Eterna (33 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

El Nacido comenzó a guardar los recipientes de madera dentro de una funda de plástico para colocarlos en una bolsa de cuero.

—Espera —dijo Fet—. Nos estamos olvidando de algo muy importante.

—¿De qué? —preguntó Gus.

—¿Cómo demonios le haremos esta oferta al Amo? ¿Cómo podremos ponernos en contacto con él?

—Conozco una manera —dijo Nora, tocando a Fet en el hombro sin vendar.

Harlem Latino

LOS CAMIONES DE SUMINISTRO QUE venían a Manhattan desde Queens se desplazaban por el despejado carril del medio en el puente Queensboro, que cruzaba el East River y llevaba al sur por la Segunda Avenida, o al norte por la Tercera.

El señor Quinlan estaba en la acera de los edificios George Washington entre las calles 97 y 98, cuarenta cuadras al norte del puente. El Nacido esperó bajo la lluvia, con la capucha cubriéndole la cabeza, mirando el paso de vehículos ocasionales. Los convoyes fueron ignorados. También los camiones o vehículos de Stoneheart. La primera preocupación del señor Quinlan era alertar de alguna manera al Amo.

Fet y Eph estaban a la sombra de una puerta en el primer bloque de casas. Habían visto un vehículo cada diez minutos más o menos en los últimos cuarenta y cinco minutos. Los faros aumentaron sus esperanzas, pero el desinterés del señor Quinlan las frustró. Y así, permanecieron en la puerta oscura, a salvo de la lluvia, pero no de la peculiaridad que había ahora en su relación.

Fet estaba ejecutando su nuevo plan en la cabeza, tratando de convencerse de que podía funcionar. El éxito parecía una posibilidad muy remota, pero, como de costumbre, no tenían muchas más opciones en espera, preparadas para poner en funcionamiento.

Matar al Amo. Lo habían intentado una vez, mediante la exposición de la criatura al sol, y habían fracasado. Cuando, al parecer, Setrakian envenenó su sangre antes de morir, utilizando el veneno anticoagulante para roedores de Fet, el Amo se había limitado a desprenderse de su huésped humano, asumiendo la forma de otro ser sano. La criatura parecía invencible.

Y, sin embargo, la habían herido. En ambas ocasiones. No importaba la forma original que tuviera la criatura, parecía que necesitaba existir poseyendo a un ser humano. Y los seres humanos podían ser destruidos.

—No podemos fallar esta vez —dijo Fet—. Nunca tendremos una oportunidad mejor.

Eph asintió, mirando hacia la calle, esperando la señal del señor Quinlan.

Parecía vigilado. Tal vez tenía dudas sobre el plan, o tal vez se trataba de algo más. La falta de confianza en Eph había provocado una grieta en su relación, pero la situación con Nora había ocasionado una brecha permanente.

En ese momento la mayor preocupación de Fet era que la irritación que Eph sentía hacia él no tuviera un impacto negativo en sus esfuerzos.

—No ha pasado nada —dijo Fet— entre Nora y yo.

—Ya lo sé —replicó Eph—. Pero ha pasado
todo
entre ella y yo. Se acabó. Lo sé. Y habrá un momento en que tú y yo hablaremos de esto y tal vez nos liemos a puñetazos por ella. Pero ahora no es el momento. Ahora, esto tiene que ser nuestro objetivo. Todos los sentimientos personales deben quedar a un lado… Mira, Fet, estamos emparejados. Éramos tú y yo, o Gus y yo. Y prefiero escogerte a ti.

—Me alegro de que todos estemos en el mismo bando otra vez —dijo Fet.

Eph estaba a punto de responder cuando unos faros aparecieron una vez más. Esta vez, el señor Quinlan se dirigió a la calle. El camión estaba demasiado lejos para que pudieran identificar al conductor, pero el señor Quinlan lo había hecho. Permaneció en el carril del camión, y los faros lo iluminaron.

