Eterna (53 page)

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Authors: Guillermo del Toro & Chuck Hogan

Tags: #Terror

—Será un poco como desprogramarlo de una secta, supongo. Eso de las terapias ya no existe. Solo quiero llevarlo de vuelta a su antigua habitación. Empezar por ahí.

La supervivencia es la única terapia. No quería decírtelo antes, porque temía que perdieras la perspectiva. Pero creo que el Amo estaba preparando a tu hijo para habitar en él en el futuro.

Eph tragó saliva.

—Me lo temía. No podía pensar en ninguna otra razón para conservarlo a su lado sin convertirlo. Pero ¿por qué? ¿Por qué Zack?

Puede que tenga poco que ver con tu hijo.

—¿Quieres decir que es por mi culpa?

No puedo saberlo. Todo lo que sé es que el Amo es un ser perverso. Le encanta echar raíces en el dolor. Alterar y corromper. Tal vez vio un reto en ti. Fuiste el primero en subir al avión en el que viajó a Nueva York. Te pusiste al lado de Abraham Setrakian, su enemigo declarado. Lograr el sometimiento de toda una raza de seres es una hazaña, aunque sea impersonal. El Amo necesita infligir dolor por sí mismo. Necesita sentir el sufrimiento ajeno. Experimentarlo de primera mano. La mejor expresión moderna para describirlo es «sadismo». Y esa ha sido su perdición.

Visiblemente agotado, Eph avistó la tercera isla oscura. Atracó el bote después de pasar la cuarta isla. Era difícil determinar la forma de la masa terrestre desde el río, e igualmente imposible ver los seis afloramientos con semejante oscuridad sin recorrerlos antes, pero Eph supo de alguna manera que el mapa era correcto y que aquel era el Sitio Negro. Los árboles negros y desnudos de aquella isla desolada parecían dedos calcinados, o brazos clamando hacia el cielo en medio del llanto.

Eph vio una ensenada y enfiló hacia ella, apagando el motor hasta tocar tierra. El Nacido agarró el arma nuclear y pisó la costa rocosa.

Nora tenía razón. Déjame aquí para que yo termine con esto. Vuelve a por tu hijo.

Eph miró al vampiro encapuchado; el rostro lacerado; dispuesto a darle fin a su existencia. El suicidio era un acto antinatural para los seres humanos… ¿y para un inmortal? El sacrificio del señor Quinlan era un acto mil veces más transgresor, antinatural y violento.

—No sé qué decir —dijo Eph.

El Nacido asintió.

Entonces es hora de irme.

El Nacido comenzó a subir por el promontorio rocoso con la bomba en sus brazos y los restos de los Ancianos en su mochila. La incertidumbre de Eph provenía de la visión que había tenido durante el sueño. El Nacido no aparecía en ella como el libertador. Pero Eph no había podido descifrar el
Occido lumen
en su totalidad, y tal vez su interpretación de la profecía difería de la verdadera revelación.

Eph sumergió la hélice del motor en el agua y agarró la cuerda de arranque. Estaba a punto de tirar de ella cuando escuchó el rumor de un motor, el sonido transportado en los remolinos del viento.

Otro bote se acercaba. Sin embargo, solo había otro bote con motor.

El bote de Zack.

E
ph miró hacia atrás en busca del Nacido, pero ya había desaparecido en lo alto del promontorio. Su corazón latió con fuerza mientras oteaba en la niebla oscura del río, tratando de distinguir el bote que se aproximaba. El sonido parecía indicar que venía muy rápido.

Se puso de pie y saltó a las rocas, con uno de sus brazos apoyado sobre sus costillas rotas y las empuñaduras de sus espadas gemelas bamboleándose sobre sus hombros. Subió el promontorio rocoso tan rápido como pudo; el suelo humeaba y la niebla se elevaba en medio de la lluvia pertinaz como si la tierra se estuviera calentando a la espera de la deflagración atómica casi inminente.

