Eterna (51 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

Un cuerpo voló por los aires, procedente de una de las mesas de la tienda, aterrizando en la espalda y los hombros del señor Quinlan con un chillido agudo. Era Kelly Goodweather, arremetiendo con su mano derecha, arañando la cara del Nacido. Él aulló y la empujó hacia atrás, y ella le mandó un zarpazo, pero él la contuvo, agarrándola de la muñeca.

Una ráfaga de la Steyr la desprendió de los hombros del señor Quinlan, que esperaba otro ataque del explorador, pero lo vio tendido en el suelo, cubierto de agujeros.

El señor Quinlan se tocó la cara. Tenía la mano blanca y pegajosa. Se volvió para perseguir a Kelly, pero ella había desaparecido.

L
os cristales saltaron en uno de los ventanales del restaurante. Eph sacó su espada de plata. Llevó a Zack al mostrador de los caramelos, manteniéndolo fuera de peligro, aunque también atrapado e incapaz de correr. La bomba seguía junto a la pared en un extremo del mostrador, sobre la bolsa de Gus y el maletín de cuero negro del Nacido.

Un explorador pequeño y desagradable salió al galope del restaurante, seguido por otro pisándole los talones. Eph extendió la hoja de plata para que las criaturas la percibieran. Una forma se insinuó en el umbral de la puerta detrás ellos, apenas una silueta, oscura como una pantera.

Kelly.

Parecía terriblemente deteriorada y sus rasgos apenas eran reconocibles, incluso para su exmarido. La carúncula escarlata de su cuello colgaba exangüe bajo sus ojos apagados, negros y rojos.

Había venido a por Zack. Eph sabía qué debía hacer. Solo había una manera de romper el hechizo. Darse cuenta de ello hizo que la espada temblara en sus manos, pero la vibración provenía de la espada en sí, no de sus nervios. La hoja parecía brillar débilmente mientras Eph la sostenía en alto.

Ella caminó hacia él, flanqueada por los exploradores frenéticos. Eph le mostró su espada.

—Este es el final, Kelly… —sentenció—, y lo siento mucho… Maldita sea, lo siento de verdad…

Ella no tenía ojos para Eph; únicamente para Zack, escudado detrás de él. Su rostro era incapaz de mostrar ninguna emoción, pero Eph entendía su ansia de poseer y proteger; la entendía profundamente. Sufrió un espasmo en la espalda y el dolor se hizo casi insoportable. Pero de alguna manera lo superó y resistió.

Kelly se concentró en Eph. Hizo un gesto rápido con la mano, hacia delante, y los exploradores se abalanzaron sobre él como una jauría de perros. Se movían entrecruzándose, y Eph tuvo una fracción de segundo para decidir a quién liquidaba primero. Intentó darle a uno, pero erró el golpe, aunque se las arregló para apartar al otro. El primero contraatacó, y Eph lo golpeó con su espada, pero sin contundencia, solo con la hoja de plano contra su cabeza. La criatura cayó rodando hacia atrás, aturdida y sin poder incorporarse.

Kelly saltó sobre una mesa y se lanzó desde ella, tratando de llegar a Zack por encima de Eph. Sin embargo, Eph se interpuso en su camino y chocaron; Kelly giró hacia un lado y Eph casi cayó hacia atrás.

Eph vio al otro explorador observándolo desde un lateral y preparó su espada. Entonces Zack pasó corriendo junto a él. Eph solo pudo agarrarlo por el cuello del abrigo para tirar de él hacia atrás. Zack se liberó de la chaqueta, pero se quedó quieto, justo enfrente de su padre.

—¡Basta! —exclamó Zack, agarrando a su madre con una mano y a Eph con la otra—. ¡No!

—¡Zack! —replicó Eph. El chico estaba lo suficientemente cerca de los dos y Eph temía que él y Kelly se agarraran de la mano, desembocando en un tira y afloja.

