Authors: John Darnton
—Adelante, ya casi lo has conseguido —animó a su compañera.
Momentos más tarde, la cabeza de Tizzie asomaba ya por el hueco. La joven alargó los brazos y Jude tiró de ellos con tal fuerza que la sacó del resquicio casi de golpe. La abrazó fuertemente y ella correspondió con igual vehemencia. Luego Jude se separó un poco de ella y la miró a los ojos.
—No sé tú, pero yo no veo la hora de largarme de aquí.
Dicho esto, echó a andar hacia la salida.
Los esperaba una sorpresa final: otro derrumbe bloqueaba la salida del túnel principal. Pero Tizzie dijo conocer un desvío. Se metió por un pequeño pasadizo descendente que había a la derecha y que parecía curvarse en dirección opuesta a la que ellos deseaban ir. Jude no estaba seguro de que debieran seguir por allí, y así se lo dijo a Tizzie.
—Confía en mí —respondió ella—. Es asombroso. Ciertas cosas de mi infancia no las recuerdo en absoluto, pero estas cuevas las tengo indeleblemente grabadas en la memoria.
El pasadizo conducía a una pequeña cámara cuyo inclinado techo llegaba por el fondo casi hasta el suelo.
—¿Recuerdas este sitio? —preguntó Tizzie.
—No. ¿Debería recordarlo?
—Pues no sé. Pero yo sí lo recuerdo. Creo que aquí también veníamos a jugar.
—En estos momentos, lo único que me importa es salir de aquí cuanto antes.
Ella lo condujo hasta el fondo de la recámara, donde el techo casi se unía con el suelo, y Jude advirtió que bajo el techo quedaba un espacio abierto de varios palmos. Pasaron por él y se encontraron en el interior de una cámara contigua. Bajaron por una superficie rocosa, saltaron sobre una gran grieta del suelo, y llegaron al fin a un nuevo túnel que los llevó a la parte delantera de la mina.
Diez minutos más tarde, la pareja se hallaba en el exterior, bajo el tibio sol del atardecer.
—Por Dios, qué gusto —dijo Tizzie con la vista alzada hacia el cielo.
—La verdad es que pensé que no lo conseguiríamos.
—¿Sigues creyendo que el derrumbe ha sido provocado?
—Me parece muy posible.
—Si eso es cierto, ellos deben de habernos oído. Ellos lo saben todo.
—Es posible.
Al cabo de menos de media hora, Jude creyó encontrar la prueba de que sus sospechas no carecían de fundamento. Habían ascendido desde la mina a la angosta franja de terreno en la que había estacionado su coche.
El vehículo no estaba allí.
Se acercó al borde de la escarpadura y miró hacia el valle. Los indicios eran inequívocos: un ancho y profundo surco de más de siete metros en la tierra roja, rocas desplazadas, grandes rozaduras en los troncos de los árboles de más abajo. Siguió el rastro con la mirada y mucho más abajo, en el fondo del valle, vio un amasijo de acero y cristales.
—Quizá han sido ellos o quizá cualquiera —dijo Tizzie—. Quizá algún tipo poco sociable que detesta las visitas.
Jude recordó a los motoristas. Alzó la vista hacia la cabaña frente a la cual habían estado las motos y vio que habían desaparecido.
Anduvieron kilómetro y medio camino abajo, en dirección a Jerome, para llegar hasta el coche de Tizzie, que estaba estacionado al borde de la carretera, en un recodo. El sonido del motor inundó de alegría el corazón de Jude.
En vez de seguir hacia Jerome, enfilaron la 89 A en dirección a Prescott, atravesando el monte Mingus. Un fuerte viento azotaba su pelada cima. Hacía mucho frío y a la sombra de las rocas aún se veían sucios restos de nieve. Un cartel indicaba la altitud: 2 360 metros. No se veía a nadie, y los pocos pinos que había por los contornos eran escuálidos y estaban inclinados a causa de la fuerza del viento.
Al bajar por la otra ladera del monte, el coche se embaló tanto que Tizzie tuvo que reducir la marcha e incluso pisar el freno de cuando en cuando. El vehículo coleaba al tomar las curvas y sus ocupantes notaban en los oídos el zumbido del cambio de presión.
Pasaron junto a un letrero orientado en la otra dirección: JEROME.
Diez minutos más tarde llegaron a un cañón metido entre las montañas en el que había un grupo de edificios. Todas las estructuras eran de madera sin pintar, estaban provistas de porches de madera y paseos entarimados, y se apoyaban unas en otras como lápidas en un cementerio. Un cauce seco, cuyos bordes aparecían erosionados por las riadas, atravesaba la población, cuyo nombre no era visible por ninguna parte.
Uno de los edificios era un bar de carretera, y Tizzie y Jude decidieron hacer un alto en el camino. Frente al local había estacionados seis o siete vehículos, camionetas y todoterrenos en su mayoría.
Tizzie miró sus propias ropas y las de Jude, que estaban igualmente perdidas de tierra.
—Vaya, estamos hechos un asco —dijo—. Yo puedo ponerme el jersey que siempre llevo en el coche, pero tú tendrás que ir así.