Eph llegó a la cima, pero no vio al señor Quinlan entre los árboles. Corrió hacia el bosque muerto y lo llamó tan fuerte como se lo permitía su maltrecha caja torácica, y luego se dirigió al otro lado, a un claro pantanoso.

La niebla era densa. El Nacido había colocado la bomba en el centro aproximado de aquella isla con forma de trébol, en medio de un círculo de piedras negras, como ampollas de una herida prehistórica. El señor Quinlan se afanaba en depositar alrededor del dispositivo las urnas de roble blanco que contenían las cenizas de los Ancianos.

Oyó que Eph lo llamaba; se dio la vuelta hacia él, y en ese instante advirtió la presencia del Amo.

—¡Está aquí! —gritó Eph—. Va a…

Una ráfaga de viento dispersó la niebla. El señor Quinlan tuvo el tiempo justo para prepararse antes del impacto, agarrando al Amo mientras salía de la nada. El ímpetu del golpe lo lanzó a muchos metros de distancia, rodando invisible en la niebla. Eph vio que algo giraba en el aire y caía, y le pareció que era el bastón con cabeza de lobo de Setrakian.

Eph se sobrepuso al dolor de sus costillas fracturadas y corrió hacia la bomba, blandiendo su espada. Entonces la niebla se arremolinó a su alrededor, oscureciendo el dispositivo.

—¡Papá!

Eph se volvió, sintiendo la voz de Zack justo detrás de él. Se movió con rapidez, consciente del engaño. El dolor arreció en su costado. Se deslizó en medio de la niebla en busca de la bomba, tanteando el terreno para dar con el promontorio de piedra.

Entonces, frente a él, emanando de la niebla apareció el Amo.

Eph se tambaleó hacia atrás, sorprendido por la imagen. Dos heridas surcaban la faz del monstruo en una «X» burda, debidas a su choque y posterior enfrentamiento con el Nacido.

Imbécil.

Eph no podía enderezarse ni musitar palabra. Su cabeza rugió como si acabara de oír una explosión. Vio ondas moviéndose debajo de la carne del Amo, un gusano de sangre brotando de una herida y arrastrándose sobre su ojo herido para entrar en la siguiente. El Amo no se inmutó. Levantó los brazos, contempló la isla tenebrosa de su lugar de origen, y luego miró triunfalmente al cielo oscuro.

Eph reunió las fuerzas de que disponía y corrió hacia el Amo con la espada en vilo, directo a su garganta.

El Amo lo golpeó en la cara lanzándolo por el aire, y cayó sobre el lecho rocoso a unos metros de distancia.

Ahsudagu-wah. Suelo negro.

Eph pensó que el Amo le había partido una de las vértebras cervicales. Perdió el aire al chocar contra el suelo y temió haberse perforado un pulmón. Su otra espada yacía lejos de la mochila, en algún lugar del promontorio.

… Lengua onondaga. A los invasores europeos no les preocupó traducir el nombre correctamente, o no se molestaron en hacerlo. ¿Ves, Goodweather? Las culturas mueren. La vida no es cíclica, sino despiadadamente lineal.

Eph se esforzó en ponerse de pie; las costillas fracturadas lo apuñalaban por dentro.

—¡Quinlan! —jadeó; su voz se vio reducida casi a un simple murmullo.

Deberías haber seguido adelante con nuestro trato, Goodweather. Por supuesto, jamás habría cumplido con mi parte. Pero al menos podrías haberte ahorrado esta humillación. Este dolor. Rendirse es el camino más fácil.

Eph se sentía abrumado por el vértigo de emociones. Permanecía tan erguido como podía; el dolor en su costado lo forzaba a quedarse agachado en el suelo. Entonces detectó, a través de la niebla, el contorno de la bomba nuclear a unos cuantos metros de distancia.

—Entonces déjame ofrecerte una última oportunidad para rendirme —dijo Eph.

