Expediente 64 (44 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

—No, pero a lo mejor esto, sí. Y ahora que hablas de seguridad, no he pensado quedarme en Jefatura más de lo necesario. Tampoco es tan acogedor esto. Llevo en el bolso cosas para defenderme, y así debe ser.

Carl pensó en aerosoles de pimienta y pistolas inmovilizadoras, artilugios desagradables para los cuales no tenía autorización.

—Ajá. Pero tendrás que andar con cuidado con eso, Rose.

Esta torció el hocico, lo que ya de por sí era un arma.

—He mirado en todos los expedientes de Nørvig, y he apuntado en mi base de datos los nombres de todos los demandados.

Depositó en la mesa ante él varios folios unidos por un clip.

—Esta es la lista. Observad, por favor, que bastantes de los informes del material van firmados por el abogado pasante Albert Caspersen. A aquellos de mis oyentes que no sepan de él puedo contarles que es una figura capital de Ideas Claras, y que se espera que termine de líder en el aparato del partido; seguramente, secretario.

—Vaya, ¿así que trabajaba con Nørvig? —preguntó Carl.

—Sí, Nørvig & Sønderskov. Cuando deshicieron la sociedad, Caspersen entró en un bufete de abogados de Copenhague.

Carl observó el folio. Rose había hecho cuatro columnas para cada caso. Una con el nombre del acusado que defendía el bufete, otra con el nombre de la persona perjudicada, y las dos últimas con la fecha y el tipo de caso, respectivamente.

Bajo la columna «tipo de caso» había un número inusual de casos de abuso en pruebas de inteligencia, todo tipo de chapuzas médicas y sobre todo los «fallidos», o intervenciones ginecológicas innecesarias. Bajo la columna «nombre» había tanto apellidos daneses como nombres que sonaban a extranjeros.

—He escogido algunos de los casos y los he leído bien —continuó Rose—. Estamos, sin duda, ante la marranada más sistemática que he visto en mi vida. Puro tratamiento de la diferencia y mentalidad señorial. Si esto es la parte visible del iceberg, esos hombres son culpables de toneladas de delitos contra mujeres y niños no nacidos.

Señaló cinco de los nombres que más aparecían. Curt Wad, Wilfrid Lønberg y otros tres.

—Si miráis la página web de Ideas Claras, cuatro de esos nombres aparecen como miembros influyentes, y el quinto ha muerto. ¿Qué les parece, señores?

—Si esos bestias tienen algo que decir en Dinamarca, va a haber guerra; te lo digo yo, Carl —dijo Assad entre dientes, haciendo caso omiso del ruido infernal con que los incordiaba por décima vez aquel día su irritante teléfono.

Carl dirigió a Assad una mirada alerta. Aquel caso lo estaba desgastando más de lo normal; de hecho, estaba desgastando a sus dos ayudantes. Como si les llegara directo al corazón. Estaba claro que sus asistentes eran dos personas con cicatrices en el alma, pero aun así Carl estaba asombrado por el afán con que lo llevaba Assad y porque casi parecía conmovido.

—Si puede quedar impune deportar a mujeres a una isla —continuó Assad, impasible, arrugando el oscuro entrecejo—, matar muchos fetos sanos y esterilizar a muchas mujeres, cualquier cosa puede quedar impune; es lo que quiero decir, Carl. Y no es bueno que mientras tanto estén en el Parlamento.

—Escuchad, Assad y Rose. Estamos investigando la desaparición de cinco personas, ¿no? La de Rita Nielsen, Gitte Charles, Philip Nørvig, Viggo Mogensen y Tage Hermansen. Todos desaparecen más o menos el mismo día y no vuelven a aparecer, y ya solo eso nos lleva a sospechar que puede haber ocurrido un crimen. Hemos demostrado que el común denominador es el asilo de mujeres de Sprogø y Nete Hermansen, por una parte, y por otra ocurren muchas cosas en torno a Curt Wad y a sus actividades que sin duda llaman la atención. Tal vez debamos apuntar a Curt Wad, a su trabajo y sus ideas, y tal vez no. Pero nuestro primer objetivo es resolver esos casos de desaparición; el resto habrá que dejarlo a la Comisaría Central de Información o al Centro Nacional de Inteligencia. Es un caso grande, demasiado grande para tres personas, y es peligroso.

Era evidente que Assad no estaba satisfecho.

—Tú mismo has visto las marcas en las puertas de las celdas de castigo de Sprogø. Has oído lo que dijo Mie Nørvig sobre Curt Wad. Puedes leer esta lista. Tenemos que ir a hablar con ese viejo idiota sobre todas las barbaridades de que es culpable. No diré más.

Carl levantó la mano. No le vino mal que el móvil interrumpiera aquel lío. Era lo que pensaba hasta que vio que era Mona.

—Hola, Mona —dijo con mayor frialdad que la pretendida.

Al ardor de la voz de Mona, por el contrario, no le pasaba nada.

—Últimamente no sé nada de ti, Carl. ¿Has perdido la llave?

Carl se retiró pasillo abajo.

—No, pero es que no quería molestar. Podría ser que Rolf estuviera todavía estirándose en tu dormitorio.