En el interior del bar, el fuego de una chimenea que ocupaba todo el fondo del local producía una luz fluctuante. Sobre la chimenea colgaban unas astas que parecían de ciervo. Aunque parezca mentira, del techo pendían corbatas cortadas.
Los cuatro hombres que permanecían, cada cual por su lado, ante la barra, se volvieron a mirarlos cuando entraron, pero nadie les dio las buenas tardes ni pareció encontrar nada raro en el aspecto de los recién llegados. Tizzie era la única mujer del local, excepción hecha de una camarera de pelo ensortijado que lucía una minifalda negra.
Se acomodaron en un reservado y se turnaron para entrar en el baño a asearse lo mejor que pudieron. Cuando Tizzie reapareció, ya con la cara lavada, dos de los hombres la miraron con interés. La camarera les tomó el pedido: dos cervezas.
Tizzie bebió a pequeños sorbos; Jude vació de un trago la mitad del contenido de su jarra, la dejó sobre la mesa y se pasó el dorso la mano por los labios.
—¿Sabes una cosa? —preguntó—. Jerome tiene su propia página web en Internet. Se llama W, que significa doble tú. ¿Lo captas?
—Lo capto. ¿Y qué hay en la página web?
—Un chat de gente que discute sobre los horrores de la vejez. Un tipo en particular, Matusalén, parecía muy perspicaz e informado.
—¿Formará parte del grupo?
—Lo cierto es que no dejaba de cantarle las alabanzas a la longevidad. Casi parecía un predicador.
—No me sorprende. No cabe duda de que nos enfrentamos a fanáticos.
—Sí. Pero también están locos de atar. Esa cámara subterránea que vimos es parecida a las instalaciones que construía el gobierno durante la guerra fría para evitar que los soviéticos se enterasen de nuestros secretos. -¿Y qué?
—Pues que no comprendo que, al mismo tiempo que se toman tantas molestias para guardar algo en secreto, tengan una página en Internet. Resulta absurdo.
—Quizá sea una forma de relaciones públicas. Ya sabes, hacer que se discuta sobre el tema, concienciar al público, airear sus opiniones.
—¿Para qué?
—Tarde o temprano tendrán que salir de la clandestinidad. Es imposible que algunas personas vivan ciento cuarenta años y que el resto no se entere. Quizá se estén preparando para ese día.
Jude pensó que tal vez Tizzie tuviera razón, pero no se quedó convencido. Una vez más, reflexionó sobre lo mucho que ignoraban acerca del Laboratorio. Ni siquiera sabían cómo operaba ni cuáles eran sus objetivos.
—Antes, mientras estaba en el baño, recordé algo. Me dijiste que sospechabas que tu tío Henry te iba a pedir que me espiases.
—Sí.
—Si lo hace, debes responder que sí, que lo harás —le dijo, y ella lo miró desconcertada—. Nos conviene que estés próxima a ellos. Tienes que conseguir que confíen en ti. Es el único modo de que averigüemos qué demonios pretenden.
—Jude, no hablarás en serio, ¿verdad? —preguntó Tizzie, aunque en el fondo sabía que su compañero sí hablaba en serio y que, además, tenía razón—. ¿Quieres que me convierta en una agente doble?
—Mal puedes ser una agente doble, porque, según dices, a mí nunca me espiaste.
Ella le tendió la mano a través de la mesa.
—Jude, comprendo tu recelo. Me gustaría encontrar el modo de convencerte de que los dos estamos en el mismo bando.
—Los tres, Skyler, tú y yo.
—Sí.
—Contra ellos.
—Sí. Contra ellos.
—Bueno, infiltrarte en el Laboratorio sería un buen modo de convencerme.
Cuando salieron del local, los hombres de la barra ni siquiera alzaron la mirada. En el exterior ya estaba oscureciendo.
Mientras bajaban de la montaña en el coche, Jude advirtió que unos faros los seguían. Reparó en ellos porque de pronto, como surgidas de la nada, en su retrovisor aparecieron unas luces brillantes que al reflejarse en el espejo lo deslumbraron.
Se lo dijo a Tizzie, y ésta le comentó que la noche anterior, cuando regresaban de Mr. Lucky, a ella también le había dado la sensación de que la seguían.
—Pero no estoy segura de que fueran esos mismos faros.
—No me digas que puede ser una coincidencia, porque estoy más que harto de coincidencias.
Jude aceleró y el coche de detrás hizo lo mismo, manteniendo la distancia. Tomó una curva con peligrosa rapidez, derrapó y casi se salió a la cuneta. El coche de detrás se rezagó por unos momentos y luego, en una recta, recuperó terreno y volvió a ponerse a la misma distancia de antes.
—Tal vez sea alguno de los del bar —dijo Tizzie—. Una colección de tipos de lo más desagradable. ¿Te fijaste en cómo nos miraban?
—Puede, pero no quiero averiguar si estás o no en lo cierto.
