Expediente 64 (47 page)

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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, #Policíaco

Allí la tuvieron en observación, y le daban la espalda en cuanto les rogaba algo de compasión y pedía que la creyeran cuando decía que era una chica normal y corriente que había sido golpeada por la desgracia.

Solo una vez hubo una persona en la habitación dispuesta a escuchar, pero a Nete la habían medicado tanto que pasaba el día amodorrada.

Era un joven de unos veinticinco años, que visitaba a una niña sorda que habían ingresado por la mañana y ahora estaba tras la cortina, en la cama de enfrente, a los pies de la cama de Nete. Oyó que la niña tenía leucemia, y aunque no sabía qué era eso, sí que sabía que la niña iba a morir. Desde su nebulosa lo leía en los ojos de los padres cuando le daban la espalda a su hija. Nete envidiaba en muchos aspectos a la niña. Liberada de las miserias de este mundo, rodeada de gente cariñosa, ¿no era eso misericordia? Y luego aquel hombre, que acudía a aliviar sus últimos días leyéndole un libro o dejando que leyera ella.

Y Nete cerraba los ojos y escuchaba aquella voz sosegada ayudando a la vocecita más aguda a pronunciar las letras, las palabras y las frases para que se entendieran, y a un ritmo que hasta Nete, en su estado nebuloso, podía seguir.

Cuando terminaron el cuento, el hombre dijo que volvería al día siguiente para leer con ella.

Dirigió a Nete una sonrisa cálida al pasar a su lado.

Una sonrisa que le llegó al alma e hizo que comiera un poco aquella misma noche.

Dos días más tarde la niña había muerto y Nete volvía a Sprogø, más callada y cerrada que antes. Hasta Rita la dejaba en paz por la noche, claro que ahora tenía nuevos retos. Todas los tenían.

Y es que en el mismo barco que devolvió a Nete a la isla llegó también Gitte Charles.

37

Noviembre de 2010

Mientras Curt yacía de costado en la cama de matrimonio mirando con fijeza los párpados casi transparentes de su amada, que llevaban tres días sin abrirse a la vida, tuvo todo el tiempo del mundo para maldecir los acontecimientos de los últimos días.

Todo se desmoronaba. El aparato de seguridad, organizado para eliminar obstáculos del camino, había cometido errores fatales, y la gente que antes estaba callada empezaba a vociferar.

Parecería que en medio del nuevo triunfo de Ideas Claras se colasen desgracias que se abalanzaban sobre él y sus actividades como perros hambrientos.

¿Por qué no conseguían detener a aquellos dos policías?
Tenían
que conseguirlo. Mikael, Lønberg y Caspersen habían prometido hacer todo lo que pudieran, pero no era suficiente.

Un espasmo sacudió el rostro de Beate y, aunque apenas fue perceptible, Curt se sobresaltó.

Miró el dorso de su mano acariciando la mejilla de su esposa, y tuvo una sensación extraña. Era como si su mano se fundiera con la piel de ella; tampoco había tanta diferencia entre su envejecimiento y el de Beate. Pero dentro de unas horas ella estaría muerta y él no, y era una diferencia que debía tener en cuenta si quería seguir viviendo. Y en aquel momento no quería. Pero
debía
seguir viviendo. Había cuestiones que resolver, pero en cuanto estuvieran resueltas ya encontraría una lápida en la que el cantero pudiera grabar dos nombres a la vez.

Oyó un sonido penetrante y miró hacia la mesa de noche. Era su iPhone, y no el móvil seguro que empleaba los últimos días. Se estiró, lo alcanzó y abrió el mensaje que acababa de llegar.

Era un mensaje de Herbert Sønderskov, con un link.

Así que al final ha realizado su misión, menos mal, pensó Curt. Una persona que se había ido de la lengua estaba fuera de circulación. Así debía ser.

Pinchó el vínculo y esperó un momento hasta que fue apareciendo una imagen. Se puso en pie de un tirón al leer el traicionero mensaje.

Aparecían un Herbert sonriente y una Mie igual de sonriente, saludándolo desde un paisaje grandioso y exuberante. Sobre la foto había un texto breve: «Nunca nos encontrarás», ponía.

Después de copiar el archivo a su portátil lo abrió y amplió la foto hasta que ocupó toda la pantalla. Estaba sacada apenas diez minutos antes, y el cielo que había sobre la pareja estaba completamente rojo por la puesta de sol. Tras ellos había palmeras, y más allá gente de color y un océano azul, abierto.

Luego abrió la aplicación «Planets» del iPhone y pinchó en «Globe», donde se daba la posición exacta actual del sol en el globo terrestre. Y el único lugar del mundo con vegetación tropical donde el sol se estaba poniendo hacía diez minutos era el extremo sur de Madagascar. El resto del meridiano donde se ponía el sol en ese momento lo ocupaban el mar abierto, desiertos de Oriente Próximo y zonas templadas del antiguo imperio soviético.

