Expediente 64 (38 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Detrás de él había otros dos hombres esperando el turno. Sus rostros rubicundos estaban concentrados en el espectáculo. Eran tres pescadores, y Nete conocía bien al de la derecha.

Era Viggo.

Copenhague, septiembre de 1987

Reconoció al instante la voz de Viggo en el interfono, y se quedó con el corazón palpitando escuchando los pasos que subían por la escalera. Cuando abrió la puerta supo enseguida que iba a ser más difícil que las dos veces anteriores.

La saludó con voz sombría y se deslizó por el pasillo, como si hubiera estado allí antes. Seguía siendo un hombre guapo capaz de despertar sentimientos, como aquella vez en las ferias. La piel tan curtida de entonces se había suavizado, y el pelo, que empezaba a encanecer, parecía suave.

Tan suave que pensó que lo acariciaría después de haberlo matado.

30

Noviembre de 2010

Carl despertó aturdido. No sabía qué día era ni por qué le recordaba la habitación al bazar del parque de Gellerup. ¿Era una mezcla del jarabe de Assad, olor a kebab olvidado y un tufillo de consulta de médico lo que hería su olfato?

Alargó la mano para mirar el reloj de pulsera y vio que eran las nueve y veinticinco.

—¡Joder! —gritó, saltando de la cama. Jesper iba a llegar tarde, y él también—. ¿Por qué no me ha despertado nadie?

Solo necesitó cinco minutos para quitarse como por arte de magia el sudor de la víspera y echarse encima algo de ropa más o menos limpia.

—¡Arriba, Jesper! —gritó, aporreando la puerta una segunda vez—. Vas a llegar tarde, y la culpa es tuya y solo tuya.

Luego se metió en los zapatos y aporreó una vez más la puerta de su hijo postizo antes de bajar la escalera a la planta baja casi sin tocar los peldaños.

—¿Qué te pasa, Carl? ¿Vas a misa? No es hasta las diez —observó con cuidado Morten, que estaba en pijama junto al fuego, con una bata preciosa que le hacía parecer una parodia de sí mismo.

—Buenos días, Carl —lo saludaron de la sala—. Menudo sueñecito que te has pegado.

Un Mika en forma, vestido de blanco de pies a cabeza, le sonreía. Ante él yacía Hardy desnudo en su cama, y en la mesita de ruedas a su lado había dos palanganas humeantes con un líquido que Mika le aplicaba por el cuerpo flácido con una manopla.

—Estamos refrescando a Hardy. Le parecía que olía mal. Así que le estamos dando un baño combinado de alcanfor y menta, para hacer desaparecer el olor. ¿Qué dices, Hardy?

—Digo buenos días —respondió la cabeza desde un extremo del cuerpo largo, pálido y flaco.

Carl arrugó el entrecejo, y en el mismo instante en que Jesper le vociferó desde el primer piso que era el mayor idiota del mundo, el calendario encajó en su cabeza.

Joder, ¿estoy agilipollado, o qué? Pero si es domingo, pensó, llevándose la mano a la cabeza.

—¿Qué pasa aquí? ¿Vas a abrir un café para camioneros, Morten? —preguntó, refiriéndose al olor.

Cerró los ojos y trató de recordar la desacertada conversación de la noche pasada con Mona.

No, por desgracia Carl no iba a poder ir a su casa, porque ella tenía que ir a visitar a Mathilde, le dijo.

Entonces él le preguntó quién era Mathilde.

En el segundo siguiente podía haberse dado un pescozón por lo idiota de la pregunta.

De hecho, era su hija mayor, le respondió ella con una frialdad que lo hizo dar vueltas en la cama hasta el amanecer. Mierda puta. ¿Le había dicho Mona alguna vez que se llamaba Mathilde? Por otra parte, ¿lo había preguntado él alguna vez? Qué va. El daño estaba hecho.

Oyó que Morten murmuraba algo por detrás, pero no lo entendió.