Jude pisó a fondo el acelerador y el coche, que iba cuesta abajo, casi se despegó del pavimento. A través del aro del volante, Jude veía la aguja del velocímetro cada vez más inclinada hacia la derecha, pero no deseaba apartar la vista de la carretera para averiguar a qué velocidad iban. Miró el retrovisor: los faros habían vuelto a rezagarse, pero no tanto como era lógico esperar. Parecía claro que el coche iba tras ellos.
Tizzie se ajustó el cinturón de seguridad. Iban cada vez más de prisa y tomaban las curvas derrapando. En una de ellas, el parachoques posterior estuvo a punto de rozar la barrera protectora. Tizzie bajó la vista y vio el valle allá abajo y las luces diseminadas que relucían en la penumbra crepuscular. Después miró a Jude, que tenía las manos crispadas sobre el volante y la vista fija al frente.
Jude siguió pisando a fondo y al fin consiguieron aumentar la distancia entre ellos y el coche que los seguía. Éste se mantenía al menos una curva por detrás, de modo que sus faros ya no se reflejaban en el retrovisor. Al fin alcanzaron las estribaciones de la montaña, cerca ya del valle, y se encontraron ante un tramo recto de carretera que se perdía de vista. A la derecha, en el arcén, había una señal de peligro.
De pronto, Jude apagó los faros y siguió conduciendo a gran velocidad y casi totalmente a oscuras.
—Pero... ¿qué haces? —exclamó Tizzie.
—Agárrate —fue cuanto respondió Jude dando un brusco volantazo a la derecha.
El coche cruzó un trecho sin pavimentar y comenzó a ascender por una pronunciadísima cuesta. Tizzie notó el estómago en la boca, como si estuviera en un avión a punto de rizar el rizo. Las estrellas parecieron moverse hacia abajo en el parabrisas y la joven contrajo todos los músculos, segura de que el coche iba a estrellarse. Luego, de pronto, las ruedas comenzaron a rodar sobre gravilla y las pequeñas piedras rebotaron en la parte inferior del chasis. Poco a poco, sólo mediante la fuerzas combinadas de la gravedad y la fricción, el coche perdió rápidamente velocidad y al fin se detuvo por completo.
Jude apagó el motor, bajó la ventanilla y quedó a la escucha.
—Estamos en una rampa de frenado para camiones —dijo—. Creo que le hemos dado esquinazo al que nos seguía.
Y así había sido. Permanecieron unos minutos en lo alto de la rampa para estirar las piernas y tranquilizarse. Jude se fumó un cigarrillo y contempló junto a Tizzie cómo el sol desaparecía por el oeste y el brillo de las estrellas parecía aumentar de intensidad.
Mientras conducía en dirección a Camp Verde, Jude se sentía muy preocupado. Su primera intención fue no compartir sus tribulaciones con Tizzie, pero luego se dijo que ya había habido suficientes secretos entre ambos. No dejaba de recordar el agrado que le produjo la total sinceridad, casi de confesionario, de que había hecho gala Tizzie mientras estaban el interior la mina.
Pisó el acelerador.
—Tizzie, estoy pensando una cosa. Tenemos que aceptar el hecho de que quienes nos seguían no eran un simple grupo de gamberros con ganas de divertirse a nuestra costa sacándonos simplemente de la carretera.
—Lo sé. Yo estaba pensando lo mismo.
—Si nuestras sospechas son ciertas, eso puede significar que existe una relación entre el que nos seguía, el derrumbe y el hecho de que mi coche se despeñara.
—Sí, es muy probable que así sea. Lo cual significa que han decidido eliminarnos. Y en tal caso, esa sensación de la que hablaste, de que por algún motivo te querían con vida, se ha quedado sin base, si es que alguna vez la tuvo, lo cual no me parece muy probable. —De repente apoyó las manos en el salpicadero, se volvió furiosa hacia Jude y le gritó—: ¡Por el amor de Dios, no vayas tan de prisa! Nos vamos a matar.
Iban a ciento treinta por hora, de noche y por una carretera desconocida.
—Tenemos prisa —dijo Jude.
—¿Por qué?
—Por lo que estaba a punto de decirte. Si van tras nosotros, es que nos siguieron hasta aquí. Y si nos siguieron hasta aquí, saben dónde nos alojamos. Y eso significa que Skyler está en peligro.
Veinte minutos más tarde, el coche entraba en el estacionamiento del motel Best Western. Inmediatamente vieron que la puerta de la habitación de Skyler estaba entreabierta y se mecía a impulsos de la leve brisa. Tizzie lanzó una exclamación ahogada.
Antes incluso de que Jude apagara el motor, la joven ya había salido del coche y estaba subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos, apoyándose para ello en la barandilla. A mitad del tramo se detuvo, se miró la mano y la puso a la luz para ver mejor el viscoso líquido rojo que manchaba sus dedos.
Luego continuó subiendo. Llegó a la puerta de la habitación en el momento en que Jude comenzaba a ascender por la escalera. La joven entró en el cuarto y accionó el interruptor de la luz. Jude ya no la veía, pero supo que había hecho algún horrible descubrimiento. Y lo supo por el largo y penetrante grito.