Una de las reglas de tráfico era que cualquier vampiro podía dirigir un vehículo conducido por un humano, del mismo modo que un soldado o un policía podía hacerlo con un vehículo civil en los antiguos Estados Unidos. El señor Quinlan levantó la mano; su dedo medio alargado era visible, al igual que sus ojos rojos. El camión se detuvo, y su conductor, un miembro de Stoneheart con un traje oscuro debajo de un cálido abrigo, abrió la puerta del copiloto con el motor todavía en marcha.

El señor Quinlan se acercó al conductor, oculto a la vista de Fet por el lado del copiloto del camión. Fet vio que el conductor se sacudía de repente dentro de la cabina. El señor Quinlan dio un salto en la puerta. Parecían estar forcejeando a través de las ventanas manchadas por la lluvia.

—¡Vamos! —ordenó Fet, y salieron corriendo de su escondite, hacia la lluvia. Dejaron la acera y se apresuraron sobre el lado del conductor del camión. Fet casi choca contra el señor Quinlan, retrocediendo solo en el último momento, cuando vio que no era el señor Quinlan quien forcejeaba, sino el conductor.

El aguijón del Nacido estaba lleno de sangre; sobresalía de la base de su garganta en la mandíbula desencajada, y se estrechaba en la punta firmemente insertada en el cuello del conductor.

Fet retrocedió bruscamente. Cuando Eph llegó y vio aquello, hubo un momento de afinidad entre los dos, de disgusto compartido. El señor Quinlan se alimentó con rapidez, con sus ojos clavados en los del conductor, cuyo rostro se había transformado en una máscara paralizada por el miedo.

Fet recordó la facilidad con la que el señor Quinlan podría volverse contra ellos —contra cualquiera— en un instante.

Fet solo volvió a mirar cuando estuvo seguro de que la alimentación había terminado. Vio el aguijón retraído del señor Quinlan, su parte más estrecha colgando de la boca como la cola sin pelo de un animal que se hubiera tragado. Lleno de energía, el señor Quinlan levantó al conductor inerte y lo dejó en la calle sin ningún esfuerzo, como si fuera un fardo de ropa. Cuando estuvo oculto a medias por la puerta, el señor Quinlan le rompió el cuello con una rotación contundente, en un gesto de misericordia y de pragmatismo.

Dejó el cadáver destrozado a la puerta antes de volver junto a ellos en la calle. Necesitaban empezar a moverse antes de que llegara otro vehículo. Fet y Eph se reunieron con él en la parte trasera del camión, y Fet abrió el cierre, levantando la puerta corredera.

Un camión refrigerado.

—¡Maldita sea! —dijo Fet. Tenían que recorrer un trayecto de una hora, o tal vez dos, y Fet y Eph iban a pasar frío, porque no podían ser vistos en la parte delantera—. Y ni siquiera lleva comida decente —murmuró cuando subió al interior y hurgó en los pedazos de cartón.

El señor Quinlan tiró de la correa de caucho que bajaba la puerta, encerrando a Fet y a Eph en la oscuridad. Fet se había asegurado de que hubiera rejillas de ventilación para que el aire circulara. Oyeron la puerta del conductor cerrarse, y el camión se puso en marcha, sacudiéndose mientras se precipitaba hacia delante.

Fet sacó un forro polar de su mochila, se lo puso y se abrochó la chaqueta por encima. Extendió algunos pedazos de cartón y se colocó la parte blanda de su mochila detrás de la cabeza, tratando de ponerse cómodo. A juzgar por los sonidos, Eph estaba haciendo lo mismo. El traqueteo del camión, debido al ruido y a las vibraciones, les impedía conversar, lo cual estaba bien.