—¿Cómo dices? —preguntó.

—Hora de desayunar, Carl —respondió Morten—. Comida casera para los hambrientos, entre ellos un par de tíos muy enamorados.

Sus pestañas no pararon quietas al decir «enamorados».

Bueno, parece que ha decidido salir del armario, pensó Carl. Desde luego, ya era hora.

Morten esparció sus creaciones sobre la mesa de la cocina.

—Adelante: un sí es no es de ajo sobre lonchas de salchicha de cordero ahumada y queso de oveja. Zumo de verduras y té de escaramujos con miel.

Santo cielo, pensó Carl. Iba a tener que volver a la cama.

—Vamos a empezar el entrenamiento de Hardy —dijo Mika, que estaba junto a Hardy—. Y el objetivo es que duela, ¿verdad, Hardy?

—Desde luego, sería maravilloso que doliera —respondió este.

—Pero no tenemos demasiadas expectativas, ¿verdad, Hardy?

—No tengo ninguna expectativa. Solo esperanza, joder.

Carl se volvió hacia él y levantó el pulgar en el aire. Qué coño hacía allí compadeciéndose de sí mismo cuando Hardy se tomaba así su situación.

—Tienes que llamar a Vigga, Carl —indicó Morten.

Vaya. Ya estaba otra vez compadeciéndose de sí mismo.

Carl cavilaba inclinado sobre su salchicha matutina, pasando olímpicamente de la expresión avinagrada de Jesper. Lo de Vigga era muy chungo. De hecho, había desistido de pensar más en ello cuando de pronto le llegó la solución, tan lógica, simple y estimulante, que elogió el desayuno de Morten, aunque pocas veces había probado una combinación tan repulsiva.

—Menos mal que has llamado —exclamó Vigga.

Por una vez, parecía algo asustada. Ella, que solía considerar que la situación mundial era algo que se amoldaba a su persona. Pero tampoco era culpa de él que Vigga organizara su nuevo matrimonio antes de haberse divorciado del anterior consorte.

—Bueno, ¿qué me cuentas, Carl? ¿Has estado en el banco?

—Antes de nada, buenos días, Vigga. Y no, no he estado. Me ha parecido que no había razón para ello.

—Vaya. No irás a decirme que puedes soltar seiscientas cincuenta mil coronas sin pedir un crédito, ¿verdad? ¿Es Hardy quien va a acudir en tu ayuda?

Carl rio. Aquel tono sarcástico pronto iba a perder fuelle.

—Acepto las seiscientas cincuenta mil que exiges, Vigga. No hay ningún problema. La mitad del valor de mercado de la casa es tuya.

—Ahí vaaa, Carl.

Se había quedado pasmada.

Carl rio para sí. Iba a quedarse todavía más pasmada.

—Y después tenemos que hacer cuentas, lo he estado calculando hoy.

—¿Cuentas?

—Pues claro, dulce Vigga. Es posible que en tu cabecita reine aún la época
hippy
, pero en este país ya no vivimos de olor a flores y amor. Estamos en plena década egoísta, recuerda, y se trata de sacar provecho propio a todo.

Disfrutó del silencio al otro lado de la línea. Era increíble que pudiera estar tan callada. Aquello era como dos Nochebuenas seguidas.

—Bien, pues escucha. Primero están los cinco o seis años en que Jesper ha vivido conmigo. Los tres años de instituto han salido caros, como puedes imaginar, aparte de que terminara o no. Y el bachillerato, que es donde está ahora, también cuesta dinero. Pero digamos que compartimos unos gastos de ochenta mil al año, a ningún tribunal va a parecerle demasiado.

—¡Un momento! —lo interrumpió Vigga. Como si la batalla hubiera empezado—. Yo ya he pagado mi parte. Dos mil coronas al mes.

Ahora le tocó a Carl quedarse pasmado.

—¿Qué dices? Espero que tengas algún comprobante, porque yo no he visto ni una corona.

