Eterna (31 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

—¿De veras? —Barnes cerró rápidamente la boca. Desde luego, no tenía la intención de cuestionar ni dudar de las palabras del Amo. Si el Amo decía que era así, entonces era cierto—. Perfecto. Los cultivos están recuperando su producción, y como le digo, las reparaciones de las instalaciones de extracción del Campamento Libertad ya se están llevando a cabo.

No digas más. Tu vida se encuentra a salvo por el momento. Pero nunca vuelvas a mentirme. No te atrevas a ocultarme nada. No eres ni valiente ni inteligente. La extracción eficiente y el envasado de la sangre humana es tu misión. Te recomiendo que te concentres en eso.

—Tengo esa intención. Quiero decir, lo haré, señor. Se lo aseguro.

Central Park

ZACHARY GOODWEATHER ESPERÓ A QUE el Castillo Belvedere se sumiera en el silencio. Salió de su habitación a la luz enfermiza del meridiano. Caminó hasta el borde de la plaza de piedra en la cima del promontorio y se asomó a los terrenos baldíos que se extendían más abajo. Los centinelas se habían apartado de la luz pálida, refugiándose en las cuevas excavadas en el esquisto de la base del castillo. Zachary regresó al interior para recuperar su forro polar negro antes de encaminarse hacia la pista de
jogging
del parque, contraviniendo el toque de queda para los humanos.

El Amo disfrutaba viendo al chico violar las reglas y poner los límites a prueba. El Amo nunca dormía en el castillo, pues lo consideraba demasiado vulnerable a los ataques durante las dos horas de sol; prefería su cripta oculta en los Claustros, sepultado en un lecho frío de tierra centenaria. Durante la tregua de luz, el Amo se había acostumbrado a ver el mundo a través de los ojos de Zachary, explotando su vínculo, fortalecido gracias al tratamiento del asma del muchacho con la sangre del Amo.

El chico desconectó su transportador personal Segway todoterreno y recorrió el trayecto hacia el sector sur del parque, hasta llegar a su zoológico personal; describió tres círculos —parte de su creciente trastorno obsesivo-compulsivo— antes de abrir la puerta principal. Una vez dentro, se dirigió a la caja donde guardaba su rifle, y sacó la llave que había robado meses antes. Tocó siete veces la llave con sus labios, y ya asegurado, procedió a abrir el candado y sacar el rifle. Revisó tres veces la carga de cuatro cartuchos, hasta satisfacer su compulsión, y luego deambuló por el zoológico con el arma en sus manos.

Su interés ya no estaba puesto en el zoológico. Había abierto una salida secreta en una pared, detrás de la zona tropical; bajó del Segway y salió al parque, caminando hacia el oeste. Evitó los senderos, ocultándose detrás de los troncos de los árboles mientras pasaba la pista de patinaje y los viejos campos de béisbol, ahora convertidos en cenagales, y contó sus pasos en múltiplos de setenta y siete, hasta llegar al extremo de Central Park South.

Abandonó el amparo de los árboles, y se aventuró hasta la entrada de la vieja Puerta de los Mercaderes, permaneciendo en la acera, detrás del monumento al
USS Maine
. Vio la fuente de Columbus Circle delante de él; solo funcionaban la mitad de los chorros; el resto se hallaban obstruidos por los sedimentos de la lluvia fangosa. Más allá, las siluetas de los rascacielos se erguían como chimeneas de una fábrica abandonada. Zachary avistó la estatua de Colón que coronaba el centro de la fuente. Entrecerró los ojos y chasqueó los labios siete veces antes de sentirse cómodo.

Vio el movimiento a través de las barandillas de la rotonda. Personas, seres humanos caminando por la acera de enfrente. A esa distancia, Zachary solo podía distinguir los largos abrigos de quienes infringían el toque de queda. Se agachó detrás del monumento, atemorizado ante la posibilidad de ser descubierto, y luego se deslizó al otro extremo.

Esas cuatro personas no lo habían visto. Zachary los siguió con la mira del fusil, parpadeando y chasqueando los labios, afinando su puntería para calcular la trayectoria y la distancia de la bala. Formaban un grupo compacto, y Zachary pensó que se trataba de una oportunidad única; que tal vez no se le volvería a presentar.

Quería abrir fuego… Dispararles.

Y así lo hizo, aunque en el último segundo dirigió intencionadamente la mira hacia arriba antes de apretar el gatillo. Un momento después, el grupo se detuvo y miró en su dirección. Zack permaneció agazapado, seguro de estar mimetizado con el telón de fondo del monumento.

Disparó tres veces más:
¡Crack! ¡Crack! ¡Crack!
Le dio a uno, derribándolo. Y volvió a cargar el rifle con rapidez.

Ellos corrieron, doblando por la avenida y quedando fuera de su alcance. Le apuntó al semáforo que acababan de cruzar, pero solo pudo distinguir la señal de una de las viejas cámaras de seguridad instaladas allí. Dio media vuelta y corrió para resguardarse entre los árboles del parque, perseguido por la sensación de su emoción secreta.