—¡Basta! —gritó Zack—. ¡Por favor! ¡Por favor, no le hagas daño! ¡Ella es todo lo que tengo…!

Y al oír esto, Eph comprendió todo de golpe. Era él, el padre ausente, la auténtica anomalía. Siempre había sido la anomalía. Kelly relajó su postura un momento, dejando que sus brazos colgaran de los costados, desnudos.

—Iré contigo. Quiero volver —le dijo Zack a Kelly.

Pero entonces, otra fuerza asomó a los ojos de Kelly, una voluntad monstruosa y ajena. Saltó, empujando violentamente a Zack. Su mandíbula se abrió y su aguijón atacó a Eph, que apenas tuvo tiempo para moverse cuando vio el apéndice muscular desplegándose desde su cuello. Intentó golpear el aguijón, pero su equilibrio era precario y erró el golpe.

Los exploradores se abalanzaron sobre Zack, reteniéndolo. El muchacho gritó. El aguijón de Kelly se retrajo, y la punta colgó de su boca como una lengua bífida. Ella se arrojó hacia Eph, agachando la cabeza y golpeando con fuerza su plexo solar, tirándolo contra el suelo. Él se deslizó hacia atrás, chocando con fuerza contra la parte inferior del mostrador.

Rápidamente se puso de rodillas, contrayendo su espalda en un espasmo y con las costillas presionando contra su pecho; algunas de ellas se rompieron penetrando en sus pulmones. Esto le impidió girar tanto como quería mientras llevaba su espada al frente, tratando de contener a Kelly. Ella le dio una patada en el brazo, golpeándolo debajo del codo con su pie descalzo, y los puños de Eph chocaron contra la parte inferior del mostrador. La espada se desprendió de su mano y resonó en el suelo.

Eph miró hacia arriba. Los ojos de Kelly ardieron con un resplandor intenso mientras se abalanzaba sobre él para convertirlo.

Eph estiró la mano y de alguna manera el mango de la espada encajó en sus dedos. Levantó la hoja justo cuando la mandíbula de ella se desencajaba con un crujido, lista para picarlo.

La hoja le atravesó la garganta. Salió por detrás de su cuello, cortando de raíz el mecanismo de su aguijón. Eph miró horrorizado mientras el aguijón se relajaba y Kelly observaba estupefacta, con la boca abierta llena de gusanos de sangre blanca y su cuerpo cayendo contra la hoja de plata.

Por un momento —seguramente imaginado por Eph, pero legítimo de todos modos— él vio a la antigua humana Kelly asomándose a sus pupilas, buscándolo a él con una expresión de paz.

Entonces la criatura reapareció y se abandonó a su liberación.

Eph siguió sosteniéndola hasta que la sangre blanca corrió casi hasta la empuñadura de su espada. Entonces, dejando a un lado su estupor, giró y retiró la hoja, y el cuerpo de Kelly cayó de bruces contra el suelo.

Zack gemía en el suelo. De pronto se levantó con un arrebato de fuerza y de rabia contenidas, y dirigió a los exploradores. Los muertos vivientes enloquecieron y corrieron hacia Eph, que levantó la hoja húmeda en diagonal, liquidando fácilmente al primero. Esto hizo que el segundo saltara hacia atrás.

Eph vio cómo se alejaba, galopando con la cabeza casi replegada sobre los hombros.

Eph bajó su espada. Zack gritaba y jadeaba sobre los restos de su madre vampira. Miró a su padre con una mirada de angustiado disgusto.

—La has matado —dijo Zack.

—He matado a un vampiro que nos la arrebató a los dos. Que la apartó de ti.

—¡Te odio! ¡Te odio, maldita sea!