Y vuelta otra vez. Ahora le tocó a Vigga callarse.

—Sí, Vigga —declaró Carl—. Creo que estamos pensando lo mismo. Tu maravilloso hijo ha arramblado con el dinero.

—Puto crío —fue lo único que dijo Vigga.

—Bueno, mira, Vigga. Lo hecho, hecho está. Debemos seguir. De todas formas, vas a casarte con Carcamal en Currystán dentro de poco. Así que yo te pago las seiscientas cincuenta mil y tú me pagas seis multiplicado por las cuarenta mil coronas de los últimos años de Jesper en la escuela, los tres del instituto y los próximos dos en bachillerato. Si no quieres pagar eso último, la alternativa es que me pagues las ciento cincuenta mil y lo lleves a tu casa mientras está en el bachillerato: tú misma.

El silencio fue muy expresivo. Así que Jesper y Carcamal no eran precisamente buenos colegas.

—Y luego están tus propiedades. Veo en internet que la cabaña con huerta, bienes gananciales, está valorada en quinientas mil coronas, de las que me corresponden doscientas cincuenta mil. Así que, en resumidas cuentas, tengo que darte seiscientas cincuenta mil menos doscientas cuarenta mil menos doscientas cincuenta mil, es decir, ciento sesenta mil coronas, y, claro, la mitad de los muebles. Puedes venir a escoger los que quieres.

Miró los muebles de alrededor. Estuvo a punto de reír en voz alta.

—No puede ser —objetó Vigga.

—Puedo enviarte una calculadora de bolsillo a Islev si tu Carcamal no sabe calcular cifras tan altas —replicó—. A cambio no tendrás que pagar las dos mil mensuales a Jesper, creo que ya ha cobrado bastante. Y me encargaré de que termine el bachillerato.

Se produjo un silencio tan largo que la empresa de telefonía debía de estar frotándose las manos.

—No quiero —dijo Vigga.

Carl movió la cabeza arriba y abajo. Pues claro que no.

—¿Te acuerdas de la simpática abogada de la Calle Mayor de Lyngby que arregló la compra del piso?

Vigga dio un gruñido.

—Entretanto se ha hecho procuradora del Tribunal Supremo. Envíale a ella tus quejas. Y recuerda, Vigga: Jesper no es carne de mi carne. Así que si hay algún lío, te lo envío enterito. Y el precio es el mismo.

La compañía telefónica volvió a sacar tajada. Vigga había tapado el receptor; al menos, las voces que oía sonaban más apagadas de lo normal.

—Bien, Carl. Gurkamal dice que de acuerdo, así que yo también.

Bendito y querido sij. Ojalá creciera su barba como si le hubieran dado Gesal.

—Pero aclaremos una cosa —dijo después con cierta aspereza en la voz—. Se trata del antiguo acuerdo sobre mi madre. Acordamos que la visitarías por lo menos una vez por semana, y no lo has hecho. Esta vez lo quiero por escrito. Si no la visitas cincuenta y dos veces al año, te va a costar mil por cada visita que te saltes, ¿vale?

Carl se imaginó a su suegra. Otros seniles de la residencia no tenían un futuro del que valiera la pena hablar, pero con Karla Alsing nunca se sabía. Vigga le estaba endilgando un buen marrón.

—Entonces quiero doce semanas de vacaciones —exigió.

—¿
Doce
semanas? ¿Tienes delirios de grandeza y crees que eres uno de esos gandules diputados electos? Ostras, no hay ninguna persona normal que tenga doce semanas de vacaciones. ¡Te daré cinco!

—Diez —contraatacó Carl.

—Ni hablar, es demasiado. Digamos que siete, y ni un día más.

—Ocho. Si no, tienes a la abogada de Lyngby.

Otro silencio.