Cojeó hacia el dispositivo, tanteando en busca del detonador. Pensó que era un gran golpe de suerte que el Amo lo hubiera lanzado tan cerca del dispositivo…, y fue este mismo pensamiento el que lo hizo mirar de nuevo a aquel ser.

Eph vio emerger otra forma de la niebla. Era Zack, acercándose al Amo, convocado sin duda telepáticamente. El chico miró a Eph como si ya fuera un hombre, al igual que el niño amado a quien un día ya no puedes reconocer. Zack estaba con el Amo, y de repente, a Eph dejó de importarle y, al mismo tiempo, le preocupó más que nunca.

Es el fin, Goodweather. Ahora, el libro será cerrado para siempre.

El Amo contaba con eso. Daba por sentado que Eph no se atrevería a hacer daño a su hijo, a destruirlo a él si eso implicaba sacrificar también a Zack.

Los hijos están destinados a rebelarse contra sus padres.
—El Amo levantó de nuevo sus manos hacia el cielo—.
Siempre ha sido así
.

Eph miró a Zack al lado de aquel monstruo y sonrió a su hijo con lágrimas en los ojos.

—Yo te perdono, Zack, lo hago… —dijo—. Y espero, aunque sea en el infierno, que me perdones.

Movió el interruptor de su posición automática a función manual. Lo hizo tan rápido como pudo, y no obstante, el Amo se precipitó hacia él, cerrando la brecha que los separaba. Eph activó el detonador en ese preciso instante; de lo contrario, el golpe del Amo habría partido los cables del dispositivo, dejándolo inservible.

Eph cayó hacia atrás. Se sacudió, intentando ponerse en pie.

Vio al Amo venir hacia él, con sus ojos incendiados de rojo en medio de la burda cicatriz.

Pero en aquel momento el Nacido descendió con sus alas desplegadas, justo detrás de él. El señor Quinlan tenía la otra espada de Eph. Empaló a la bestia antes de darle tiempo de reaccionar, y el Amo se arqueó en medio de espantosas convulsiones de dolor.

El Nacido desclavó la hoja de plata y el Amo se volvió hacia él. El rostro del señor Quinlan se veía horriblemente desfigurado: la mandíbula desencajada, la cavidad en la mejilla izquierda dejaba al descubierto el hueso del pómulo, la sangre iridiscente cubría su cuello. Pero aun así atacó al Amo, cortándole las manos y los brazos con su espada.

La furia psíquica del Amo dispersó la niebla mientras acechaba a su malherida creación, alejando al Nacido del detonador. Padre e hijo se enzarzaron en el más feroz de los combates.

Eph vio a Zack embelesado detrás del señor Quinlan; en sus ojos había aparecido un fulgor semejante al fuego. Zack se dio la vuelta, como si algo hubiera llamado su atención. El Amo se dirigía hacia él. Zack se agachó y recogió un objeto largo.

El bastón de Setrakian. El muchacho sabía que si giraba la empuñadura, la vaina de madera se desprendería, dejando al descubierto la hoja de plata.

Zack sostuvo la espada con ambas manos y miró al señor Quinlan desde atrás.

Eph corrió hacia él. Se plantó entre su hijo y el Nacido, apoyando un brazo sobre sus maltrechas costillas mientras con el otro sostenía la espada.

Zack miró a su padre sin bajar su espada.

Eph bajó la suya. Quería que Zack le atacara. De ser así, su misión habría sido menos funesta.

El muchacho tembló. Tal vez se debatía en su interior, resistiéndose a lo que el Amo le decía a través de su mente.

Eph le quitó la espada de Setrakian.

—Todo va bien, hijo —dijo—. Todo va bien.

El señor Quinlan dominó al Amo. Eph no podía escuchar lo que ambos se decían mentalmente, pero el zumbido en su mente era enloquecedor. El señor Quinlan agarró al Amo del cuello e hincó sus dedos en él, perforando su carne, tratando de destrozarlo.