En medio de su furia, Zack encontró una linterna grande en la encimera y la cogió para atacar a su padre. Eph bloqueó el golpe dirigido a su cabeza, pero el impulso del chico lo hizo chocar contra Eph, cayendo encima de él, presionándole las costillas rotas. El chico era sorprendentemente fuerte y Eph, en cambio, estaba débil. Zack intentó golpear de nuevo a Eph, que lo detuvo con su antebrazo. El niño perdió la linterna pero siguió luchando, golpeando el pecho de su padre con los puños, y sus manos se introdujeron en el abrigo de Eph. Finalmente, su padre dejó caer la espada para sujetar las muñecas de su hijo y controlarlo.

Eph vio, arrugado en el puño izquierdo del chico, un pedazo de papel. Zack advirtió que Eph se había dado cuenta y se resistió a los intentos de su padre para que abriera los dedos.

Eph extendió el mapa arrugado. Zack había tratado de quitárselo. Escrutó los ojos de su hijo y vio su presencia. Vio al Amo observándolo a través de Zack.

—¡No! —exclamó Eph—. No…, por favor. ¡No!

Eph empujó al muchacho lejos de él. Se sintió enfermo. Miró el mapa y lo guardó en el bolsillo. Zack se levantó y retrocedió. Eph notó que el niño estaba a punto de correr hacia el arma nuclear. Hacia el detonador.

Pero el Nacido se encontraba allí; el señor Quinlan interceptó al niño y lo detuvo con un abrazo de oso, llevándolo con él. El Nacido tenía una herida en diagonal, desde el ojo izquierdo hasta la mejilla derecha. Eph se puso en pie; el dolor indescriptible de su pecho no era nada comparado con la pérdida de Zack.

Recogió su espada y caminó hacia él, aún rodeado por los brazos del Nacido. Zack gesticulaba y movía la cabeza rítmicamente. Eph sostuvo la hoja de plata cerca de su hijo, en busca de una respuesta.

La plata no lo repelió. El Amo estaba en su mente, pero no en su cuerpo.

—Este no eres tú —dijo Eph, dirigiéndose a Zack y convenciéndose también a sí mismo—. Vas a estar bien. Tengo que sacarte de aquí.

Tenemos que darnos prisa.

—Vamos a los barcos —dijo, apartándolo de Zack.

El Nacido se colocó su mochila al hombro, agarró las correas de la bomba y la sacó del mostrador. Eph agarró el paquete que estaba a sus pies y empujó a Zack hacia la puerta.

E
l doctor Everett Barnes se escondió detrás del cobertizo de la basura, situado a menos de veinte metros del restaurante, en el borde del aparcamiento de tierra apisonada. Aspiró el aire a través de sus dientes rotos y sintió el dolor penetrante y placentero en sus encías.

Si realmente había una bomba nuclear en juego, que la había, a juzgar por la aparente obsesión de Ephraim por vengarse, entonces Barnes necesitaba alejarse de allí tanto como pudiera, pero no antes de matar a esa perra. Tenía una pistola. Una 9 mm, con un cargador completo. Se suponía que iba a usarla contra Ephraim, pero tal como veía las cosas, Nora sería una bonificación. La guinda del pastel.

Intentó recuperar el aliento con el fin de ralentizar su ritmo cardiaco. Se llevó los dedos al pecho y sintió una arritmia repentina. Apenas sabía dónde estaba, obedeciendo ciegamente al GPS que lo conectaba con el Amo y que leía la posición de Zack gracias a un microchip oculto en el zapato del muchacho. A pesar de las seguridades ofrecidas por el Amo, Barnes se sentía nervioso; con aquellos vampiros merodeando por todos lados, no existía ninguna garantía de que pudieran distinguir a un amigo de un enemigo. Por si acaso, Barnes estaba decidido a llegar a algún vehículo, si tenía alguna posibilidad de escapar antes de que toda la zona se elevara en una nube con forma de hongo.

Vio a Nora a unos treinta metros de distancia. Apuntó lo mejor que pudo y abrió fuego. Cinco andanadas salieron de la pistola en rápida sucesión, y al menos una de ellas impactó a Nora, que cayó detrás de una línea de árboles dejando un tenue rastro de sangre flotando en el aire.