—Bueno, pues vale —se oyó después—. Pero por lo menos una hora cada vez, y empiezas hoy. Y por cierto, no quiero la mitad de tus muebles desvencijados. ¿Crees que estoy loca y prefiero tener una radio fea de B&O de 1982 cuando Gurkamal tiene en casa un equipo de vídeo Samsung con seis altavoces? Ya puedes ir olvidándote de eso.

Era fantástico. Casi increíble. Se las había arreglado para poder divorciarse de Vigga por solo ciento sesenta mil coronas. Y además las tenía.

Miró el reloj y le pareció que no sería una hora inadecuada para llamar a Mona, por mucho que hubiera bebido en casa de aquella Mathilde.

Cuando por fin contestó, Mona no sonó muy contenta, que se diga.

—¿Te he despertado? —preguntó Carl.

—No, no me has despertado. Has despertado a Rolf.

¿Quién coño era Rolf? Era como si las depresiones dominicales de todo un año se hubieran reunido en aquel instante. Un bajón incontrolable.

—¿Rolf? —preguntó con mucho cuidado y malos presentimientos—. ¿Quién es?

—No te preocupes, Carl, ya hablaremos de eso en otro momento.

¿Ah, sí?

—¿Por qué llamas? ¿Para decir que no sabes cómo se llama mi hija?

Joder, qué sangre fría. Desde luego, le había dado la llave de amante, pero ¿quién decía que no podía dejar entrar a otros con la suya? ¿A alguien llamado Rolf, por ejemplo? No cabía duda de que aquello estaba erosionando el efecto de la alegre noticia que pensaba darle.

El puñetero se llamaba Rolf, mierda, pensó, tratando de reprimir la imagen de un torso bien entrenado maniobrando en su coto de caza.

—No, no es por eso. Llamaba solo para decirte que Vigga y yo hemos acordado hoy una base sobre la que divorciarnos. Llamaba para decir que pronto volveré a ser un hombre libre.

—No me digas —comentó ella sin entusiasmo—. Qué bien para ti, ¿no?

Fue él quien dio por terminada la conversación, y fue él quien se quedó sentado en el borde de la cama con el móvil colgado de la mano.

—¿Qué haces refunfuñando, Charlie? —quiso saber Jesper desde el pasillo.

Desde luego, era la cosa más idiota que podía ocurrírsele decir a aquel espárrago mustio.

—Tu madre y yo vamos a divorciarnos —respondió.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Cómo que y qué? ¿No te sugiere nada, Jesper?

—¿Qué coño me importa a mí?

—Enseguida te lo digo, amiguito. Te importa porque las dos mil coronas mensuales que te has ido quedando estos últimos años se han acabado desde este segundo. ¡Por eso te importa!

Y Carl dio una palmada para que el chaval viera con sus propios ojos cómo se cerraba la caja.

Fue curioso que aquel genio de la inventiva no pudiera encontrar un solo juramento con el que responder a la noticia. Eso sí, atravesó la casa dando portazos por el camino.

En su abatimiento, Carl pensó que de perdidos al río, y que bien podía quitarse de encima la visita obligada a la mujer que pronto sería su exsuegra.

Sí que vio que había un hombre de traje azul grisáceo a la puerta de un coche en el aparcamiento. El hombre giró la cabeza cuando Carl pasó a su lado, se parecía al resto de jovencitos que esperaban a que uno de aquellos bloques de cemento dejara salir a sus doncellas para unos revolcones dominicales. Además, a Carl le importaba un pimiento todo y todos, porque había despertado a aquel Rolf, y Mona se había permitido mosquearse por eso. ¿Hasta dónde podía llegar la ruindad?

Condujo los quince kilómetros que lo separaban de la residencia de Bakkegården, en Bagsværd, sin prestar atención al tráfico ni a la calzada resbaladiza. Y cuando una empleada le abrió la puerta de la residencia, apenas se dignó a mirarla.

—Vengo a visitar a Karla Alsing —anunció a otra empleada de la sección de seniles.

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