El silencio que siguió no fue desagradable, pero, joder, fue triste. Había muchas maneras de decir a la mujer por la que estabas loco que no tenías ganas de compartirla con nadie. Y el resultado era casi siempre una ruptura.

Contó los segundos, y estaba a punto de colgar, de pura frustración, cuando una carcajada de proporciones olímpicas estuvo a punto de incrustarle el tímpano contra el cráneo.

—Pero hombre, mira que eres encantador, pequeño Carl. Estás celoso de un perro, cariño. Mathilde me ha dejado su cachorro de cairn terrier mientras ella está de cursillo.

—¿Un perro?

El desasosiego que sentía desapareció como por arte de magia.

—¿Por qué diablos me dijiste «No te preocupes, ya hablaremos de eso en otro momento» cuando llamé? He estado deprimido a más no poder.

—Bueno, amiguito. Tal vez eso te enseñe que cuando a algunas mujeres las llama su amante antes de que hayan pasado media hora ante el espejo, no suelen estar preparadas para hablar de trivialidades.

—Creo que lo que me estás diciendo es que era una prueba.

Mona rio.

—Desde luego, eres un policía sagaz, Carl. Un misterio más resuelto.

—¿He pasado la prueba?

—Tal vez podamos hablar de ello esta noche. Con
Rolf
en medio.

Salieron de Roskildevej y tomaron Brøndbyøstervej, entre grupos de rascacielos alzándose a ambos lados de la carretera.

—Conozco bastante bien Brøndby Norte —se jactó Assad—. ¿Y tú, Carl?

Este asintió en silencio. ¿Cuántas veces habría patrullado allí? Por lo que se decía, Brøndby Este fue una vez una ciudad viva, con tres mercados en los que podía comprarse de todo. Eran unos buenos barrios de ciudadanos con poder adquisitivo. Y después llegaron las grandes superficies, una tras otra: Rødovre Centrum, Glostrup Centret, Hvidovre Centret, el hipermercado Bilka en Ishøj y Hundige… Y de pronto toda una ciudad había desaparecido. Cierre masivo de tiendas, dejaron de funcionar un montón de negocios minoristas bien llevados, y apenas quedaba nada. Tal vez Brøndby fuera el municipio de Dinamarca con la vida comercial más descuidada. ¿Dónde estaban la calle peatonal, el gran centro, el cine y la casa de cultura? Ahora vivían allí solo ciudadanos con coche o gente con menos exigencias socioculturales.

Se notaba en Brøndbyøster Torv, y se notaba en Nygårds Plads. Aparte del equipo de fútbol de Brøndby, no había gran cosa de la que enorgullecerse. Era, en suma, un municipio de oferta pobre, y lo mismo ocurría en Brøndby Norte.

—Sí, lo conozco bastante bien, Assad. ¿Por qué?

—Estoy seguro de que no habría muchas mujeres embarazadas en Brøndby Norte que salieran bien paradas del discriminador ojo de aguja de Curt Wad. Sería como el proceso de selección de los médicos de los campos de concentración cuando sacaban a los judíos de los vagones.

Tal vez sonaba algo fuerte, pero así y todo Carl asintió con la cabeza mientras miraba al puente de delante, que pasaba por encima de la vía del tren suburbano. Algo más allá apareció el viejo pueblo. Un oasis en la jungla de asfalto. Viejas casas con techo de paja y auténticos árboles frutales sin injertar. Allí había sitio para ponerse cómodo y hacer barbacoas en el jardín.

—Tenemos que ir por Vestre Gade —hizo saber Assad con la vista en el GPS—. Brøndbyøstervej es de dirección única, así que tienes que ir hasta Park Allé, dar la vuelta y volver.

Carl observó la señal de tráfico. Pues sí, era verdad. Y cuando entraba en la calle del pueblo vio la sombra de un camión que salió zumbando de una transversal. Antes de que Carl pudiera reaccionar, golpeó con enorme ímpetu la aleta trasera derecha del Peugeot, que salió disparado hacia la acera, donde lo detuvo un seto. Durante unos segundos interminables hubo un caos de cristales rotos, el chirrido del metal al arrugarse y el golpe de los airbags, que se activaron frente a sus narices. Luego todo terminó. Oyeron el bullir del motor y gritos de la gente que había tras los setos, nada más.

Se miraron con cara de susto, pero también con alivio, cuando los airbags se retiraron.

—Y mi seto ¿qué? —preguntó un anciano en cuanto los vio salir tambaleantes del coche. Nada de si estaban bien. Pero lo estaban, menos mal.

Carl se alzó de hombros.

—Pregunte en la compañía de seguros, no soy experto en restauración de setos.

Se dirigió a los mirones más cercanos.

—¿Alguno de ustedes ha visto lo que ha ocurrido?

—Sí, ha sido un camión, ha arremetido contra el tráfico en dirección contraria para volver a Brøndbyøstervej. Ha desaparecido por Højstens Boulevard, creo —dijo alguien.

—Venía de Brøndbytoften. Parece que llevaba un rato parado, pero no sé qué tipo de camión era, solo que era azul —dijo otro.