Como los dos estaban de espaldas al sol, debían de encontrarse en la parte occidental de la isla. Una gran isla, sin duda, pero no tan grande como para ser la cuna del olvido. Si enviaba a Mikael al sur de la isla y le pedía que preguntase por dos escandinavos ancianos de pelo cano, los atraparía enseguida. Un poco de dinero por aquí y por allá nunca venía mal, y en el amplio océano siempre había tiburones para hacer desaparecer huellas.

Era la primera buena noticia del día.

Sonrió y volvió a sentir que su energía retornaba. «Nada consume tanto como las decisiones poco entusiastas y la falta de acción», solía decir su padre. Era un hombre sabio.

Giró su cuerpo rígido un poco hacia atrás y miró a la calle, donde los jóvenes aspirantes a policía hacían ejercicios bajo los árboles de Lindehjørnet, frente a su casa. Observó con desagrado que algunos, que en ese momento fingían detener a supuestos delincuentes, eran de tez morena, y entonces sonó el Nokia de la mesa.

—Soy Mikael. Yo y uno de nuestros ayudantes, cuyo nombre no necesita conocer, hemos observado hace siete minutos que Hafez el-Assad ha salido de Jefatura y en este momento baja las escaleras que llevan a los andenes de la Estación Central. ¿Qué tenemos que hacer?

¿Que qué tenían que hacer? ¿No era evidente?

—Id tras él. Si tenéis oportunidad de hacerlo sin que se dé cuenta, entonces agarradlo y haced que desaparezca. Deja el móvil encendido para que pueda seguiros, ¿vale? Y procurad que no os vea bajo ninguna circunstancia.

—Estamos dos para ayudarnos uno al otro. Nos mantendremos a distancia, tranquilo.

Curt sonrió. La segunda buena noticia del día. Tal vez cambiara la racha.

Volvió a tumbarse en la cama junto al cuerpo moribundo, con el Nokia entre la almohada y la oreja. Eran dos mundos decisivos y muy diferentes que chocaban. La vida y la muerte, en pocas palabras.

Tras estar tumbado un rato y sentir que la respiración de Beate casi se había detenido, se oyó una voz cuchicheando por el móvil.

—Estamos en el suburbano, camino de Tåstrup. A lo mejor nos lleva al lugar donde vive. Vamos cada uno en un extremo del vagón y cerca de las puertas, así que no escapará, se lo garantizo.

Curt le dijo que muy bien, y después se volvió hacia Beate y le palpó el cuello. Seguía habiendo pulso, pero era débil, y caprichoso como la propia muerte.

Cerró los ojos un momento y se sumergió en recuerdos de mejillas rosadas y risas que hacían desaparecer toda preocupación. Es increíble que alguien haya podido nunca ser tan joven, pensó.

—¡AHORA! —se oyó bastante alto por el móvil, y Curt despertó sobresaltado—. Ha bajado en la estación de Brøndby. Estoy convencido de que va a su casa, señor Wad.

¿Había pasado tanto tiempo? Sacudió la cabeza para desentumecerse y se incorporó a medias en la cama, con el móvil pegado a la oreja.

—Manteneos a distancia, ya me encargaré de recibirlo. Pero tenéis que ser discretos, porque los chicos de la Academia de Policía están haciendo ejercicios frente a mi casa. Juegan a guardias y ladrones.

Curt sonrió. Le daría una calurosa bienvenida.

Iba a decir a Beate que tuviera un poco de paciencia, que estaría fuera un rato, cuando vio que tenía los ojos abiertos y la cabeza hacia atrás.

Wad contuvo la respiración unos segundos, y después jadeó, contemplando los amados ojos apagados, muertos. Miraban hacia donde él había estado tumbado, como si en el último momento hubiera buscado contacto. Y él se había quedado dormido, era espantoso. No había estado para ayudarla cuando ella lo había necesitado.

Notó algo que empezó siendo una pulsación débil en el diafragma, que se extendió por todo su cuerpo a velocidad incontrolable, para convertirse en un espasmo en el pecho y sonidos guturales en la garganta. Su rostro se retorció en una mueca de dolor, y un largo aullido apenas audible se intercaló entre sus sollozos.

Estuvo así un buen rato, agarrándole la mano; después le cerró los ojos y se levantó sin mirar atrás.

El bate que sus hijos habían desgastado contra miles de pelotas de tenis lo encontró en el
office
, junto al comedor. Lo sopesó en la mano y le pareció lo bastante pesado; después salió al patio y se plantó al acecho en el extremo del edificio anexo.

Gritos y comentarios joviales llegaban de la calle, donde los aspirantes a policía materializaban su sueño de separar el grano de la paja. Justo lo que iba a hacer Curt. Iba a dar un golpe limpio a Hafez el-Assad en la nuca, si podía, y después arrastrarlo rápido al amparo de la casa. Cuando llegaran los otros dos ya lo ayudarían a arrastrar el cuerpo hasta el búnker, cuando la actividad de la calle decayera y se hiciera de noche.

El móvil de su bolsillo vibró.

—¿Sí…? —susurró—. ¿Dónde estáis?

—En el cruce de Vestre Gade y Brøndbyøstervej. Ha desaparecido.

Curt arrugó el entrecejo.

—¿Qué?