—¡Te he dado, jodido coño! —exclamó Barnes triunfante.

Se apartó de la puerta y corrió a través del descampado hacia los árboles circundantes. Si pudiera seguir el camino de tierra hacia la autopista principal, encontraría un coche u otro medio de transporte.

Llegó a la primera línea de árboles, y se detuvo allí, temblando al descubrir un charco de sangre en el suelo, pero no a Nora.

—¡Oh, mierda! —dijo, e instintivamente se volvió y se precipitó en el bosque, metiéndose la pistola en los pantalones y quemándose con el cañón—. ¡Mierda! —chilló. No sabía que una pistola pudiera calentarse tanto. Levantó ambos brazos para protegerse el rostro; las ramas rasgaban su uniforme y arrancaban las medallas de su pecho. Se detuvo en un claro y se escondió en la maleza, jadeando, con el cañón caliente quemándole la pierna.

—¿Me buscabas?

Barnes giró y vio a Nora Martínez a solo tres árboles de distancia. Tenía una herida abierta en la frente, del tamaño de un dedo. Pero exceptuando eso, se encontraba ilesa.

Intentó correr, pero ella lo agarró de la chaqueta, tirando de él hacia atrás.

—Nunca tuvimos esa última cita que querías —dijo ella, arrastrándolo al camino de tierra en medio de los árboles.

—Por favor, Nora…

Ella lo llevó al claro y lo miró otra vez. Barnes tenía el corazón acelerado y la respiración entrecortada.

—No diriges ningún campamento en particular, ¿verdad? —señaló ella.

Él sacó la pistola, pero se le enredó en los pantalones Sansabelt.

Nora se la arrebató con rapidez y la amartilló con un movimiento diestro. La acercó a su rostro.

Barnes levantó las manos.

—Por favor.

—¡Ah, aquí vienen!

Los vampiros aparecieron detrás de los árboles, dispuestos a atacar, vacilantes solo por la espada de plata en la mano de Nora. Rodearon a los dos seres humanos en busca de una oportunidad.

—Soy el doctor Everett Barnes —anunció él.

—No creo que les importen los títulos en este momento —dijo ella, manteniéndolos a raya.

Registró a Barnes, encontró el receptor GPS y lo pisoteó.

—Y yo diría que has sobrevivido a tu inutilidad hasta este momento.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó él.

—Obviamente, voy a liberar a un montón de estos chupasangres —respondió ella—. La pregunta es qué vas a hacer tú.

—Yo… ya no tengo ningún arma.

—Eso es fatal. Porque, al igual que a ti, a ellos les tiene sin cuidado que la pelea no sea equilibrada.

—Tú… no lo harías —objetó él.

—Yo sí —repuso ella—. Tengo mayores problemas aparte de ti.

—Dame un arma…, por favor…, y haré todo lo que quieras. Te daré todo lo que necesites…

—¿Quieres un arma? —preguntó Nora.

Barnes gimió algo parecido a un «sí».

—Entonces —dijo Nora—, toma una…

Sacó de su bolsillo el cuchillo de mantequilla con los bordes dentados, tan dolorosamente afilados, y se lo hundió en el hombro, entre el húmero y la clavícula.

Barnes chilló y, más importante aún, sangró de manera abundante.

Nora atacó al más grande de los vampiros con un grito de guerra, derribándolo; luego giró e incitó a los otros.

Estos se detuvieron un momento para confirmar que el otro humano no poseía ningún arma de plata y que el olor de la sangre provenía de él. Entonces corrieron hacia Barnes como perros enjaulados a los que se arroja un pedazo de carne.

E
ph arrastró a Zack, siguiendo al Nacido hacia la orilla, donde comenzaba el embarcadero. Vio al señor Quinlan dudar un momento, con la bomba en forma de barril en sus brazos, antes de pasar de la arena a los tablones de madera del amplio muelle.

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