy’s. La puerta principal había sido sellada con tablas.

—Atravesaremos la tienda y entraremos en la farmacia. Sígueme.

Las puertas giratorias habían sido selladas desde hacía mucho tiempo, los cristales estaban rotos entre las tablillas. Ir de compras, ya fuera por necesidad o como una actividad de ocio, era algo que había dejado de existir. Ahora todo eran cupones y cartillas de racionamiento.

Eph reparó en la lámina de madera en la entrada de la calle 34.

El interior de la «tienda por departamentos más grande del mundo» era un completo desastre. Los estantes volcados, toda la ropa destrozada. Más que un saqueo, parecía el escenario de una gresca fenomenal o de una serie de peleas. Un saqueo perpetrado por vampiros y seres humanos.

Entraron en la farmacia a través del mostrador de la tienda. Los estantes estaban prácticamente vacíos. Nora cogió unos antibióticos y algunas jeringas. Eph hizo lo propio con un frasco de Vicodina —aprovechando un descuido de Nora— y lo guardó en el bolsillo de su impermeable.

En cinco minutos consiguieron lo que habían venido a buscar. Nora miró a Eph.

—Necesito algo de ropa de abrigo y un par de zapatos. Estas zapatillas ya están gastadas.

Eph pensó en gastarle una broma sobre su compulsión por las «compras», pero guardó silencio. Un poco más adentro, las cosas no estaban tan mal. Subieron por las célebres escaleras de madera de la tienda, las primeras de ese estilo que habían sido instaladas en el interior de un edificio.

Sus linternas iluminaron la planta, intacta desde el final de la era del consumo, tal como la había conocido el mundo. Eph no pudo evitar un sobresalto al ver a los maniquíes, cuyas cabezas calvas y expresiones fijas les conferían —en el momento de enfocarlos con la linterna— una vaga semejanza con los
strigoi
.

—El mismo corte de pelo —dijo Nora con sorna—. Ha causado verdadero furor…

Recorrieron la tienda, examinándola, buscando señales de peligro o de vulnerabilidad.

—Tengo miedo, Nora —confesó Eph, sorprendiéndola—. El plan… Tengo miedo y no me importa reconocerlo.

—El intercambio será difícil —dijo Nora en un susurro, mientras bajaba unas cajas de zapatos en la sección de calzado de la tienda—. Ese es el truco. Dile que estamos buscando el libro para que el señor Quinlan lo estudie. El Amo seguramente no desconoce la existencia del Nacido. Dile que piensas apropiarte del libro tan pronto como puedas. Elegiremos un lugar estratégico para colocar la bomba, y tú lo atraerás hacia ella; que traiga tantos refuerzos como quiera. Una bomba es una bomba…

Eph asintió. Escudriñó el rostro de Nora en busca de alguna señal de traición.

Estaban solos; si ella iba a revelarse como traidora, ese era el momento.

Nora desechó las botas de cuero elegantes. Le urgía encontrar unos zapatos resistentes y sin tacones.

—Solo necesitamos que el falso libro se parezca al
Lumen
—señaló Eph—. Las cosas se moverán con tanta rapidez que solo tendremos que pasar esa prueba del vistazo inicial.

—Fet está trabajando en ello —dijo Nora con absoluta seguridad; casi con orgullo—. Puedes confiar en él… —Se dio cuenta entonces de lo que entrañaba esa alusión—. Escucha, Eph, en cuanto a Fet…

—No tienes que explicar nada. Lo entiendo. El mundo está jodido y solo merecemos estar con aquellos que se preocupan por nosotros, sin importar lo demás. De un modo extraño…, bueno, si iba a ser otro, me parece bien que sea Fet. Porque él dará su vida antes de permitir que te suceda algo malo. Setrakian lo sabía y lo escogió por encima de mí, y tú también lo sabes. Él puede hacer lo que yo nunca seré capaz: estar ahí para ti.

Nora tuvo emociones encontradas en ese instante. Así era Eph en su momento estelar: generoso, inteligente y cariñoso. Ella hubiera preferido que fuera casi un imbécil. Pero ahora lo veía como era realmente: el hombre del que ella se había enamorado una vez. Su corazón aún sentía el poder de la atracción.

—¿Y si el Amo quiere que yo le lleve el libro? —preguntó Eph, volviendo a su preocupación inicial.

—Puedes decirle que te estamos persiguiendo. Que necesitas que venga a buscarlo. O tal vez debes insistir para que te entregue a Zack.

El rostro de Eph se ensombreció un momento, recordando la negativa abyecta del Amo en cuanto a ese punto.

—Esto plantea un problema importante —dijo él—. ¿Cómo puedo poner esto en marcha y salirme con la mía?

—No sé. Hay demasiadas variables en juego. Vamos a necesitar mucha suerte. Y valor. No te culpo si tienes dudas.