—Se ha metido en una urbanización de casas adosadas rojas, y de pronto ha desaparecido.

—Venid rápido. Cada uno por su lado.

Colgó y miró alrededor. Estaba en un lugar seguro, en una esquina del patio, con un muro de la altura de un hombre separándolo de Tværgade. El tipo solo podía venir de una parte, a saber, por el sendero paralelo al anexo. Así que estaba preparado.

Menos de cinco minutos después oyó pasos cautelosos en el sendero. Pasos cautelosos que se acercaban. Pasos que tanteaban las baldosas y avanzaban metro a metro.

Curt asió el bate con fuerza y se colocó junto a la esquina. Aspiró hondo y lento, y contuvo la respiración hasta que vio que aparecía una cabeza.

Una fracción de segundo antes de dar el garrotazo, la persona se echó hacia atrás.

—Soy yo, señor Wad —dijo una voz que no sonaba como la del árabe.

Después apareció una figura. Era uno de sus ayudantes. Mikael solía llevarlo a veces a los grandes eventos.

—Idiota —dijo Curt entre dientes—. Márchate. Lo vas a asustar. Vuelve a la calle, y cuida de que no te vea.

Se quedó un rato con el corazón desbocado, maldiciendo a los inútiles de los que parecía rodearse. Ven, morito estúpido, pensó, mientras los ejercicios de los policías al otro lado de la calle iban finalizando. Terminemos de una vez.

Apenas había tenido este pensamiento cuando oyó un ruido sordo en el muro de atrás y después vislumbró un par de manos aferrándose al borde del muro.

Antes de dar la vuelta del todo el hombre estaba ya sobre el muro. Aterrizó como un gato, acurrucado, frente a Curt y le dirigió la mirada de quien ha logrado su objetivo.

—Tenemos que hablar, Curt —le espetó el árabe mientras Curt alzaba el bate y lo blandía sobre su cabeza.

De pronto el hombre macizo rodó a un lado y se puso en pie con ayuda de un brazo. Y en el instante en que el bate golpeó las baldosas con un ruido sordo, el hombre saltó hacia delante y agarró con fuerza a Curt del torso.

—Vamos adentro, ¿entendido? —susurró—. Aquí fuera andan demasiadas hienas sueltas.

Apretó con fuerza, y Curt perdió el aliento. Socorro, quería gritar, pero no le quedaba aire.

Luego el árabe lo arrastró rápido, atravesó el sendero y lo dejó caer en la hierba frente a la entrada trasera. Un par de segundos más y lo habría conseguido, pero los pasos corriendo por el sendero y la figura de Mikael, de pronto ante ellos, hicieron que su atacante apretara más la presa y que Curt casi perdiera el sentido, pero después aflojó.

Curt se quedó tumbado en la hierba, oyendo el tumulto a sus espaldas. Golpes y juramentos en dos idiomas diferentes.

Se levantó a duras penas y se dirigió vacilante hacia la puerta del garaje, donde seguía el bate.

Cuando lo levantó tenía otra vez al árabe ante él.

Curt miró instintivamente al césped, donde Mikael yacía sin sentido. ¿Quién diablos era aquel hombre que tenía delante?

—Suelta eso —dijo Hafez el-Assad con un tono que no admitía réplica.

Y el sonido del pesado garrote al caer contra las baldosas fue como la sensación que tenía Curt en el cuerpo.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Conozco a la gente como tú mejor de lo que crees, y no voy a dejarte marchar —aseguró el hombre—. Quiero saber todo acerca de tus actividades, y estoy seguro de que tienes en la casa todo lo que hace falta, asesino.

Lo agarró con fuerza de la muñeca y lo arrastró tras de sí.

Acababan de llegar a la puerta trasera cuando se oyó un zumbido que torció la cabeza del árabe con un chasquido feo, y su cuerpo se derrumbó.

—Ya está —dijo una voz tras él. Era el ayudante de Mikael—. A este ya le hemos parado los pies.

No pasó mucho tiempo desde que Curt llamó a su sucesor a la clínica hasta que oyó el ruido de la cerradura en el piso bajo.

—Gracias por venir tan rápido, Karl-Johan —dijo, llevándolo al dormitorio.

Karl-Johan Henriksen hizo lo que debía, y después se quitó el estetoscopio y lo miró con rostro grave.

—Te acompaño en el sentimiento, Curt —exclamó—. Pero ahora está en paz.

Escribió el certificado de defunción con manos temblorosas, y parecía incluso más afectado que Curt.

—¿Qué vas a hacer ahora, Curt?

—Tengo una cita con uno de nuestros seguidores, un magnífico empresario de funeraria de Karlslunde. He hablado con él y voy a pasar por su casa esta noche. Mañana iré a casa del pastor. Hay que enterrar a Beate en la parte antigua del cementerio, justo al lado de la iglesia de Brøndbyøster.

Curt recibió el certificado y las condolencias de KarlJohan Henriksen, y le dio la mano.

Así fue como terminó aquel capítulo largo, casi eterno.

Un día movido de verdad.

Miró a su mujer y comprobó que el cuerpo había empezado a enfriarse. Qué fugaz era la vida.

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