Fet se cruzó de brazos, tratando de olvidarse de su mente. Se concentró en Nora. Era consciente de que probablemente nunca habría atraído a una mujer de ese calibre en circunstancias normales. Los tiempos de guerra unían a hombres y mujeres, a veces a causa de la necesidad, a veces por conveniencia, pero de vez en cuando era obra del destino. Fet confiaba en que su atracción fuera el resultado de esto último. Las personas también suelen encontrarse a sí mismas en tiempos de guerra. Fet había descubierto su mejor faceta allí, en la peor de las situaciones, sin embargo Eph, al contrario, parecía completamente perdido en ciertas ocasiones.

Nora quería ir con ellos, pero Fet la convenció de que se quedase con Gus, no solo para ahorrar energías, sino también porque sabía que ella no sería capaz de renunciar a atacar a Barnes si lo veía de nuevo, lo que pondría su plan en peligro. Además, Gus necesitaba ayuda con su importante misión.

—¿En qué piensas? —le había preguntado a Fet, frotándose su cabeza sin pelo en un momento más tranquilo.

Fet echaba de menos su largo cabello, pero había algo hermoso y austero en su rostro sin adornos. Le gustaba la línea delicada de la parte posterior de la cabeza, la línea grácil que iba a través de la nuca hasta el comienzo de sus hombros.

—Parece como si hubieras vuelto a nacer —le dijo él.

Ella frunció el ceño.

—¿No resulta estrafalario?

—Si acaso, pareces un poco más delicada. Más vulnerable.

Ella enarcó las cejas sorprendida.

—¿Quieres que sea más vulnerable?

—Bueno, solo conmigo —dijo él con franqueza.

Eso la hizo sonreír, y a él también. Las sonrisas eran escasas; racionadas como los alimentos en aquellos días oscuros.

—Me gusta este plan —dijo Fet—, porque representa una posibilidad. Pero también estoy preocupado.

—Por Eph —dijo Nora, entendiendo y coincidiendo con él—. Se trata de todo o nada. O bien él se desmorona, y nos ocupamos de eso, o se levanta y aprovecha su oportunidad.

—Creo que va a levantarse. Tiene que hacerlo. Tiene que hacerlo.

Nora admiró la fe que Fet tenía en Eph, aunque ella no estaba convencida.

—Cuando empiece a crecer de nuevo —dijo ella, sintiendo otra vez su frío cuero cabelludo—, llevaré el pelo muy corto durante un tiempo, como un hombre.

Él se encogió de hombros, imaginándola así.

—Puedo soportarlo.

—O tal vez me lo afeite, y lo mantenga como ahora. De todos modos, uso sombrero la mayoría de las veces.

—Todo o nada —dijo Fet—. Esa eres tú.

Ella encontró su gorro de lana, y se lo ajustó sobre el cuero cabelludo.

—¿No te importaría?

Lo único que le importaba a Fet era que ella buscara su opinión. Que él fuera parte de sus planes.

En el interior del camión frío y ruidoso, Fet se durmió con los brazos firmemente cruzados, como si la estuviera sosteniendo a su lado.

Staatsburg, Nueva York

LA PUERTA SE ABRIÓ Y EL SEÑOR QUINLAN observó cómo se ponían de pie. Fet saltó, con las rodillas tiesas y las piernas frías, arrastrando los pies para estimular la circulación. Eph bajó y permaneció con la mochila en la espalda como un autoestopista con un largo camino por recorrer.

El camión estaba aparcado en el arcén de una carretera de tierra, o tal vez al borde de un largo camino privado, lo suficientemente lejos de los troncos de los árboles desnudos como para que no le diera la sombra. La lluvia había cesado, y el suelo estaba húmedo pero no enfangado. El señor Quinlan salió corriendo bruscamente sin explicación alguna. Fet se preguntó si debían seguirlo, pero decidió que antes tenían que entrar en calor.

Cerca de él, Eph parecía muy despierto. Casi ansioso. Fet se preguntó brevemente si el aparente entusiasmo del médico era de origen farmacológico. Pero no, sus ojos estaban claros.

—Pareces dispuesto —comentó Fet.