Ella lo observó en busca de una fisura en su actitud… o acaso de un resquicio para revelar un secreto que no podía ocultar.

—¿Estás titubeando? —dijo él, tratando de hacerla hablar.

—¿Acerca de continuar con el plan?

Él vio la preocupación reflejada en su rostro cuando giró la cabeza. No advirtió ningún indicio de traición y se alegró. Se sintió aliviado. Las cosas habían cambiado entre ellos, es cierto, pero en esencia, ella seguía siendo la misma combatiente por la libertad que él había conocido. Esto fortaleció su creencia de que él también era así.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nora.

—¿Qué? —dijo Eph.

—Parecía casi como si estuvieras sonriendo.

Eph negó con la cabeza.

—Simplemente pienso que lo realmente importante es que Zack sea liberado. Haré lo que sea necesario para lograrlo.

—Eso es maravilloso, Eph. Realmente lo creo.

—¿Crees que el Amo cumplirá su parte? —dijo Eph—. ¿Que el Amo piensa que yo podría hacer esto? ¿Que yo podría traicionaros?

—Sí —dijo ella—. Creo que se ajusta a su forma de pensar. ¿No te parece?

Eph asintió, contento de que ella no lo estuviera mirando en ese momento. Si no era Nora, entonces ¿quién era el traidor? Fet no, sin duda alguna. ¿Podría ser Gus? ¿Toda su bravuconería con Eph no sería acaso una coartada? Joaquín era otro posible sospechoso. Tantas elucubraciones lo estaban enloqueciendo aún más.

… Nunca puedes bajar; nunca puedes bajar por el desagüe…

Eph escuchó un ruido en donde estaban los expositores. Los sonidos furtivos, en otro tiempo identificados con los roedores, actualmente solo significaban una cosa.

Nora también lo había oído. Apagaron las linternas.

—Espera aquí —dijo Eph. Nora comprendió que debía ir solo para que el subterfugio tuviera éxito—. Y ten cuidado.

—Siempre —dijo ella, sacando su espada de plata.

Eph se deslizó por la puerta, teniendo cuidado de no golpear el mango de la espada que sobresalía de su mochila. Se puso su binocular de visión nocturna y esperó a que la imagen se estabilizara.

Todo parecía estar detenido. Todas las manos de los maniquíes eran de tamaño normal, sin la garra extendida del dedo medio. Eph giró a la derecha, manteniéndose en el borde de la sala, y vio un gancho que oscilaba suavemente sobre una rejilla circular cerca de la escalera mecánica.

Sacó su espada y se dirigió rápidamente al rellano de madera.

La escalera mecánica —que no funcionaba— se precipitaba en un espacio cerrado y estrecho. Descendió tan rápida y silenciosamente como pudo, y observó el nivel superior desde el rellano. Algo le dijo que siguiera bajando, y así lo hizo.

Redujo la velocidad al llegar a la base inferior, tras detectar un olor familiar. Un vampiro había estado allí; Eph se encontraba muy cerca de su rastro. Era extraño que un vampiro anduviese solo, en lugar de estar trabajando. A menos que patrullar ese centro comercial fuera su tarea asignada. Eph se aventuró a salir de la escalera, avanzando por el suelo de color verde. Nada se movía. Estaba a punto de dirigirse hacia un expositor cuando oyó un leve chasquido en la dirección opuesta.

Intentó distinguir alguna figura moviéndose en las sombras pero únicamente vio formas borrosas más allá de su campo de visión. Se agachó, deslizándose por el expositor en dirección al ruido. El letrero encima de la puerta indicaba la localización de los baños y de las oficinas administrativas, así como el ascensor. Eph se arrastró a un lado de las oficinas, examinando cada una de las puertas abiertas. Podía darse la vuelta y abrir las que permanecían cerradas después de inspeccionar toda la zona. Se dirigió a los baños, y entreabrió la puerta del baño de mujeres para atenuar el ruido. Entró y examinó los inodoros, abriendo cada puerta, espada en mano.

Volvió al pasillo y permaneció a la escucha, sintiendo que había perdido el débil rastro que venía siguiendo. Tiró de la puerta del baño de los hombres y entró. Pasó por los urinarios, abrió las puertas de los cubículos con la punta de su espada y luego, decepcionado, retrocedió para salir.

En una explosión de papeles y desperdicios, el vampiro saltó desde el cubo de basura situado cerca de la puerta, y aterrizó en la cabecera de los lavabos. Eph se echó hacia atrás, maldiciendo y blandiendo su espada para protegerse del aguijón. Se plantó con firmeza, con la espada alzada para no verse acorralado contra uno de los inodoros. Le enseñó la hoja de plata al vampiro sibilante, mientras se acercaba al cubo de donde había irrumpido con el papel amontonándose a sus pies.

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