¡A la luz del día, esta ciudad era el dominio de Zachary Goodweather! ¡Que todos los intrusos tengan cuidado!

En ese preciso momento, sangrando debido a la herida de una bala, Vasiliy Fet, el exterminador de ratas, era arrastrado al otro lado de la calle.

Una hora antes

BAJARON A LA ESTACIÓN DEL METRO EN LA CALLE 116, una hora antes del meridiano. Gus les indicó dónde colocarse, en una acera desde donde podían oír la llegada del tren número 1, minimizando así el tiempo de espera en el andén inferior.

Eph permaneció en un lateral del edificio más cercano con los ojos cerrados, dormido de pie bajo la lluvia. E incluso en ese duermevela soñaba con la luz y con el fuego.

Fet y Nora susurraban ocasionalmente, mientras que Gus caminaba de un lado a otro sin decir nada. Joaquín se negó a acompañarlos, pues necesitaba dar rienda suelta a su frustración por la desaparición de Bruno continuando con el plan de sabotaje. Gus intentó convencerlo de que no fuera a la ciudad, a causa del golpe en su rodilla, pero Joaquín se mostró decidido.

Eph recobró la consciencia al oír el chillido del tren subterráneo que se aproximaba, y bajaron las escaleras de la estación con rapidez mezclados entre los demás viajeros que se apresuraban a salir de las calles antes del inicio del toque de queda que marcaba la luz solar. Subieron a un vagón de color plateado mientras sacudían la lluvia de sus impermeables. Las puertas se cerraron y, tras echar un vistazo rápido a lo largo y ancho del pasillo, Eph comprobó que venían vampiros a bordo. Se relajó un poco, cerrando los ojos mientras el vagón los conducía cincuenta y cinco manzanas hacia el sur por debajo de la ciudad.

Tras descender del vagón en la calle 59 y Columbus Circle, subieron los escalones hacia la superficie. Entraron en uno de los grandes edificios de apartamentos para esperar detrás del vestíbulo hasta que el oscuro manto de la noche se descorriera ligeramente y el cielo estuviera parcialmente nublado.

Cuando las calles se vaciaron de transeúntes, salieron al marchito esplendor del día. El orbe del sol era visible a través de la nube oscura como una linterna apretada contra una manta gris carbón. Los escaparates de las tiendas y los cafés seguían rotos desde los saqueos de los primeros días de pánico, mientras que las ventanas de las plantas superiores permanecían prácticamente intactas. Caminaron alrededor de la curva sur de la inmensa rotonda, despejada de coches abandonados desde mucho tiempo atrás, con su fuente central arrojando el agua ennegrecida cada dos o tres años. Durante el toque de queda, la ciudad poseía ese aire imperecedero de los domingos a primeras horas de la mañana, como si la mayoría de los habitantes estuvieran durmiendo y el día comenzara lentamente. Eph experimentó entonces una sensación de esperanza que se esforzó en disfrutar, aunque sabía que era falsa.

Entonces, un silbido chisporroteante tronó sobre sus cabezas.

—¿Qué diablos…?

Al desconcierto inicial se le sumó un crujido metálico, una ráfaga de arma de fuego, seguido por aquel silbido más lento que los disparos. Por el retraso, dedujeron que provenían, al parecer, de algún lugar entre los árboles de Central Park.

—Un francotirador —señaló Fet.

Corrieron rápidamente por la Octava Avenida, aunque sin temor. Los disparos a la luz del día significaban seres humanos. Se habían presentado hechos mucho más escalofriantes en los meses posteriores a la toma de posesión, con los seres humanos enloquecidos por la caída de su especie y el surgimiento de un nuevo orden. Suicidios en masa. Asesinatos despiadados. Unos meses después, Eph vio a personas, especialmente durante el meridiano, despotricando y vagando por las calles. Pero ahora, rara vez veía a alguien durante el toque de queda. Los más osados habían sido asesinados o confinados en las granjas, y el resto había aprendido a guardar la compostura.

Se oyeron otros tres disparos,
crack, crack, crack

Dos de las balas impactaron en un buzón, pero la tercera golpeó de lleno a Vasiliy Fet en el hombro izquierdo. Cayó dando tumbos, dejando un reguero de sangre. La bala salió de su cuerpo, desgarrándole los músculos y la carne, pero evitando milagrosamente los pulmones y el corazón.

Eph y Nora lo arrastraron con la ayuda del señor Quinlan.

Nora retiró la mano de Fet de su hombro, y le examinó la herida de inmediato. No halló fragmentos de hueso.

—Es solo un rasguño —dijo Fet, tranquilizándola—. Sigamos adelante. Somos demasiado vulnerables aquí.

Recorrieron la calle 56 en dirección a la parada de la línea F del metro. Los disparos se silenciaron; nadie los seguía. Entraron sin ver a nadie sobre el andén desierto. La línea F iba en dirección norte, y los raíles describían una curva por debajo del parque al dirigirse al este, hacia Queens. Saltaron sobre los raíles, asegurándose una vez más de que nadie los siguiera.