—Lo estoy —dijo Eph.

El señor Quinlan regresó momentos después. Sin embargo, era un espectáculo inquietante: un vapor espeso salía de su cuero cabelludo y de dentro de su sudadera, pero no de su boca.

Hay unos cuantos guardias en la puerta de entrada, otros en las otras puertas. No veo ninguna manera de evitar que el Amo sea alertado. Pero tal vez, teniendo en cuenta el plan, no sea algo desafortunado.

—¿Qué piensas? —preguntó Fet—. Del plan. Sinceramente, ¿tenemos alguna posibilidad?

El señor Quinlan miró a través de las ramas sin hojas, hacia el cielo negro.

Es una táctica que vale la pena intentar. Hacer salir al Amo es la mitad de la batalla.

—La otra mitad está en derrotarlo —dijo Fet. Miró la cara de vampiro del Nacido, todavía vuelta hacia arriba, imposible de interpretar—. ¿Y tú? ¿Qué posibilidades tienes contra el Amo?

La historia me ha demostrado que he fracasado. No he sido capaz de destruir al Amo, y él no ha sido capaz de destruirme. Él me quiere muerto, de la misma forma que quiere muerto al doctor Goodweather. Eso es lo que tenemos en común. Por supuesto, cualquier señuelo que me incluya a mí sería una estrategia absolutamente transparente.

—No puedes ser destruido por un hombre. Pero puedes ser destruido por el Amo. Así que tal vez el monstruo sea vulnerable contigo.

Lo único que puedo decir con absoluta certeza es que jamás había intentado matarlo con un arma nuclear.

Eph se había colocado su binocular de visión nocturna en la cabeza, deseoso de ponerse en marcha.

—Estoy listo —dijo—. Vamos a hacer esto antes de que me convenza de lo contrario.

Fet asintió, apretando sus correas y colocando el paquete sobre su espalda. Siguieron al señor Quinlan a través de los árboles, mientras el Nacido avanzaba gracias a cierto sentido instintivo de la orientación. Fet no podía discernir camino alguno, pero era fácil —demasiado fácil— confiar en el señor Quinlan. Fet no creía que pudiera bajar la guardia estando cerca de un vampiro, fuera el Nacido o no.

Oyó un zumbido en algún lugar delante de ellos. La densidad de los árboles comenzó a diluirse, y llegaron al borde de un claro. El zumbido era un generador —tal vez el que suministraba energía a la propiedad de Barnes, que parecía estar ocupada—. La casa era enorme, y el terreno era considerable. Estaban al lado derecho de la parte trasera de la propiedad, frente a una cerca para caballos que vallaba el patio posterior y, dentro de este, una pista de equitación.

Los generadores sofocarían la mayor parte del ruido que pudieran hacer, pero la visión nocturna de los vampiros, sensible al calor, era casi imposible de eludir. La señal que hizo el señor Quinlan con su mano extendida detuvo a Fet y a Eph; el Nacido se deslizó entre los árboles, lanzándose con rapidez de un tronco al otro por todo el perímetro de la propiedad. Fet no tardó en perderlo de vista, y súbitamente, el Nacido se separó de los árboles casi a una cuarta parte del camino, en un terreno amplio y descampado. Apareció caminando de forma apresurada y con confianza, pero sin correr. Unos guardias que estaban cerca abandonaron su puesto en la puerta lateral al verle y se dirigieron a su encuentro.

Fet identificaba una maniobra de distracción en cuanto la veía.

—Ahora o nunca —le susurró a Eph.

Salieron de las ramas a la oscuridad plateada del descampado. Sin embargo, no se atrevieron a sacar su espada por temor a que los vampiros sintieran la cercanía de la plata. Era evidente que el señor Quinlan se estaba comunicando de alguna manera con los guardias, que estaban de espaldas a Fet y Eph, quienes corrían a lo largo de la hierba suave, seca y gris.

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