Padre.

Entonces el Amo disparó su aguijón, que se incrustó como un pistón en el cuello del Nacido. Tal era su fuerza que le rompió las vértebras. Los gusanos de sangre invadieron el cuerpo inmaculado del señor Quinlan, deslizándose bajo su piel pálida por primera y última vez.

Eph vio las luces y oyó los rotores de los helicópteros que se acercaban a la isla. Los habían encontrado. Los reflectores escudriñaron la tierra calcinada. Era ahora o nunca.

Eph corrió tan rápido como se lo permitían sus pulmones perforados; la bomba con forma de barril brillaba en sus pupilas. Había recorrido unos diez metros cuando un aullido rasgó el aire y un golpe lo sorprendió detrás de la cabeza.

Las dos espadas escaparon de sus manos. Eph sintió que algo lo agarraba de un costado a la altura del pecho; el dolor fue insoportable. Arañó la tierra suave, y vio la hoja de la espada de Setrakian brillar con un color blanco plateado. Apenas agarró la empuñadura con la cabeza de lobo, el Amo lo alzó en vilo, dándole vueltas en el aire.

Los brazos, la cara y el cuello del Amo tenían cortes y rezumaban sangre blanca.

La criatura podía, por supuesto, curarse a sí misma, pero no había tenido oportunidad de hacerlo. Eph le envió un sablazo al cuello con la espada del anciano, pero la criatura detuvo el golpe. El dolor que sentía en el pecho era descomunal, y la fuerza del Amo era tremenda; giró la espada, apuntando a la garganta del médico.

El reflector de uno de los helicópteros los iluminó. Eph miró hacia abajo y vio la cara herida del Amo en medio de la bruma. Vio los gusanos de sangre ondulándose debajo de su piel, fortalecidos por la proximidad de la sangre humana y la anticipación de la muerte. El zumbido rugió en la cabeza de Eph, esbozando una voz, de un tono casi seráfico:

Tengo un cuerpo nuevo a mi disposición. La próxima vez que alguien mire la cara de tu hijo, me verá a mí.

Los gusanos burbujearon bajo la piel de su rostro, como en éxtasis.

Adiós, Goodweather.

Pero Eph logró liberarse justo antes de que el Amo terminara con él. Entonces se pinchó la garganta y se abrió una vena. Vio brotar el líquido escarlata, salpicando la cara del Amo y enloqueciendo a los gusanos de sangre.

Los gusanos salieron de las heridas abiertas del Amo. Se arrastraron por los cortes de sus brazos y por el agujero en el pecho, tratando de llegar a la sangre recién derramada.

El Amo gimió y se estremeció, lanzando lejos a Eph y llevándose las dos manos a la cara.

Eph cayó bruscamente. Giró, exigiendo a sus menguadas fuerzas incorporarse.

En medio de la columna de luz del helicóptero, el Amo tropezó andando hacia atrás, tratando de impedir que sus propios parásitos se deleitaran con la sangre humana que cubría su cara, obstaculizando su visión.

Eph contempló el espectáculo en medio de un deslumbramiento, y todo se hizo más lento. Un estampido en el suelo le hizo recuperar la velocidad.

Los francotiradores. Otro reflector lo iluminó, las miras de láser rojo bailoteaban en su pecho y en su cabeza…, y el arma nuclear a un palmo de distancia.

Eph se arrastró por la tierra hacia el dispositivo mientras las ráfagas horadaban el suelo a su alrededor. Llegó a él y se puso de pie para alcanzar el detonador.

Lo tuvo en su mano y encontró el botón, pero entonces vio a Zack.

El muchacho se encontraba muy cerca del lugar donde yacía el Nacido. Algunos parásitos de sangre se acercaban a él, y Eph vio a Zack intentando quitárselos de encima… Luego vio cómo se hundían en su antebrazo y en su cuello.

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