Está un poco más adelante. ¿Crees que puedes llegar hasta allí? Es un lugar adecuado para curarte esa herida.

—He pasado por cosas mucho peores —dijo Fet, respondiéndole a Quinlan.

Y así era. En los dos últimos años le habían disparado tres veces, dos en Europa y una vez en el Upper East Side, después del toque de queda.

Caminaron por los raíles con la ayuda de sus binoculares de visión nocturna. Por lo general, los coches dejaban de funcionar durante la hora del meridiano, y los vampiros se resguardaban, aunque la protección ofrecida por la penumbra de la estación subterránea les permitía poner los trenes en movimiento en caso de ser necesario. Así que Eph se mantuvo alerta y consciente.

El ángulo en el techo del túnel se elevaba a la derecha. La pared de cemento servía como mural para los artistas de grafitis, mientras que la pared más corta del lado izquierdo contenía tuberías y una estrecha cornisa. Una figura los esperaba en la siguiente curva. El señor Quinlan se había adelantado, y se internó en el subsuelo mucho antes de la salida del sol.

Esperad aquí
, les dijo, y luego desanduvo rápidamente el camino para comprobar que nadie los estaba siguiendo. Regresó aparentemente satisfecho y, sin más preámbulos, abrió un panel dentro del marco de una puerta de acceso cerrada con llave. Una palanca en el interior liberó la puerta, que se abrió hacia dentro.

La sequedad era notable en aquel corto pasillo. Conducía a otra puerta después de girar a la izquierda. Pero en lugar de dirigirse a esa puerta, el señor Quinlan abrió una escotilla totalmente invisible en el suelo, revelando unas escaleras en ángulo.

Gus fue el primero en bajar, seguido por Nora y Fet. Eph fue el penúltimo; el señor Quinlan aseguró la escotilla detrás de él. Las escaleras terminaban en una estrecha pasarela construida por unas manos diferentes a las que habían edificado los innumerables túneles que Eph había visto en el último año de su existencia fugitiva.

Ahora estáis a punto de entrar en este complejo en mi compañía, pero os recomiendo encarecidamente que no intentéis regresar por vuestra cuenta. Diferentes defensas han sido colocadas durante siglos para evitar que entre algún intruso o un escuadrón de vampiros. He desactivado las trampas, pero en el futuro, tened presente mi advertencia.

Eph buscó algún indicio de trampas, pero no vio ninguna. Aunque tampoco vio la escotilla que los había conducido hasta allí.

Al final de la pasarela, la pared se deslizó a un lado bajo la mano pálida del señor Quinlan. Detrás, la sala era redonda y amplia, y a primera vista se asemejaba a un garaje circular de trenes. Pero, al parecer, era una mezcla entre un museo y una cámara del Congreso. El tipo de foro en el que Sócrates podría haber prosperado, si hubiera sido un vampiro condenado al inframundo. Las paredes, que tenían el aspecto de una sopa verde en el binocular de visión nocturna de Eph, en realidad eran de un alabastro blanco y suave de una forma casi sobrenatural. Estaban separadas por gruesas columnas que llegaban a un alto techo. Las paredes estaban desnudas, como si las obras maestras colgadas allí durante mucho tiempo hubieran sido desmontadas y guardadas. Eph no podía ver todo el camino hasta el extremo opuesto —la sala era enorme—, y el campo de visión de sus gafas nocturnas terminaba en una sombra borrosa.

Se ocuparon rápidamente de la herida de Fet, que siempre llevaba un pequeño botiquín de emergencia en su mochila. La hemorragia casi se había detenido, pues la bala no había afectado a ninguna arteria. Nora y Eph le limpiaron la herida con Betadine y le aplicaron una crema antibiótica; a continuación le pusieron almohadillas Telfa, y una venda absorbente en la parte superior. Fet movió los dedos y el brazo, y aunque sintió un gran dolor, demostró estar en perfectas condiciones.

—¿Qué lugar es este? —preguntó, echando un vistazo a su alrededor.

Los Ancianos construyeron esta cámara poco después de su llegada al Nuevo Mundo, después de decidir que Nueva York, y no Boston, sería la ciudad portuaria que serviría como sede de la economía humana. Este era un refugio seguro y santificado, donde podían meditar durante largos periodos de tiempo. Muchas de las decisiones importantes y duraderas sobre la mejor manera de pastorear a vuestra raza se hicieron en este recinto.

—Así que todo era un engaño —dijo Eph—. Una ilusión de libertad. Moldearon el planeta a través de nosotros, haciéndonos desarrollar combustibles fósiles y energía nuclear. Todo lo del efecto invernadero…, lo que les beneficiara. Preparándose para la posibilidad de su toma de posesión, para su traslado a la superficie. Lo cual iba a suceder de todas formas.

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