—No, gris —añadió un tercero.

—Supongo que nadie habrá apuntado la matrícula — observó Carl mientras inspeccionaba los daños. No quedaba más remedio que llamar al Departamento de Tráfico y confesarlo todo. Mierda. Los conocía bien: Assad y él tendrían que volver en el tren suburbano.

Y su experiencia también le decía que no valdría la pena preguntar a los que trabajaban en los pequeños negocios de Brøndbytoften si sabían algo de aquello.

Había sido un intento descarado de matarlos. No fue ningún accidente.

—La casa de Curt Wad está, de todos los sitios posibles, frente a la Academia de Policía. ¿Puede imaginarse mejor tapadera para negocios turbios, Assad? ¿Quién diablos iba a buscar aquí?

Assad señaló una placa de latón fijada en los ladrillos amarillos junto a la puerta.

—En la placa no pone su nombre, Carl. Pone «KarlJohan Henriksen, médico cirujano, especialista en Ginecología».

—Sí, Curt Wad ha vendido su consulta. Hay dos timbres, Assad. Habrá que probar con el de arriba, ¿no?

Oyeron tras la puerta una versión en miniatura y amortiguada de los tañidos del Big Ben. Como no había ninguna reacción en el interior a pesar de repetidos intentos con ambos timbres, siguieron el sendero que discurría entre el lateral de la casa y un viejo establo encalado de amarillo con un tejado de tiempos de Maricastaña.

El jardín era pequeño, alargado y coronado con arbustos de bola de nieve y una valla de tablas estrechas. Preciosos macizos de flores y un antiguo anexo sobre postes.

Se permitieron penetrar hasta la mitad del jardín, y vieron que un hombre mayor los observaba tras la ventana térmica de lo que parecía ser una sala con chimenea. Era Curt Wad, no cabía duda.

Sacudía la cabeza, por lo que Carl apretó contra el cristal su placa de policía, pero solo consiguió que el anciano volviera a sacudir la cabeza. Por lo visto, no tenía intención de abrirles la puerta.

Entonces Assad subió la escalinata y sacudió la puerta que daba al jardín hasta que se abrió.

—¡Curt Wad! —saludó—. ¿Podemos entrar?

Carl vio al hombre por la ventana. Estaba cabreado, pero no oyó qué decía.

—Muchas gracias —replicó Assad, deslizándose al interior.

Qué descarado, pensó Carl mientras lo seguía.

—Esto es un atropello. Debo pedirles que se marchen —protestó el anciano—. Mi esposa está arriba, en su lecho de muerte, y no estoy de humor para visitas.

—Tampoco nosotros, o sea, estamos sobrados de humor —aseguró Assad.

Carl lo asió de la manga.

—Lo sentimos mucho, señor Wad. Seremos breves.

Sin que se lo ofrecieran, tomó asiento en un sofá rústico con estructura de roble, pese a que el dueño de la casa se quedó de pie.

—Nos da la sensación de que sabe usted perfectamente por qué estamos aquí, ya que esta mañana ha estado atareado haciendo todo tipo de barrabasadas; pero lo voy a resumir.

Hizo una pausa teatral para ver la reacción de Wad ante las alusiones a los dos intentos de asesinato, pero no vio ninguna. Su actitud decía que ya podían irse, y deprisa.

—Aparte de hurgar un poco en sus actividades en diversas asociaciones y partidos, hemos venido sobre todo porque estamos interesados en saber si su nombre puede vincularse a una serie de desapariciones a principios de septiembre de 1987. Antes de formularle preguntas concretas, ¿hay algo que quiera decirnos?

—Sí. Márchense ya.

—No lo entiendo —explicó Assad—. Juraría, o sea, que acaba de invitarnos a entrar.

Era un Assad sin brillo en la mirada. Muy impertinente y con tendencia a la agresividad. Carl tendría que atarlo en corto.

El anciano iba a bramar algo, pero Carl levantó la mano.

—Lo dicho, unas breves preguntas. Y tú calla, Assad.

Miró alrededor. Una puerta al jardín, otra a algo que podía ser un comedor, y después una puerta doble que parecía cerrada. Todas las puertas en chapeado de teca. Típica renovación de los años sesenta.

—¿Karl-Johan Henriksen tiene su consulta tras esa puerta? ¿Está cerrado ahora?

Curt Wad asintió en silencio. Estaba alerta y se contenía, en opinión de Carl, pero ya llegaría el arrebato de furia cuando las preguntas se hicieran más impertinentes.

—Entonces debe de haber tres vías de acceso a la casa desde la puerta de entrada. Subiendo las escaleras, el primer piso, donde está su esposa, abajo a la izquierda la consulta, y a la derecha el comedor y probablemente la zona de cocina.

El anciano volvió a hacer un gesto afirmativo. Tal vez asombrado por la explicación, pero seguía decidido a no hablar.

Carl volvió a comprobar las puertas que daban a la sala.

Si nos atacasen, seguramente entrarían por la puerta doble de la consulta, pensó Carl, y por eso la vigilaba más, mientras llevaba la mano a la funda de la pistola.

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